SÍMBOLOS HERMÉTICOS DEL CAMINO DE SANTIAGO (I). El Crismón y el peregrinaje como iniciación


Santiago el Mayor con el bastón y la venera, atributos del peregrino. Museo del Prado.

La ciudad oscense de Jaca y su entorno pirenaico formaron parte en la antigüedad de una geografía sagrada reflejo de una cosmografía igualmente sagrada y significativa. Jaca, la Iaka íbera (seguramente de una raíz vasca, iak, vinculada con la idea de “saber”), es lo que se diría un “alto lugar”, no sólo en el sentido geográfico, sino también como un lugar de claras resonancias espirituales. Jaca fue, y sigue siendo, uno de los centros neurálgicos del Camino de Santiago, junto al cercano San Juan de la Peña, Eunate, Estella, Villafranca Montes de Oca, Monasterio de San Juan de Ortega, Frómista, León, Ponferrada, la propia Compostela, etc. El Camino de Santiago recibe también la denominación de Vía Láctea, que muchas culturas (incluidas las precolombinas) veían como la ruta que sigue el alma en su viaje post-mortem hacia el “país de los Antepasados”.[1] Y ya sabemos que la iniciación en los misterios es, en una parte significativa de la misma, un viaje post-mortem, y el guía o psicopompo que acompaña al alma en ese viaje siempre es un dios, o entidad del mundo intermediario que conoce los sutiles meandros de la geografía del “más allá”. 

El Camino de Santiago es, ante todo, un símbolo de la propia realización espiritual. No en vano el apóstol que le da nombre (Santiago el Mayor) es el patrón de los alquimistas, cosa que se olvida con frecuencia, y sin embargo esa relación del apóstol de Cristo con la Alquimia revela una de las claves para entender el sentido cosmogónico e iniciático del Camino de Santiago, que es una denominación que se daba al propio proceso de la Gran Obra alquímica. De hecho, muchos alquimistas (como Nicolás Flamel, Basilio Valentín o Bernardo Trevisano) no hicieron “físicamente” el camino, a pesar de que así lo dejaron escrito, pero ellos se referían al Camino de Santiago que recorre la geografía de su atanor interno, de su alma. De igual manera, determinados nombres de lugares que jalonan el camino son símbolos de estados sutiles que afloran en la conciencia del alquimista. Es el caso por ejemplo del “Monte del Gozo”, o “Monte de la Alegría”, desde el que se avista la propia Compostela, ella misma un símbolo del “Centro del Mundo”, como lo es Jerusalén, siendo ambas ciudades imágenes en la Tierra de la “Ciudad Celeste”. 

Esta misma asimilación del camino con el proceso de la Gran Obra alquímica establece una identificación entre Hermes y Santiago. Para empezar, el propio apóstol era considerado como el Mercurio Filosófico, o Mercurio de los Sabios, y a veces se le representaba con un libro que contiene los secretos y las claves de la Gran Obra, como podemos ver en la imagen de arriba. Además, Hermes y Santiago están ligados a través de las ciencias y las artes de la Cosmogonía, entre las que se encuentran todas aquellas vinculadas con la tradición de constructores, como la Masonería y el Compañerazgo. En este último existía un Maître Jacques, que era junto a Salomón y el Père Soubise el fundador mítico de esta cofradía de artesanos constructores, vigentes de forma constante en la sociedad europea desde la Edad Media hasta prácticamente la entrada en la era moderna.

Los hermetistas y constructores eran portadores de una Gnosis cuyas enseñanzas se plasmaron de manera muy precisa en las edificaciones, y ello con una intención muy clara de transmitir el conocimiento de una Cosmogonía que se revela fundamentalmente a través de la Geometría y el resto de las artes y ciencias del Cuadrivium: el Número, la Música y la Astronomía. A ellas se incorporaba la  alquímica a través de su iconografía, relacionada con los procesos de transmutación interior, pues de poco sirve el conocimiento teórico del simbolismo constructivo, si ese conocimiento no opera un cambio profundo, o transmutación, en la psique del operario, que se ve a sí mismo como el sujeto y objeto de su obra. 
Las “pruebas iniciáticas” son la consecuencia de esos cambios profundos, y tienen como objetivo preparar al aspirante para recibir sin “interferencias” psicológicas el influjo espiritual vehiculado por los códigos simbólicos, sustentados fundamentalmente en las leyes de las analogías y las correspondencias entre la Tierra, el Hombre y el Cielo.[2] Quienes recorren libremente y sin prejuicios los “caminos del Señor” invocan secretamente a la Inteligencia y la Sabiduría a través de la Belleza de la Creación, transfigurada en una permanente manifestación de lo sagrado, en una teofanía. El Cosmos, obra del Divino Arquitecto, es el modelo simbólico a imitar para la edificación de la obra externa (cualquiera que esta sea) y la obra interna.
En muchos de los templos y santuarios que jalonan el camino de Santiago existen determinadas imágenes y elementos arquitectónicos donde se reflejan enseñanzas que pueden tener, además de una lectura religiosa, otra lectura mucho más profunda ligada con el proceso alquímico e iniciático. Está claro que hubo un Hermetismo Cristiano que continuó vivo durante mucho tiempo, y en verdad lo continúa estando pues sus símbolos están todavía ahí, ante nuestros ojos, y sólo hace falta rescatar su significado sapiencial para que vuelvan a ser nuevamente “operativos”, cumpliendo así como vehículos de transmisión de la influencia espiritual-intelectual.
Sin ir más lejos, este es el caso del crismón de la catedral de Jaca con que se encuentra el peregrino al iniciar el camino de Santiago, o sea su camino de Santiago. El crismón es de hecho una rueda, la Rota Mundi, símbolo del movimiento, y por tanto de los viajes terrestres y celestes, conformando ambos el conocimiento de los misterios de la Cosmogonía.[3]

Crismones hay por todo el camino, casi todos ellos en los dinteles y claves de bóvedas de las puertas principales por donde se penetra en el templo, como es el caso del crismón de Jaca o del monasterio cercano de Santa Cruz de la Serós, o el de Villamayor de Monjardín, cercano a Estella, en Navarra. Esa situación privilegiada del crismón tenía, y tiene, un cometido muy concreto. Como todo símbolo, el crismón es una “ayuda-memoria” que predispone a quien medita en él a un estado lo suficientemente receptivo para participar del misterio que se celebra en el templo, que no es otro que la sacralización del tiempo y del espacio, lo cual no es simplemente entrar en armonía con los ciclos y ritmos cósmicos cristalizados en el movimiento de la luz y las proporciones arquitectónicas, sino que a través de esa sacralización al peregrino se le “revela” la naturaleza esencialmente transformadora del rito del Conocimiento, pues finalmente se trata del tiempo y del espacio sagrado vivido en su conciencia, que es su propio templo interior. Ya sabe que la palabra ‘peregrino’ no solo quiere decir “viajero” sino ‘extranjero’ también, y por tanto que su verdadero “reino” no es de “este mundo”, considerado como un lugar “de pasaje” hacia la Patria Celeste.

La leyenda que hay inscrita sobre el círculo más externo del crismón dice:

Lector, en esta escultura reconocerás lo siguiente: la P designa al Padre, la A y ω al Hijo y la S al Espíritu Santo. Los tres son en verdad un único y mismo Señor.


Crismón de la catedral de Jaca.

El crismón es en realidad precristiano y básicamente su estructura es un círculo en cuyo interior hay una cruz de seis rayos. Pero el cristianismo lo incorpora a su simbólica añadiéndole una serie de elementos en relación con la figura de Jesús el Cristo (Iêsous Khristós), cuyas iniciales en griego están formadas por las letras I y X (iota y khi), que al unirse conforman la cruz tridimensional o de seis rayos, abarcando así la totalidad del espacio cósmico. El eje que atraviesa horizontalmente el crismón tiene en su extremo izquierdo la letra Alfa, y en su extremo derecho la letra Omega, aludiendo así a la expresión de Cristo recogida en el Apocalipsis (I, 8) de Juan Evangelista:
Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso.
En esta frase no solo se habla de la totalidad del tiempo cíclico, que tiene un principio y un fin, sino también del tiempo que está en medio de ambos extremos, es decir del tiempo eterno, o del “eterno presente”, pues no solo es el “que era” (el pasado) o el que “ha de venir” (el futuro), sino “el que es”, manifestando en su plenitud la Majestad del “Hijo de Dios”, pero que se reconoce al mismo tiempo como “Hijo del Hombre” (de ahí su apelativo de “Salvador”), uniendo en su naturaleza lo trascendente y lo inmanente, palabra esta cuyo sentido está incluido en uno de los nombres de Cristo, Enmanuel, “Dios en nosotros”.


Crismón como clave de bóveda. Villamayor de Monjardín, Navarra. Obsérvese el centro del crismón, donde aparece una flor de ocho pétalos, lo cual recuerda el abrirse de la flor de loto para dar lugar al Mundo a partir de su Centro arquetípico. 

Esa posibilidad de trascendencia está simbólicamente señalada por el círculo, o más bien semicírculo, que se añade en el extremo superior del eje vertical del crismón, formando la letra P. Ese semicírculo es en realidad el “ojo de la aguja”, que en el simbolismo arquitectónico se corresponde con la “clave de bóveda”, o “piedra angular”, por donde se produce la “salida de cosmos” (o sea del propio crismón, como símbolo que es del cosmos), cobrando aquí pleno sentido esa otra expresión de Cristo: “Yo soy la puerta”, refiriéndose claramente a la “Puerta solar”, que en este caso concreto y para ser más precisos no es otra que la “puerta de los dioses” según la simbólica solsticial [4]  (Continuará) Francisco Ariza



Ver 1ª Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/06/simbolos-hermeticos-del-camino-de_29.html

Ver 2ª Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/07/simbolos-hermeticos-del-camino-de_14.html


[1] Lo que hoy conocemos como Camino de Santiago era ya un sendero sagrado y mítico entre las culturas precristianas que habitaban esa parte norteña de la península Ibérica, y que enlazaba a través de los Pirineos con otros caminos que se adentraban en el continente europeo, y por donde los habitantes de aquellos pueblos arcaicos se comunicaban entre sí. 
[2] Sobre todo esto ver “A propósito de los peregrinajes”, en el tomo I de Estudios sobre la Francmasonería y el Compañerazgo, de René Guénon.
[3] Sobre la rueda considerada como una imagen del cosmos recomendamos El Simbolismo de la Rueda, de Federico González.
[4] Sobre el crismón ver “Los símbolos de la analogía”, en Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada de René Guénon.

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