FILÓSOFOS Y POETAS HEBREO-ANDALUCES EN LOS ORÍGENES DE LA CÁBALA (I). El Marco Histórico y Geográfico


Rito judío de los sefardíes medievales. British Library

I
El presente estudio quiere adentrarse en un tema que pertenece a la Historia de España, y por tanto de Occidente. De hecho ha de verse como complementario a otro estudio que escribí para la colección “Cuadernos de la Gnosis” de la revista Symbolos en el año 1993 titulado Las Corrientes Hispánicas de la Cábala. Como hemos dicho en diversas oportunidades, la Historia es para nosotros parte esencial en la transmisión de la memoria de un pueblo y de los individuos que lo conforman, y esto es así muy especialmente cuando esa memoria ha sido forjada por la acción de ideas-fuerza y corrientes de pensamiento que, como es el caso de la cultura judía, cristiana e islámica han vehiculado la revelación de una Sabiduría Perenne con sus distintos acentos y formas de expresión. Además, las tres tienen un origen histórico común que parte de Abraham, el “padre de la generaciones”, y asimismo es innegable la presencia en todas ellas de la herencia clásica grecorromana.

Hubo un tiempo en que las tres culturas cohabitaron en el solar hispano. Decimos “cohabitaron”, o “coexistieron”, que es a nuestro entender el término que mejor se adapta a la realidad que se vivió entre todas ellas, más que el de “tolerancia”, que es el que se utiliza normalmente hoy en día para referirse a esa coexistencia. Pero en cualquier caso la idea de "expulsión", o de "exterminio cultural", todavía no había sido incubada en ninguna de las dos comunidades que se repartían políticamente dicho territorio: la cristiana y la musulmana.

Recordemos que la Reconquista comienza realmente en el siglo XI con la toma de Toledo por Alfonso VI (lo cual ocurrió pocos años después de desaparecer el Califato omeya de Córdoba), pero no existía en el ánimo de este gran rey -contemporáneo del Cid Campeador- ni tampoco en el de los reyes de los distintos reinos cristianos anteriores y posteriores a él, la idea de "expulsar" a los musulmanes, y menos aún a los judíos, que ocupaban cargos de alta responsabilidad en los asuntos del reino.[1]

Estos reyes (Alfonso III de Asturias, Sancho el Mayor de Navarra, Alfonso el Batallador de Aragón, Alfonso VI de León y Castilla, Fernando I  y Alfonso VII de León, Fernando III el Santo y su hijo Alfonso X el Sabio) sentían como propia la presencia y el legado de judíos y musulmanes, con todos los matices que queramos añadir al respecto. La idea de un "Imperio Hispánico", fundamentalmente cristiano, englobaba a las tres comunidades, y no solo a una de ellas. El hecho nada anecdótico de que sobre la tumba de Fernando III el Santo los epitafios estuvieran escritos en castellano, judío, árabe y latín, manifestaba la voluntad de “integración” expresamente buscada por esos reyes cristianos. El modelo que tenían en mente no era otro que el Imperio Carolingio, heredero de Roma no solo en la forma de organización territorial sino también en el espíritu. La idea central consistía no en el rechazo sino precisamente en la "integración" de aquellas otras culturas que seguían manteniendo su especificidad dentro de un todo más amplio, permitiendo así un equilibrio imprescindible para la convivencia entre las distintas partes de ese todo.[2]  

Al igual que los reyes-emperadores cristianos, los emires y califas de Córdoba también tenían una "idea" de España que no incluía la negación del "otro", o de los "otros", de los religiosa y culturalmente distintos, sino que estos convivían con su idiosincrasia propia.[3] De no haber sido así, en la España musulmana no se hubiera dado el fenómeno de los cristianos mozárabes, es decir “arabizados”, ni tampoco el de los mudéjares en la España cristiana. Tanto los mozárabes como los mudéjares desarrollaron un arte en el que podemos observar una síntesis de conceptos que fueron propios y característicos de la España medieval y de ningún otro lugar.

En la arquitectura mozárabe, por ejemplo, es notoria la presencia del arte hispano-visigodo, el cual inspiró notoriamente las construcciones islámicas de al-Ándalus, caso de la Mezquita de Córdoba sin ir más lejos, cuyo “arco de herradura” es originalmente visigodo, como puede apreciarse igualmente en las iglesias asturianas y del Norte de España durante el período anterior e inmediatamente posterior a la invasión islámica, pues su vigencia en la arquitectura cristiana en ese territorio norteño permanecerá hasta la irrupción del románico venido de Francia (vía el Camino de Santiago), y de la Lombardía italiana, cuyos arquitectos fueron especialmente fecundos en el Pirineo catalán y aragonés. En el caso de la arquitectura mudéjar esta abundó sobre todo en Toledo, el Centro-Sur, Aragón y Reino de Valencia, y continuaría formando parte del paisaje urbano de muchísimas ciudades y pueblos de España (y de Hispano-América como parte de su arquitectura colonial) prácticamente hasta nuestros días.[4]

Así pues, y a partir de un momento determinado, la invasión islámica ocurrida en las costas de Cádiz durante la noche de 27 al 28 de abril del año 711 quedaba ya tan lejana en la memoria que no pudo tenerse por totalmente "extraños" a aquellos invasores, que llegaron con el ímpetu de una civilización recién nacida, la islámica, pese a ser tan milenaria la raza árabe que la sustentaba. Tengamos en cuenta que el tiempo es el "gran cohesionador de lo creado" en palabras de Federico González, y esto ha de entenderse a todos los niveles, y sin duda en ello contribuyó el origen común de las tres culturas, las llamadas “religiones del Libro”.

La “realidad histórica” acabó imponiéndose, dicho de otra manera, y en esa realidad el Judaísmo desempeñaría un papel de primer orden. No en vano los judíos españoles, o sea los sefarditas, llevaban ya muchos siglos en España, antes incluso de la llegada del Islam e incluso del Cristianismo, como veremos en la segunda parte de este estudio. Ellos desempeñaron un papel fundamental en la cohesión de la España cristiana y la musulmana, estando como estaban por todo el territorio peninsular, y también insular (las Baleares).[5] Pero el genio sefardita más genuino, ya que está en la raíz misma del Judaísmo desde los tiempos de Moisés, se dejó sentir especialmente en el terreno de la teosofía, la filosofía y la literatura, especialmente la poesía como forma de comunicación con el mundo espiritual.

Es en estos ámbitos donde el sefardita dejó su huella más profunda, y donde más fácilmente se producía el intercambio de pensamientos con aquellos que en el mundo cristiano y musulmán participaban de los mismos intereses culturales. La Escuela de Traductores de Toledo bajo distintos reyes cristianos es un buen ejemplo de ello. Asimismo las corrientes neoplatónicas estaban presentes por igual entre muchos de los filósofos y poetas judíos, musulmanes y cristianos. Oigamos a uno de esos poetas y filósofos neoplatónicos sefarditas, el malagueño-cordobés Salomón ibn Gabirol, que dejó escrito:

“Me preguntaron mis pensamientos asombrados: / ¿Hacia quien corres como las órbitas de las alturas? / Hacia el Dios de mi vida, anhelo de mis aspiraciones, / y mi alma junto con mi cuerpo de Él están ansiosos”.

“¿Acaso no escondo en mi corazón el nombre de tu gloria / y ha crecido el deseo que siento por Ti hasta atravesar la linde de mi boca? / Yo, por tanto, alabaré el nombre de Dios / mientras permanezca el aliento del Dios vivo en mi nariz”.

Este es un dato importante, pues dichas corrientes hicieron de argamasa intelectual entre las tres culturas por encima de las diferencias existentes en otros niveles más consuetudinarios. Así pues, es en el ámbito del pensamiento donde la comunicación era constante y cualitativamente más enriquecedora. En él esas diferencias se diluían, y más aún en la medida en que las “formas religiosas” no intervenían como un condicionante, sino más bien como un estímulo para ir “más allá” de esas mismas formas, pues en el fondo permanecía la idea de un Dios único que se manifiesta a través una pluralidad de nombres y atributos, descritos como una escala que permitía establecer el vínculo del hombre con el mundo divino.

Esto, que es propio también de los musulmanes y los cristianos, resulta además vital para el judío, que es un pueblo cuya existencia se ha sostenido en los momentos más difíciles gracias al sentido tan elevado que otorgaron a la Palabra divina, revelada en la Torá, vivida de dos formas distintas pero complementarias: como la Torá invisible (puramente teosófica y revelada en secreto a Moisés durante los cuarenta días que pasó en el monte Sinaí), y la Torá escrita, emanada de aquella, y de cuya interpretación derivaron a lo largo de los siglos los textos canónicos que conformaron el Talmud.


Manuscrito sefardí. Biblia de Burgos realizada
por Menahen bar Abraham ibn Malik, 1260.

II
Dicho esto, que nos ha parecido conveniente a modo de introducción, el tema que vamos tratar en estas páginas no es otro que la contribución de la cultura judeo-andaluza en el renacimiento de las distintas formas de expresión del esoterismo judío, que bajo el nombre de Cábala (Tradición) eclosionó al comienzo del siglo XII y durante todo el siglo XIII en el Mediodía francés y en España, extendiéndose posteriormente por gran parte de Europa, especialmente la Europa meridional y Palestina.[6] 

En concreto, lo que intentamos explicar en estas páginas de manera muy sucinta es en qué medida las obras y el pensamiento de los filósofos, poetas, lingüistas, científicos, astrónomos, talmudistas judeo-andaluces contribuyeron en el resurgir de su “Tradición interior"; de cuál fue, en definitiva, la aportación de todos ellos en el cumplimiento de ese milagro que iba a nutrir y a dotar de un sentido superior y trascendente la vida de tantas y tantas personas a lo largo del tiempo, y no sólo judías, pues ya sabemos que la Cábala ha sido permeable a las distintas corrientes herméticas, gnósticas, neoplatónicas y neopitagóricas (como por cierto también lo fue el sufismo islámico), y por consiguiente es también el patrimonio espiritual e intelectual de todos los que han nacido y tienen la impronta de la cultura de Occidente. Sin olvidarnos naturalmente del Cristianismo, nacido en el seno del Judaísmo, y que recibió también la herencia de todas esas corrientes, que cristalizaron en el Renacimiento europeo a través de la Cábala Cristiana, en la que los judíos sefarditas repartidos por toda Europa tras la diáspora de 1492 -aunque también antes- tuvieron un papel determinante.

Lo primero que llama nuestra atención es el hecho de por qué en la Andalucía medieval (la antigua Bética romana), que casi siempre se distinguió, ya fuese bajo dominio musulmán o cristiano, por un fervor hacia todas las manifestaciones de la cultura en sentido amplio, es decir hacia la filosofía, la mística, la poesía, la ciencia y las diversas artes y artesanías, y donde además existía una fuerte comunidad judía ya anterior en muchos siglos a la llegada del cristianismo y del islam, y que en muchos aspectos había desarrollado su propia visión del mundo y renovado ciertas estructuras de su tradición milenaria, no acabara, decimos, por arraigar uno de los pilares esenciales, por no decir el más esencial, de la cultura judía. Esto contrasta con su arraigo y extraordinaria pujanza en otras regiones de España, especialmente Castilla, Aragón y Cataluña. Es cierto que se conoce la existencia de algunos cabalistas andaluces, como Abraham ben Isaac de Granada, David ha-Levi de Sevilla y Abraham Asbili, entre otros, pero su presencia es puramente testimonial.

Pero ese no arraigo de la Cábala en la Andalucía medieval no debe resultarnos tan extraño si reparamos en dos datos bastante significativos, que por lo demás están estrechamente ligados entre sí. El primero de ellos alude al hecho de que en la época del surgimiento de la Cábala (siglos XII y XIII) tanto Castilla como Aragón y Cataluña (y en esta especialmente Gerona) estaban gobernadas por monarcas cristianos (entre los que hay que destacar especialmente a Alfonso VIII, Fernando III, Alfonso X el Sabio y Jaime I) bastante proclives, por su interés personal en ello, a fomentar en sus respectivos reinos el entendimiento entre las tres tradiciones abrahámicas, creando un clima favorable para el patrocinio y difusión del saber en todas sus expresiones, y en este sentido era perfectamente natural que los cabalistas castellanos, aragoneses y catalanes pudieran propagar en esos territorios sus enseñanzas sin encontrar apenas obstáculo.

Al mismo tiempo esto les permitía también la comunicación con los cabalistas de la Provenza, el Rosellón y el Languedoc, donde prendió primero la llama de esa renovación de la Cábala, la metafísica judía, y sin duda ese trasvase continuo de ideas de un lado a otro de los Pirineos venía facilitado también por el hecho de que en aquel tiempo estas regiones del Mediodía francés, y más concretamente el Rosellón y parte del Languedoc, pertenecían a la Corona de Aragón, que abarcaba también al Principado de Cataluña y los Reinos de Valencia y Baleares.

El segundo dato, condicionado asimismo por el contexto histórico pero de signo contrario, se refiere a la situación que durante la misma época ocurría en el sur peninsular, gobernado desde comienzos del siglo XII por los almorávides y posteriormente los almohades, originarios ambos del Norte de África, los cuales tenían una concepción extremadamente rigurosa del islam, concepción que contrastaba con la política mucho más integradora de los emires y califas de Córdoba así como los primeros reinos de taifas que surgieron tras la desaparición del Califato omeya. 


Naturalmente no somos tan ingenuos de pensar que todo fue armonía y entendimiento durante esos tres siglos, pues como señalamos anteriormente también existieron momentos difíciles y de represión por parte de las autoridades islámicas sobre los judíos y los cristianos que vivían en al-Ándalus, pero especialmente sobre estos últimos, pues hacia ellos se trasladaba de tanto en tanto la tensión provocada por la guerra intermitente entre los reinos cristianos y musulmanes en pugna por el predominio del territorio hispano. Pero en cualquier caso no se llegó ni mucho menos a los niveles de represión alcanzados con los almorávides y almohades, que obligaban de forma sistemática a la población cristiana y judía a convertirse al credo islámico so pena de la represión o el exilio.[8]

Como hemos dicho en varias ocasiones no existía entre los emires y posteriormente califas de al-Ándalus la conciencia de ese exclusivismo intolerante en lo religioso (tanto como lo pueda ser el propio “integrismo” cristiano y judío), lo cual es claramente contrario al auténtico espíritu del Islam (como al del Cristianismo y el Judaísmo), como queda reflejado en las obras de muchos de sus filósofos (por ejemplo Averroes, contemporáneo de Maimónides) y por supuesto de sus místicos y metafísicos, nutridos igualmente de otras influencias no islámicas, caso de ibn Arabí, nacido en Murcia y que se autodenominó a sí mismo “hijo de Platón”, y que dejó escrito en un célebre poema que: “mi corazón es ya capaz de albergar cualquier credo”. Como tantos otros, ibn Arabí tuvo que abandonar su tierra de origen debido a la presión de los fundamentalistas. Por lo tanto, no sólo fueron cristianos y judíos los que tuvieron que abandonar Andalucía y emigrar hacia otras regiones españolas y de otros países, tanto de Occidente como de Oriente, sino que también se vieron obligadas a ello las mentes más lúcidas del Islam.

Así pues, es todo este conjunto de factores interrelacionados entre sí lo que a nuestro entender impidió en gran medida que las corrientes cabalísticas no arraigaran en el Sur peninsular en ese preciso momento histórico, pues de alguna manera brillaba por su ausencia el “fermento” intelectual-espiritual necesario para abonar esa posibilidad. En definitiva, no se daban las condiciones favorables para ello.
[9] 
Esas condiciones, por el contrario, sí existian en los lugares hacia donde se dirigían todos aquellos judíos que huían de la represión. Ellos portaban consigo el tesoro de su tradición y de su cultura, que en muchos aspectos se había visto enriquecida por el intenso y fecundo contacto habido con las dos ramas restantes del tronco abrahámico, favorecido todo ello, volvemos a repetir, por esa convivencia propiciada por los gobernantes del Califato cordobés, en lo que sin duda alguna constituyó una de las épocas de mayor esplendor de la civilización islámica en toda su historia.

Estamos, pues, ante lo que podríamos considerar el fin de un ciclo en lo que respecta a un período que toca especialmente a la cultura hispano-hebrea tal cual ésta se manifestó, con muchas más luces que sombras, en el marco geográfico de Andalucía hasta la llegada de las tribus bereberes anteriormente nombradas. Ese período sobresale por su enorme riqueza en todos los campos del saber y la cultura, lo cual no es un tópico sino que responde a una realidad muy concreta, y tan sólo hay que sumergirse un poco en el espíritu que conformó aquella época para darse cuenta de la fuerza y el poder que puede llegar a tener la realización de una Idea cuando ésta encuentra el terreno fértil para manifestarse. Y qué duda cabe que Córdoba, aquella “Corduba Colonia Patricia” romana cuya deidad protectora no era otra que la diosa Fortuna revestida con los atributos alados de Amor, contenía ya desde antiguo en el alma de su geografía sutil los gérmenes espirituales latentes que activados por una conjunción favorable de los astros (emisarios de los dioses) propiciarían lo que algunos han llamado el primer Renacimiento de Occidente tras la desaparición del Imperio romano, y que Toledo iba a heredar después de su “reconquista” por Alfonso VI.


Sefardíes jugando al ajedrez. Libro de Juegos, de Alfonso X, siglo XIII.

En efecto, ese período de esplendor se vio notablemente favorecido por la relación constante que Córdoba primero, y posteriormente Toledo y también Zaragoza, mantuvieron con Oriente (Bizancio, Egipto, Líbano, Siria, Palestina, Babilonia, Persia, etc.), de donde llegaba gran parte del inmenso legado sapiencial que allí había pervivido del Mundo Antiguo, y en primer lugar la filosofía y la ciencia desarrolladas por la cultura greco-latina, traduciéndose prácticamente toda la obra de Aristóteles y cuantos tratados sobre astronomía, matemáticas, medicina, etc., pudieron recuperarse, y asimismo algunas partes de la obra de Platón (el Timeo sobre todo), y las de los neoplatónicos, como Filón de Alejandría, Plotino y Proclo, entre tantos y tantos otros. La lista sería larguísima, y no es desde luego este el momento ni el lugar de hablar extensamente sobre el tema.

Sin embargo, y refiriéndonos más concretamente al Toledo de los siglos XII-XIII, sí nos gustaría añadir que él sería en centro intelectual y espiritual de la península, y a él acudieron los filósofos y científicos europeos en busca del saber allí acumulado tras varios siglos de comunicación con Oriente. Las ciencias herméticas, como la Alquimia, alcanzaron un amplio desarrollo hasta el punto que España fue llamada la “Puerta Real de la Alquimia”, pues a través de ella el Arte Regia se difundía por el resto de la Cristiandad. Era una época en que existía en Occidente un fervor y un interés extraordinario por recuperar la herencia cultural de la Antigüedad Clásica.

La famosa “Escuela de Traductores” de Toledo, fundada bajo el reinado de Fernando III el Santo y ampliada y desarrollada por su hijo Alfonso X el Sabio, sería un modelo para todas las que se fundaron en el resto de la España cristiana, y entre las que debemos destacar por su importancia Murcia, Sevilla y Zaragoza, ciudad esta que siempre sobresalió por la riqueza de su desarrollo cultural, tanto cuando dependía del Califato de Córdoba como cuando era una taifa musulmana independiente, y por supuesto cuando pasó a ser durante un largo período el centro neurálgico de la Monarquía cristiana encarnada en la Corona de Aragón, junto con la Corona de Castilla.

Haciendo un inciso, no debemos olvidar que ya desde los tiempos de Roma, Zaragoza estaba volcada al Mediterráneo, bien por el conducto del río Ebro que desemboca en sus aguas en la provincia de Tarragona, bien por las propias calzadas trazadas por los romanos y que la comunicaban directamente con Barcelona. Esta apertura hacia el “Mare Nostrum” favoreció que Zaragoza mantuviera una comunicación constante con las corrientes de pensamiento que venían de Oriente a través de las vías marítimas. Por ejemplo, a Zaragoza llega por el conducto del médico cordobés al-Kirmani la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, la cual se convertiría en uno de los vehículos que transmitirían las ideas platónicas y pitagóricas en la península.

“Los Hermanos de la Pureza” constituyeron una organización del sufismo chií surgida en Babilonia, concretamente en la actual Basora, y en efecto estuvo muy influida por el pitagorismo y el neoplatonismo. Sus concepciones cosmogónicas influyeron notablemente en algunos filósofos y poetas sefarditas como Salomón Ibn Gabirol, que escribió el poema Kether-Malkhuth (“La Corona-el Reino”) y el diálogo de corte neoplatónico La Fuente de la Vida, entre otras obras. Ibn Gabirol vivió largo tiempo en Zaragoza, donde brillaba la figura de su contemporáneo y también poeta y filósofo neoplatónico Ibn Paquda. De ambos hablaremos más adelante. Señalar asimismo la similitud existente entre estos Hermanos de la Pureza y los Cabalistas en lo tocante a la estructura del Cosmos, ya que ambos lo dividían en cuatro planos o mundos, como se puede apreciar en el símbolo del Árbol Sefirótico.[10] Francisco Ariza Continuará.




[1] Tal es el caso del judío Hasday ibn Saprut, del que más adelante hablaremos, el cual era médico personal del califa Abderramán III, además de primer ministro, tesorero y embajador.

[2] A esto hay que añadir los matrimonios mixtos y los vínculos de sangre, que fueron más numerosos de lo que se piensa. El propio Alfonso VI de Castilla y León tuvo como concubina a la árabe Zoida, nuera del rey de la taifa de Sevilla al-Mutamid. Una vez cristianizada tomó el nombre de Isabel, o Helysabeth, según las crónicas. De ella tuvo Alfonso VI a su hijo heredero Sancho Alfónsez, quien murió prematuramente en la batalla de Uclés.

[3] Aunque existieron episodios puntuales de intolerancia religiosa y de persecución sangrienta contra los cristianos mozárabes por parte de las autoridades islámicas, especialmente el episodio llamado “Mártires de Córdoba” entre los años 850 y 859. Bien es cierto que en esos años todavía no se había implantado el Califato (equivalente al Imperio cristiano), que brilló precisamente por su permisividad hacia las otras dos confesiones.

[4] Recordemos que en el siglo XIX y principios del XX, hubo un renacimiento del mudéjar, conocido como el “neo-mudéjar”, en paralelo a otros movimientos artísticos y arquitectónicos inspirados por la ola del romanticismo que invadió Europa.

[5] Ese papel “cohesionador” de los judíos españoles hubiera seguido siendo así si en la España ya completamente reconquistada por los Reyes Católicos no se les hubiera expulsado, una medida que vista con la perspectiva del tiempo repercutiría negativamente en el destino histórico de España, y posteriormente de Hispano-América, entidad que estaba naciendo al mismo tiempo que se pretendía borrar de la memoria y del territorio peninsular una parte de su identidad, producto de esa interrelación cultural de tantos siglos y que estaba más allá de lo religioso y sus inevitables diferencias. En un momento decisivo de la historia no prevaleció la idea del “Imperio integrador” de los antiguos reyes cristianos. Pudiera entenderse, desde un punto de vista “geopolítico”, la expulsión de los musulmanes, pues la presencia del Imperio turco otomano era cada vez más amenazante para la Cristiandad. Pero ¿qué amenaza representaban los sefarditas? La expulsión de los judíos fue un grave error (achacable a la poderosa influencia de la Iglesia), y no solo en lo humano por la tragedia que trajo consigo para los sefarditas, sino también porque con ello se privaba al naciente Imperio español de una parte de la población que, y ciñéndonos solamente al aspecto más “externo”, había formado parte muy importante durante toda la Edad Media de la estructura económico-política de la España cristiana y de la musulmana.

[6] En el Norte, Centro y Este de Europa la otra forma de la espiritualidad judía, el Hassidismo (de hassid, piadoso) dominaba enteramente. Hablamos de los judíos askhenazíes, la otra gran rama del pueblo judío.

[7] Un solo dato significativo: en el 863 el emir Muhammad I convoca en Córdoba un concilio ecuménico al que asisten cristianos, judíos y musulmanes.

[8] Entre los filósofos judíos que tuvieron que exiliarse encontramos a Moisés Maimónides, que acabó recalando en Egipto, donde pasó el resto de su vida. Otros, como Salomón Ibn Gabirol se trasladó a la taifa de Zaragoza, mucho más tolerante que las gobernadas por los almorávides y almohades en el sur peninsular. 

[9] Como tampoco se dieron cuando, sobre todo a partir del siglo XIV, la Inquisición católica comenzara su hostigamiento, en ocasiones sangriento, contra la comunidad judía, como por ejemplo los sucesos de Sevilla de 1391, justo un siglo antes de la expulsión de 1492.

[10] Ver a este respecto el capítulo “La Tetraktys y el cuadrado de cuatro” que aparece en Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, de René Guénon.


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