¿Un Nuevo Orden Mundial? Las Consecuencias del Coronavirus según la Doctrina de los Ciclos (Texto y Vídeo)



Estas reflexiones que me gustaría compartir con todos vosotros vienen suscitadas por aquellas que bajo el título “El Virus Global como síntoma del Fin de Ciclo” publiqué hace apenas veinte días. Sería por tanto como una continuación del mismo, pero aportando nuevos datos que nos ayuden a entender mejor este acontecimiento considerándolo desde el punto de vista de la doctrina tradicional de los ciclos, donde sin duda se inscribe, como todo lo que está sujeto al tiempo y al espacio.

Debido a las consecuencias desastrosas que está teniendo la expansión del coronavirus por todo el planeta, se empieza a hablar ya, desde distintos enfoques, sobre la posibilidad de que tras la “retirada” (que no desaparición) de este “enemigo invisible” de la humanidad, surja una especie de “Nuevo Orden Mundial”, concepto que no es nuevo desde luego pues se ha repetido varias veces a lo largo de la Historia, sobre todo en los últimos tres siglos, y que de algún modo refleja la necesidad de establecer unos nuevos parámetros sociales, políticos y económicos que pudieran poner remedio a la grave crisis que se avecina. El caso es que la expresión “Nuevo Orden Mundial” nos ha hecho reflexionar sobre la carga simbólica que esta tiene en sí misma, y además considerándola dentro del contexto histórico en el que vivimos, que es el de un fin de ciclo que afectará a la humanidad entera y no solo a una parte de ella, es decir a una civilización determinada como había ocurrido hasta ahora: cuando una civilización desaparecía otra venía a sustituirla, siguiendo así el ritmo de los ciclos históricos.

Es evidente que un suceso del calibre de esta pandemia no podemos separarla de las leyes cíclicas, las cuales no solo ordenan el transcurso del tiempo sino que debido a que dichas leyes no son ajenas a los mensajes enviados por “los pensamientos secretos del destino” (como se dice en la tradición árabe), dichas leyes nos permiten entender la naturaleza de determinados acontecimientos que ocurren dentro del propio ciclo en cuestión, en este caso el nuestro. Además, es innegable que este coronavirus tiene un componente simbólico que refleja aspectos y elementos que son propios de nuestra época, pero en los que podemos encontrar ciertas analogías con los de otros momentos históricos, como tuvimos ocasión de destacar en el artículo citado sobre el “Virus Global”.

Dice Platón en el Timeo que todo lo que ocurre en el mundo ha de tener algún motivo, o alguna razón, para que suceda. Es una forma de decir que nada escapa a los designios de la Providencia. ¿Cuál sería entonces la razón del coronavirus, o de las epidemias y las plagas en general? Lo que sí podemos decir sin temor a equivocarnos es que estas muchas veces han marcado cambios de época muy notables, o han supuesto un antes y un después en las sociedades humanas, modificando hábitos, formas de vida, etc. Recordemos, por ejemplo, las plagas bíblicas. Muchas veces, estas contribuyen a poner fin a un período histórico en franca decadencia, como pasó en la Edad Media en Europa con la devastadora “peste negra” a mediados del sivlo XIV, venida también de Asia, como el coronavirus.

Lo que decimos está basado en el estudio ponderado de la doctrina tradicional de los ciclos, o Ciclología, que trata de la estructura del tiempo considerado como un organismo vivo que muere y renace perennemente, sin solución de continuidad. En este sentido, un fin de ciclo es el fin de ese ciclo, que en nuestro caso será también el fin de esta humanidad, pero no de la humanidad, como tampoco lo será del mundo, sino de este mundo. El descenso de la Jerusalén Celeste anunciado por San Juan traerá con ella un “nuevo mundo” y por tanto un “nuevo tiempo” nacerá con él para alumbrar una nueva y virginal humanidad (o sea un nuevo Manvantara), cobijada en una “nueva Tierra” y bajo un “nuevo Cielo”.

Por eso mismo, es a nosotros, a los hijos de este tiempo actual, a quienes nos corresponde escrutar en esos “pensamientos secretos del destino”, y buscar en ellos lo que es conforme al Dharma o Ley de la Armonía Universal, pues al hacerlo estaremos ejerciendo un “acto de justicia” con nosotros y con nuestros semejantes, según la máxima evangélica que nos impele a explorar los “signos” que revelan la naturaleza del tiempo con estas palabras: “¿cómo no exploráis el tiempo presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (Lucas 12, 54-59).

Porque es indudable que estas palabras del Cristo dirigidas a sus discípulos, comprometen igualmente a todos aquellos que han bebido de esa fuente tradicional, pero también de otras, actuales y pretéritas, pues todas ellas manan y han manado de una sola fuente, la Tradición Primigenia, que es la única que ha permanecido inalterable desde el comienzo hasta el fin del Manvantara y a través de las distintas edades que lo han conformado, sintetizadas en cuatro según una lectura de las leyes cíclicas: la edad de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro, o sea del más “luminoso” hasta el más “oscuro” y “herrumbroso” de los metales, lo cual nos muestra también una “degradación” en la calidad espiritual en cada una de esas edades, y por tanto en las sociedades humanas que han existido dentro de ellas.

Asimismo, esa degradación indica un alejamiento cada vez mayor de la ley del Dharma, lo cual no ocurría en esa primera edad áurea, donde toda la humanidad (simbolizada por Adán y Eva en la mitología judeo-cristiana) vivía de acuerdo con su Principio. Además, el tiempo no transcurría, o mejor dicho, no existía en la conciencia del ser humano la percepción de ese “transcurrir”, con lo cual el tiempo y el espacio eran una sola cosa, de ahí que el mundo fuese contemplado y vivido como un todo unitario, donde el Cielo era inseparable de la Tierra, y la Tierra del Cielo. Por esa misma razón tampoco había “historia” en aquel tiempo de los orígenes. Se vivía en un “presente reiterado” y por tanto no había nada que “recordar” ni tampoco proyecciones hacia un hipotético futuro. La “presencia” del Principio abarcaba todas las facetas de la existencia y un lazo auténticamente solidario se mantenía entre todos los seres de la Creación. La conocida frase de que los “pueblos felices no tienen historia” convenía perfectamente al estado espiritual de nuestros ancestros primordiales, que desde luego nada tienen que ver con unos primates como piensa todavía una antropología que aún no ha abandonado los postulados decimonónicos del materalista siglo XIX. Pero esta es otra cuestión en la que no vamos a entrar ahora naturalmente.

La memoria de aquel tiempo y de aquel estado espiritual quedó fijada en los símbolos y mitos cosmogónicos de todos los pueblos de la tierra. La enorme fuerza evocadora de los mitos creacionales y los esquemas simbólicos geométricos y figurativos, nos permiten despertar a esas realidades que permanecen dormidas o latentes en nuestro interior. Esa posibilidad siempre está en y con nosotros, y en cualquier momento puede ser actualizada. Muchas veces hemos acudido a esta frase de Federico González: “la revelación es coetánea con el tiempo”, porque hay en ella, en su síntesis magistral, esa fuerza evocara del símbolo, que también puede expresarse oralmente, y eso es el mito precisamente: contiene un misterio y simultáneamente es capaz de revelarlo, siempre y cuando su eco reverbere en nuestra alma y esta sea capaz de recibirlo. Y esto es también la Tradición, idéntica a transmisión y por consiguiente a recepción. No hay mensaje sin receptor. Se transmite una idea porque esta puede ser recibida, y esto es, en el fondo, lo que ha permitido que la memoria de aquella Edad de Oro, de aquella humanidad primigenia, continúe estando viva a través de una cadena, llamada áurea porque su origen espiritual se remite precisamente a esta Edad de Oro, así como en todos aquellos que efectivamente han recibido el depósito de su Sabiduría y de su Ciencia Sagrada.

Así pues, si la revelación de esa Sabiduría es coetánea con el tiempo, también lo es con el nuestro, a pesar de las enormes dificultades y las adversidades con que se enfrentan quienes son llamados a recibirla, los cuales han de perseverar hasta el fin como se dice en los Evangelios, o sea hasta que por la fuerza de su voluntad y la gracia de los dioses (o del Señor), puedan abrir una “fisura” en el tiempo ordinario y acceder a esos ámbitos de su conciencia donde serán otras las influencias y otras las voces que podrán oírse, y que reconocerán como las suyas propias, tal cual sus progenitores míticos las oían en la Edad de Oro, en ese in illlo tempore, cuando la “caja de Pandora” permanecía herméticamente cerrada y el mal no había penetrado aún en el mundo.

II

Por definición, el desarrollo cíclico representa un alejamiento paulatino de ese estado original, de ese in illo tempore o “principio de los tiempos”, o sea que la velocidad es proporcional al alejamiento del mismo, pero es en la última de esas cuatro edades, en la Edad de Hierro (equivalente al Kali-yuga hindú o “Edad Sombría”) cuando el tiempo transcurre con más velocidad precisamente porque ese alejamiento es mayor que nunca. Pero se da la circunstancia de que nuestra época está al final de la Edad de Hierro, de ahí la sensación de inestabilidad creciente con que transcurre nuestra vida cotidiana. No es casual por tanto que  la aparición del “coronavirus” acentúe aún más dicha sensación, que en ocasiones se hace angustiosa. La impresión de “no tener tiempo” para casi nada es común a casi todo el género humano en la actualidad. Vivimos en una vorágine, en un torbellino, que se ha acentuado con la aparición de esta pandemia mundial, la primera que se conoce en la historia a este nivel global. 

La necesidad de comunicarnos con nuestros semejantes nos es inherente, forma parte de nuestra identidad como seres humanos, pero la imagen de estar todos en nuestro cuarto comunicándonos entre sí a través de la pantalla del ordenador y protegiéndonos de un “enemigo invisible” y mortífero, es quizá un símbolo de lo que va a ser nuestra “aldea global” en un futuro muy próximo: lo más parecido a una colmena, y a nosotros en una suerte de solícitas y trabajadoras abejas colonizadas por la “inteligencia artificial”, que indudablemente nos está ayudando a pasar estos momentos de desolación colectiva, pero como nada es gratis en este mundo, nos pasará la factura imponiéndose como una necesidad que todos acabaremos aceptando por la propia lógica de un proceso inevitable, que es lo más parecido a aquello que los antiguos llamaban fatum, que quiere decir destino, pero que en uno de sus sentidos también significa algo que es ineludible, necesario y fatal, diametralmente opuesto a aquella otra necesidad que nos empuja a la búsqueda del conocimiento, la verdad y la libertad. 


Las Moiras, diosas de la fatalidad, lo inevitable y lo ineludible

Acabaremos aceptando la necesidad de la “inteligencia artificial” más allá de lo meramente instrumental, o sea como una herramienta que podemos manejar según nuestros criterios personales, para acabar convirtiéndose en el nuevo paradigma. La “inteligencia artificial” y la robótica en general, será, lo es ya de hecho, el nuevo paradigma: de ser una imitación de los mecanismos asociativos de la mente humana, acabará siendo una forma ”perfecccionada” de esta, pero perfeccionada a un nivel cuantitativo y mecanicista, pero no cualitativo, entre otras cosas porque es imposible, pues es entrar en el ámbito estrictamente espiritual que le está completamente vedado a la ciencia experimental tal cual se practica hoy en día. Sin duda a todo ello contribuirá la nueva “generación” de dispositivos electrónicos que están por llegar, lo que indudablemente traerá consigo el establecimiento definitivo de la “civilización digital”, que lejos de ser esa “utopía” y ese “mundo feliz” que muchos se imaginan, estará caracterizada por esa inseguridad (en todos los sentidos, social, económico, moral, espiritual), que el coronavirus habrá incubado en todos nosotros. El virus pasará, pero sus efectos marcarán nuestras relaciones al aislarnos aún más de nuestros semejantes, a los que veremos como potenciales transmisores de cualquier otro tipo de contagio viral que pueda aparecer en un futuro cercano, lo que es bastante probable viendo el ritmo de sus periódicas apariciones durante los últimos cien años, o durante los veinte años que llevamos desde que comenzó el siglo XXI.

Como consecuencia de ello se intentará conseguir el mayor control posible sobre nuestras vidas con el pretexto de la “seguridad”, y ante esta realidad posible es inevitable pensar en el “Gran Hermano protector” y en “la policía del pensamiento” de que hablaba Georges Orwell en su famosa novela “1984”, la cual ha sido considerada un ejemplo de lo que es una distopía. Naturalmente todos esos mecanismos de “control” serán mucho más sofisticos y menos “soviéticos” que en la novela de Orwell, como corresponderá, por otro lado a una “inteligencia artificial” que estará imbricada con la “mecánica cuántica” y el sistema neuronal humano. No es por casualidad que una de las palabras que se han puesto de moda hoy en día es justamente la de “distopía”, que es lo contrario a “utopía”, que siempre ha sido tomada como la definición de una sociedad ideal, donde imperan el bien y la justicia, o sea todo aquello que no es la “distopía”: una sociedad futura caracterizada por la deshumanización y la alienación moral y psíquica. ¿Será esa distopía el “Nuevo Orden Mundial” anunciado?

Nosotros pensamos que el coronavirus ha venido a crear un “caldo de cultivo” propicio para certificar y dar carta de naturaleza a una realidad que muchos no nos creíamos por estar demasiado dormidos soñando con esas fantasías del “progreso indefinido”. Pero un mundo que ha de estar creciendo constantemente para sobrevivir lleva inevitablemente, tarde o temprano, a su colapso. Ese colapso se ha dado a lo largo de la historia a un nivel menor pues ha afectado a ciertas civilizaciones, que cuanto mayor ha sido su expansión más cercanas estaban de su fin. En el caso de la humanidad actual, considerada ya como una sola “civilización global” auspiciada por la “revolución digital”, las razones de ese crecimiento son debidas sobre todo al aumento cuantitativo de la población mundial que se produce en gran medida por el sedentarismo y el nacimiento de las grandes urbes, un crecimiento que es exponencial por su propia lógica cuantitativa, lo cual ha conducido a una sobreexplotación de los recursos del planeta, acompañado de otros excesos como la polución, la desforestación, etc., etc. En este punto muchos nos preguntamos si este virus, así como los anteriores y los futuros, no es una reacción de la propia naturaleza frente a ese impulso depredador de la civilización moderna desde que esta surgió hace unos cuantos siglos.

Fijémonos que la propagación de las plagas y las epidemias víricas han sido una constante regular desde el siglo XVII hasta el siglo XXI, precisamente desde el comienzo de la “revolución industrial” hasta hoy. En cuatro siglos se han producido el doble de plagas que en los quince anteriores ¿Tiene esto remedio, o bien por el contrario estamos entre la espada y la pared, o sea ante algo inevitable, ante ese fatum al que nos referíamos anteriormente?, pues, ¿como puede detenerse el crecimiento demográfico, que es el verdadero y genuino problema de nuestro tiempo, y el que nos está llevando a ese colapso al que aludíamos? Indudablemente René Guénon tuvo razones de peso para titular a una de sus obras más importantes “El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos”.

Para algunos la solución a este problema es crear otro “tipo de humanidad” basándose en los postulados de la “inteligencia artificial” aplicada a la biología. Pueden ser millones dentro del “primer mundo” los que tengan acceso a ese “privilegio”, pues se distinguirán por una “inteligencia” muy superior a la del resto al disponer en su “cerebro” de los “ventajas” de la “inteligencia artificial”. Siempre según esos postulados, el resto de la vieja humanidad será abandonada a su suerte, y los “transhumanos” podrán colonizar otros planetas cuando este sea inhabitable. ¿Ficción o realidad? Sinceramente no creemos que entre los planes del gran Arquitecto tiene para la humanidad semejante aberración pueda tener algún sentido. Pensamos también que las posibilidades inferiores que necesariamente han de manifestarse en todo ciclo humano y cósmico ya lo han hecho en el nuestro sobradamente, o están a punto de agotarse.

¿Qué posibilidad más inferior puede haber que el surgimiento de esta pseudo-religión del “homo deus tecnológico”, que no otra cosa es el “transhumanismo”? Ese intento de “mezclar” lo humano con lo cibernético es, en efecto, la aberración más siniestra que haya podido imaginarse, pero de lograrse confirmará ese cambio de paradigma para acomodarse al nuevo “Orden Mundial”, cuya característica principal, su “sello” podríamos decir,  y lejos de esa imagen de poderío que pretende dar, será sin embargo, su extrema fragilidad. ¿No será en realidad ese “Nuevo Orden Mundial” el establecimiento definitivo del “Reino del Adversario”, del que las Escrituras dicen que tendrá un tiempo muy limitado, pero cuya misión “secreta”, será la de “perseguir” y confundir a quienes están destinados a ser las “semillas” del ciclo futuro, es decir de la próxima humanidad?

III

En nuestra conferencia sobre “El Homo Deus Tecnológico”, acudimos en un momento dado al profeta Daniel para ilustrar precisamente esa “fragilidad” sobre la que se asienta la humanidad actual. El profeta habla en un momento dado del significado de la estatua del sueño de Nabucodonosor, considerada como un símbolo de cuatro imperios (el babilonio, el persa, el griego-macedonio y el romano), pero que podemos extrapolar perfectamente a cada una de las cuatro edades del Manvantara, representadas por los mismos metales en los que estaba dividida la estatua: la Edad de Oro, la de Plata, la de Bronce y la de Hierro. La cabeza de la estatua era de oro, su pecho y brazos de plata, su vientre y muslos de bronce y sus piernas de hierro. Pero a esos cuatro metales el profeta Daniel les añade un quinto, que es más bien una mezcla de hierro y de barro, que él hace corresponder con los pies.


El "Gigante con pies de barro"

Tenemos así la imagen de un “gigante con pies de barro”, y como decimos no podía ser más adecuada para definir la naturaleza de nuestro tiempo, pues, como dice el profeta, el contenido del sueño es “lo que ha de acontecer en los postreros días”. Los versículos que se refieren a nuestra época revelan que este profeta conocía los “pensamientos secretos del destino”.

He aquí los versículos que hacen referencia a esa mezcla entre el hierro y el barro:Lo qu
e viste de los pies y los dedos, parte de barro de alfarero, parte de hierro, es que este reino será dividido; mas tendrá en sí algo de la fortaleza del hierro, aunque viste el hierro mezclado con el barro.

Y el ser los dedos parte de hierro, parte de barro, es que este reino será en parte fuerte y en parte frágil.

Viste el hierro mezclado con barro porque se mezclarán por alianzas humanas, pero no se unirán unos con otros, como no se une el hierro y el barro.

En tiempos de esos reyes, el Dios de los cielos suscitará un reino  que no será destruido jamás y que no pasará a poder de otro pueblo; destruirá y desmenuzará a todos estos reinos, mas él permanecerá por siempre.

Eso es lo que significa la piedra que viste desprenderse del monte sin ayuda de mano, que desmenuzó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El Dios grande ha dado a conocer al rey lo que ha de suceder después. El sueño es verdadero, y cierta su interpretación”. (Daniel 2: 41-45).

Cada uno de los cuatro reinos  y sus metales correspondientes, equivalentes también a las cuatro edades de la humanidad. El "quinto reino", nuestro mundo actual, está representado por los pies, hechos de "hierro y de barro".

Es indudable que estas palabras reflejan perfectamente lo que nos está pasando desde hace un tiempo, y son tan claras, por otro lado, que hasta los niños podrían entenderlas, lo cual estaría corroborando otra de las profecías acerca de los “últimos tiempos”, a saber: que hasta los niños comprenderán, que es a lo que se refería en el fondo Hesíodo cuando hablaba de que en aquellos tiempos (refiriéndose a los nuestros) los “niños nacerán con pelo encanecido”.

En la conferencia antes citada decíamos que nuestra sociedad, en efecto, “parece fuerte como el hierro (como la «todopoderosa» tecnología), pero en realidad es tan frágil como el barro, y además ambos elementos, el hierro y el barro, no se pueden mezclar: se rechazan el uno al otro, lo cual nos da a entender que es ese antagonismo radical entre las propias fuerzas que dirigen este mundo el que lo está llevando a su desintegración. En efecto, el profeta Daniel decía acerca de esas fuerzas que: “se mezclarán por alianzas humanas, pero no se unirán unos con otros, como no se une el hierro y el barro”.

Fijémonos que esto es lo que está pasando justamente con la globalización, que es como un gigante con pies de barro al que ese diminuto virus ha evidenciado su extrema fragilidad, pues las alianzas humanas, es decir la de los Estados y naciones, no están cimentadas en una verdadera unidad, que solo puede proceder del Espíritu, no simplemente de lo económico o lo comercial, que sin ese aglutinador que solo proporciona el Espíritu son fuente de egoísmo y disputas. Esto también se extrapola a las relaciones individuales y personales, que se verán “infectadas”, y  nunca mejor dicho, por el virus de la desconfianza, de ahí al paulatino “aislamiento” al que estaremos sometidos, por “necesidad”.

La “inteligencia artificial” no deja de ser también una de esas mezclas inapropiadas simbolizadas por el hierro y el barro pues la verdadera inteligencia nunca puede ser artificial, lo que demuestra que quienes han acuñado ese término desconocen que la inteligencia deriva de intellegereo sea “leer hacia dentro”, “hacia nuestro interior”, como sinónimos de comprensión de las ideas; y esta es la trampa, introducir la palabra “inteligencia” en los artefactos electrónicos para no sólo poner al mismo nivel la inteligencia humana (reflejo de la Inteligencia divina) y la “inteligencia mecánica y cuantitativa” del robot, sino en su momento llegar a superarla dando lugar al “transhumanismo” como antes dijimos, y todo ello propagado muy sutilmente por quienes vendrían a ser los “sacerdotes” de la “nueva religión”. Pero lejos de superar y de ir “más allá” de lo humano (o sea lo suprahumano), el transhumanismo es en realidad la caída en lo infrahumano, o como diría René Guénon, en las regiones más tenebrosas del inframundo.

Cuando solo se está en el dominio de la dualidad irreconciliable todo conduce inexorablemente hacia la división, la separación y finalmente a la disolución, que está representada aquí por el “barro fangoso” de los pies del coloso. En su «poder» reside, pues, su propia debilidad.

IV

De alguna manera este simbolismo de los pies de hierro y barro, nos lleva a la conclusión que ellos son un símbolo de la debilidad del ser humano. Los pies, junto con las piernas a modo de dos columnas, son los que sostienen todo nuestro cuerpo, y son también la única parte del mismo que tiene un contacto directo con el suelo, con la tierra, y por tanto los que más fácilmente se “ensucian”. De ahí que en muchas tradiciones y religiones el “lavado de los pies” sea obligatorio antes de entrar en un espacio sagrado. En cierto modo a esto se refiere igualmente el episodio del “lavado de los pies” que Cristo realiza con sus discípulos durante la Última Cena, o sea antes de que sea entregado por Judas Iscariote, la figura del traidor, y también del “elegido extraviado” que al confundir el poder terrenal con el poder del Espíritu, cayó en la trampa tendida por el Adversario.

¿Por qué Cristo lava los pies de sus discípulos, los futuros apóstoles? Justamente porque serán eso, los futuros apóstoles, pero que antes recibirán en sus corazones el descenso del fuego del Santo Espíritu durante la fiesta de Pentecostés, llevando el mensaje de la Buena Nueva al resto de la humanidad. Para todo eso tenían que estar completamente “limpios”, en cuerpo y alma, y los pies (simbolizando aquí la debilidad de lo humano) eran lo único que en ellos estaba todavía sucio.

Como ocurre con la profecía de Daniel y con bastante frecuencia en los Evangelios, este episodio del lavado de pies también es un mensaje enviado a los hombres y mujeres que vivirán en el fin de ciclo, es decir a nosotros. Fijémonos que para Cristo su ciclo humano también estaba cercano a su fin, pues poco días después sería recibido en el Reino del Padre. Por tanto él sabía muy bien, lanzando ese mensaje a sus discípulos, que solo el Espíritu es capaz de limpiar no solo el cuerpo sino el alma entera, para no estar viviendo en el “error”, y por consiguiente para resistir con la fortaleza, la prudencia, la templanza y el sentido de lo que es “justo”, las trampas del Adversario, que como decimos no solo tentará a los “llamados” sino sobre todo a los “elegidos”.

Cuando San Pablo advierte en Tesalonicenses (2: 3-4): “Que nadie en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo”.

¿Cuál sería el templo del Señor sino el propio ser humano, y más concretamente su corazón, donde simbólicamente se asienta la Ciudad Divina? La piedra que destruye al “Gigante de los pies de barro”, y que al final llega a ocupar toda la tierra, es precisamente esa Ciudad Divina, la Jesusalén Celeste. Esta será el Paraíso de la próxima humanidad, del próximo Manvantara

Si pudiéramos entender que el “fin del mundo ya fue” como dice Federico González en una de su obras, no estaríamos excesivamente preocupados por lo que nos pueda pasar todavía en este mundo, sino prepararnos interiormente para, como diría Giordano Bruno, expulsar de nuestro corazón a la Bestia que cree haber triunfado en su soberbia estupidez, y recibir en él a quien es su único y verdadero Señor. FranciscoAriza


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