¿Un Nuevo Orden Mundial? Las Consecuencias del Coronavirus según la Doctrina de los Ciclos (Texto y Vídeo)
Estas reflexiones que me
gustaría compartir con todos vosotros vienen suscitadas por aquellas que bajo
el título “El Virus Global como síntoma del Fin de Ciclo” publiqué hace apenas
veinte días. Sería por tanto como una continuación del mismo, pero aportando
nuevos datos que nos ayuden a entender mejor este acontecimiento considerándolo
desde el punto de vista de la doctrina tradicional de los ciclos, donde sin
duda se inscribe, como todo lo que está sujeto al tiempo y al espacio.
Debido a las consecuencias
desastrosas que está teniendo la expansión del coronavirus por todo el planeta,
se empieza a hablar ya, desde distintos enfoques, sobre la posibilidad de que
tras la “retirada” (que no desaparición) de este “enemigo invisible” de la
humanidad, surja una especie de “Nuevo Orden Mundial”, concepto que no es nuevo
desde luego pues se ha repetido varias veces a lo largo de la Historia, sobre
todo en los últimos tres siglos, y que de algún modo refleja la necesidad de
establecer unos nuevos parámetros sociales, políticos y económicos que pudieran
poner remedio a la grave crisis que se avecina. El caso es que la expresión
“Nuevo Orden Mundial” nos ha hecho reflexionar sobre la carga simbólica que
esta tiene en sí misma, y además considerándola dentro del contexto histórico en
el que vivimos, que es el de un fin de ciclo que afectará a la humanidad entera
y no solo a una parte de ella, es decir a una civilización determinada como
había ocurrido hasta ahora: cuando una civilización desaparecía otra venía a
sustituirla, siguiendo así el ritmo de los ciclos históricos.
Es evidente que un suceso del
calibre de esta pandemia no podemos separarla de las leyes cíclicas, las cuales
no solo ordenan el transcurso del tiempo sino que debido a que dichas leyes no
son ajenas a los mensajes enviados por “los pensamientos secretos del destino”
(como se dice en la tradición árabe), dichas leyes nos permiten entender la
naturaleza de determinados acontecimientos que ocurren dentro del propio ciclo
en cuestión, en este caso el nuestro. Además, es innegable que este coronavirus
tiene un componente simbólico que refleja aspectos y elementos que son propios
de nuestra época, pero en los que podemos encontrar ciertas analogías con los
de otros momentos históricos, como tuvimos ocasión de destacar en el artículo
citado sobre el “Virus Global”.
Dice
Platón en el Timeo que todo lo que ocurre en el mundo ha de tener algún
motivo, o alguna razón, para que suceda. Es una forma de decir que nada escapa
a los designios de la Providencia. ¿Cuál sería entonces la razón del
coronavirus, o de las epidemias y las plagas en general? Lo que sí podemos decir
sin temor a equivocarnos es que estas muchas veces han marcado cambios de época
muy notables, o han supuesto un antes y un después en las sociedades humanas, modificando
hábitos, formas de vida, etc. Recordemos, por ejemplo, las plagas bíblicas. Muchas
veces, estas contribuyen a poner fin a un período histórico en franca
decadencia, como pasó en la Edad Media en Europa con la devastadora “peste
negra” a mediados del sivlo XIV, venida también de Asia, como el coronavirus.
Lo que decimos está basado en
el estudio ponderado de la doctrina tradicional de los ciclos, o Ciclología, que
trata de la estructura del tiempo considerado como un organismo vivo que muere
y renace perennemente, sin solución de continuidad. En este sentido, un fin de
ciclo es el fin de ese ciclo, que en
nuestro caso será también el fin de esta
humanidad, pero no de la humanidad,
como tampoco lo será del mundo, sino de este
mundo. El descenso de la Jerusalén Celeste anunciado por San Juan traerá con
ella un “nuevo mundo” y por tanto un “nuevo tiempo” nacerá con él para alumbrar
una nueva y virginal humanidad (o sea un nuevo Manvantara), cobijada en una “nueva Tierra” y bajo un “nuevo Cielo”.
Por eso mismo, es a nosotros, a
los hijos de este tiempo actual, a
quienes nos corresponde escrutar en esos “pensamientos secretos del destino”, y
buscar en ellos lo que es conforme al Dharma
o Ley de la Armonía Universal, pues al hacerlo estaremos ejerciendo un “acto de
justicia” con nosotros y con nuestros
semejantes, según la máxima evangélica que nos impele a explorar los “signos”
que revelan la naturaleza del tiempo con estas palabras: “¿cómo no exploráis el
tiempo presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?”
(Lucas 12, 54-59).
Porque es indudable que estas
palabras del Cristo dirigidas a sus discípulos, comprometen igualmente a todos
aquellos que han bebido de esa fuente tradicional, pero también de otras,
actuales y pretéritas, pues todas ellas manan y han manado de una sola fuente, la
Tradición Primigenia, que es la única que ha permanecido inalterable desde el comienzo
hasta el fin del Manvantara y a
través de las distintas edades que lo han conformado, sintetizadas en cuatro
según una lectura de las leyes cíclicas: la edad de oro, la de plata, la de
bronce y la de hierro, o sea del más “luminoso” hasta el más “oscuro” y
“herrumbroso” de los metales, lo cual nos muestra también una “degradación” en
la calidad espiritual en cada una de esas edades, y por tanto en las sociedades
humanas que han existido dentro de ellas.
Asimismo, esa degradación
indica un alejamiento cada vez mayor de la ley del Dharma, lo cual no ocurría en esa primera edad áurea, donde toda la
humanidad (simbolizada por Adán y Eva en la mitología judeo-cristiana) vivía de
acuerdo con su Principio. Además, el tiempo no transcurría, o mejor dicho, no
existía en la conciencia del ser humano la percepción de ese “transcurrir”, con
lo cual el tiempo y el espacio eran una sola cosa, de ahí que el mundo fuese
contemplado y vivido como un todo unitario, donde el Cielo era inseparable de
la Tierra, y la Tierra del Cielo. Por esa misma razón tampoco había “historia” en
aquel tiempo de los orígenes. Se vivía en un “presente reiterado” y por tanto
no había nada que “recordar” ni tampoco proyecciones hacia un hipotético futuro.
La “presencia” del Principio abarcaba todas las facetas de la existencia y un
lazo auténticamente solidario se mantenía entre todos los seres de la Creación.
La conocida frase de que los “pueblos felices no tienen historia” convenía
perfectamente al estado espiritual de nuestros ancestros primordiales, que
desde luego nada tienen que ver con unos primates como piensa todavía una
antropología que aún no ha abandonado los postulados decimonónicos del
materalista siglo XIX. Pero esta es otra cuestión en la que no vamos a entrar
ahora naturalmente.
La memoria de aquel tiempo y de
aquel estado espiritual quedó fijada en los símbolos y mitos cosmogónicos de
todos los pueblos de la tierra. La enorme fuerza evocadora de los mitos
creacionales y los esquemas simbólicos geométricos y figurativos, nos permiten
despertar a esas realidades que permanecen dormidas o latentes en nuestro
interior. Esa posibilidad siempre está en y con nosotros, y en cualquier
momento puede ser actualizada. Muchas veces hemos acudido a esta frase de
Federico González: “la revelación es coetánea con el tiempo”, porque hay en
ella, en su síntesis magistral, esa fuerza evocara del símbolo, que también
puede expresarse oralmente, y eso es el mito precisamente: contiene un misterio
y simultáneamente es capaz de revelarlo, siempre y cuando su eco reverbere en
nuestra alma y esta sea capaz de recibirlo. Y esto es también la Tradición,
idéntica a transmisión y por consiguiente a recepción. No hay mensaje sin
receptor. Se transmite una idea porque esta puede ser recibida, y esto es, en el
fondo, lo que ha permitido que la memoria de aquella Edad de Oro, de aquella
humanidad primigenia, continúe estando viva a través de una cadena, llamada áurea
porque su origen espiritual se remite precisamente a esta Edad de Oro, así como
en todos aquellos que efectivamente han recibido el depósito de su Sabiduría y
de su Ciencia Sagrada.
Así pues, si la revelación de
esa Sabiduría es coetánea con el tiempo, también lo es con el nuestro, a pesar
de las enormes dificultades y las adversidades con que se enfrentan quienes son
llamados a recibirla, los cuales han de perseverar hasta el fin como se dice en
los Evangelios, o sea hasta que por la fuerza de su voluntad y la gracia de los
dioses (o del Señor), puedan abrir una “fisura” en el tiempo ordinario y acceder
a esos ámbitos de su conciencia donde serán otras las influencias y otras las
voces que podrán oírse, y que reconocerán como las suyas propias, tal cual sus
progenitores míticos las oían en la Edad de Oro, en ese in illlo tempore, cuando la “caja de Pandora” permanecía
herméticamente cerrada y el mal no había penetrado aún en el mundo.
II
Por definición, el desarrollo
cíclico representa un alejamiento paulatino de ese estado original, de ese in illo tempore o “principio de los
tiempos”, o sea que la velocidad es proporcional al alejamiento del mismo, pero
es en la última de esas cuatro edades, en la Edad de Hierro (equivalente al Kali-yuga hindú o “Edad Sombría”) cuando
el tiempo transcurre con más velocidad precisamente porque ese alejamiento es
mayor que nunca. Pero se da la circunstancia de que nuestra época está al final
de la Edad de Hierro, de ahí la sensación de inestabilidad creciente con que
transcurre nuestra vida cotidiana. No es casual por tanto que la aparición del “coronavirus” acentúe aún más
dicha sensación, que en ocasiones se hace angustiosa. La impresión de “no tener
tiempo” para casi nada es común a casi todo el género humano en la actualidad.
Vivimos en una vorágine, en un torbellino, que se ha acentuado con la aparición
de esta pandemia mundial, la primera que se conoce en la historia a este nivel global.
La necesidad de comunicarnos
con nuestros semejantes nos es inherente, forma parte de nuestra identidad como
seres humanos, pero la imagen de estar todos en nuestro cuarto comunicándonos
entre sí a través de la pantalla del ordenador y protegiéndonos de un “enemigo
invisible” y mortífero, es quizá un símbolo de lo que va a ser nuestra “aldea
global” en un futuro muy próximo: lo más parecido a una colmena, y a nosotros en una suerte de solícitas y
trabajadoras abejas colonizadas por la “inteligencia artificial”, que
indudablemente nos está ayudando a pasar estos momentos de desolación
colectiva, pero como nada es gratis en este mundo, nos pasará la factura
imponiéndose como una necesidad que todos acabaremos aceptando por la propia
lógica de un proceso inevitable, que es lo más parecido a aquello que los
antiguos llamaban fatum, que quiere
decir destino, pero que en uno de sus sentidos también significa algo que es ineludible, necesario y fatal, diametralmente opuesto a aquella otra necesidad que nos empuja a la búsqueda del conocimiento, la verdad y la libertad.
Las Moiras, diosas de la fatalidad, lo inevitable y lo ineludible
Acabaremos aceptando la
necesidad de la “inteligencia artificial” más allá de lo meramente instrumental,
o sea como una herramienta que podemos manejar según nuestros criterios
personales, para acabar convirtiéndose en el nuevo paradigma. La “inteligencia
artificial” y la robótica en general, será, lo es ya de hecho, el nuevo paradigma:
de ser una imitación de los mecanismos asociativos de la mente humana, acabará siendo
una forma ”perfecccionada” de esta, pero perfeccionada a un nivel cuantitativo
y mecanicista, pero no cualitativo, entre otras cosas porque es imposible, pues
es entrar en el ámbito estrictamente espiritual que le está completamente
vedado a la ciencia experimental tal cual se practica hoy en día. Sin duda a
todo ello contribuirá la nueva “generación” de dispositivos electrónicos que
están por llegar, lo que indudablemente traerá consigo el establecimiento
definitivo de la “civilización digital”, que lejos de ser esa “utopía” y ese
“mundo feliz” que muchos se imaginan, estará caracterizada por esa inseguridad (en
todos los sentidos, social, económico, moral, espiritual), que el coronavirus habrá
incubado en todos nosotros. El virus pasará, pero sus efectos marcarán nuestras
relaciones al aislarnos aún más de nuestros semejantes, a los que veremos como potenciales
transmisores de cualquier otro tipo de contagio viral que pueda aparecer en un
futuro cercano, lo que es bastante probable viendo el ritmo de sus periódicas
apariciones durante los últimos cien años, o durante los veinte años que
llevamos desde que comenzó el siglo XXI.
Como consecuencia de ello se
intentará conseguir el mayor control posible sobre nuestras vidas con el
pretexto de la “seguridad”, y ante esta realidad posible es inevitable pensar
en el “Gran Hermano protector” y en “la policía del pensamiento” de que hablaba
Georges Orwell en su famosa novela “1984”, la cual ha sido considerada un
ejemplo de lo que es una distopía. Naturalmente todos esos mecanismos de
“control” serán mucho más sofisticos y menos “soviéticos” que en la novela de
Orwell, como corresponderá, por otro lado a una “inteligencia artificial” que
estará imbricada con la “mecánica cuántica” y el sistema neuronal humano. No es
por casualidad que una de las palabras que se han puesto de moda hoy en día es
justamente la de “distopía”, que es lo contrario a “utopía”, que siempre ha
sido tomada como la definición de una sociedad ideal, donde imperan el bien y
la justicia, o sea todo aquello que no es la “distopía”: una sociedad futura caracterizada
por la deshumanización y la alienación moral y psíquica. ¿Será esa distopía el
“Nuevo Orden Mundial” anunciado?
Nosotros pensamos que el
coronavirus ha venido a crear un “caldo de cultivo” propicio para certificar y
dar carta de naturaleza a una realidad que muchos no nos creíamos por estar
demasiado dormidos soñando con esas fantasías del “progreso indefinido”. Pero un
mundo que ha de estar creciendo constantemente para sobrevivir lleva
inevitablemente, tarde o temprano, a su colapso. Ese colapso se ha dado a lo
largo de la historia a un nivel menor pues ha afectado a ciertas
civilizaciones, que cuanto mayor ha sido su expansión más cercanas estaban de
su fin. En el caso de la humanidad actual, considerada ya como una sola
“civilización global” auspiciada por la “revolución digital”, las razones de
ese crecimiento son debidas sobre todo al aumento cuantitativo de la población
mundial que se produce en gran medida por el sedentarismo y el nacimiento de
las grandes urbes, un crecimiento que es exponencial por su propia lógica
cuantitativa, lo cual ha conducido a una sobreexplotación de los recursos del
planeta, acompañado de otros excesos como la polución, la desforestación, etc.,
etc. En este punto muchos nos preguntamos si este virus, así como los
anteriores y los futuros, no es una reacción de la propia naturaleza frente a ese
impulso depredador de la civilización moderna desde que esta surgió hace unos
cuantos siglos.
Fijémonos que la propagación de las plagas y las
epidemias víricas han sido una constante regular desde el siglo XVII hasta el
siglo XXI, precisamente desde el comienzo de la “revolución industrial” hasta
hoy. En cuatro siglos se han producido el doble de plagas que en los quince
anteriores ¿Tiene esto remedio, o bien por el contrario estamos entre la espada
y la pared, o sea ante algo inevitable, ante ese fatum al que nos referíamos anteriormente?, pues, ¿como puede
detenerse el crecimiento demográfico, que es el verdadero y genuino problema de
nuestro tiempo, y el que nos está llevando a ese colapso al que aludíamos? Indudablemente
René Guénon tuvo razones de peso para titular a una de sus obras más importantes
“El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos”.
Para algunos la solución a este
problema es crear otro “tipo de humanidad” basándose en los postulados de la “inteligencia
artificial” aplicada a la biología. Pueden ser millones dentro del “primer
mundo” los que tengan acceso a ese “privilegio”, pues se distinguirán por una
“inteligencia” muy superior a la del resto al disponer en su “cerebro” de los
“ventajas” de la “inteligencia artificial”. Siempre según esos postulados, el
resto de la vieja humanidad será abandonada a su suerte, y los “transhumanos”
podrán colonizar otros planetas cuando este sea inhabitable. ¿Ficción o
realidad? Sinceramente no creemos que entre los planes del gran Arquitecto
tiene para la humanidad semejante aberración pueda tener algún sentido.
Pensamos también que las posibilidades inferiores que necesariamente han de
manifestarse en todo ciclo humano y cósmico ya lo han hecho en el nuestro
sobradamente, o están a punto de agotarse.
¿Qué posibilidad más inferior
puede haber que el surgimiento de esta pseudo-religión del “homo deus
tecnológico”, que no otra cosa es el “transhumanismo”? Ese intento de “mezclar”
lo humano con lo cibernético es, en efecto, la aberración más siniestra que
haya podido imaginarse, pero de lograrse confirmará ese cambio de paradigma para
acomodarse al nuevo “Orden Mundial”, cuya característica principal, su “sello”
podríamos decir, y lejos de esa imagen
de poderío que pretende dar, será sin embargo, su extrema fragilidad. ¿No será
en realidad ese “Nuevo Orden Mundial” el establecimiento definitivo del “Reino
del Adversario”, del que las Escrituras dicen que tendrá un tiempo muy
limitado, pero cuya misión “secreta”, será la de “perseguir” y confundir a
quienes están destinados a ser las “semillas” del ciclo futuro, es decir de la
próxima humanidad?
III
En nuestra conferencia sobre
“El Homo Deus Tecnológico”, acudimos
en un momento dado al profeta Daniel para ilustrar precisamente esa “fragilidad”
sobre la que se asienta la humanidad actual. El profeta habla en un momento dado
del significado de la estatua del sueño de Nabucodonosor, considerada como un
símbolo de cuatro imperios (el babilonio, el persa, el griego-macedonio y el
romano), pero que podemos extrapolar perfectamente a cada una de las cuatro
edades del Manvantara, representadas
por los mismos metales en los que estaba dividida la estatua: la Edad de Oro, la
de Plata, la de Bronce y la de Hierro. La cabeza de la estatua era de oro, su
pecho y brazos de plata, su vientre y muslos de bronce y sus piernas de hierro.
Pero a esos cuatro metales el profeta Daniel les añade un quinto, que es más
bien una mezcla de hierro y de barro, que él hace corresponder con los pies.
El "Gigante con pies de barro"
Tenemos así la imagen de un
“gigante con pies de barro”, y como decimos no podía ser más adecuada para definir
la naturaleza de nuestro tiempo, pues, como dice el profeta, el contenido del
sueño es “lo que ha de acontecer en los postreros días”. Los versículos que se
refieren a nuestra época revelan que este profeta conocía los “pensamientos
secretos del destino”.
He aquí los versículos que
hacen referencia a esa mezcla entre el hierro y el barro:“Lo
qu
e viste de los pies y los dedos, parte de barro de alfarero, parte de hierro,
es que este reino será dividido; mas tendrá en sí algo de la fortaleza del
hierro, aunque viste el hierro mezclado con el barro.
Y
el ser los dedos parte de hierro, parte de barro, es que este reino será en
parte fuerte y en parte frágil.
Viste
el hierro mezclado con barro porque se mezclarán por alianzas humanas, pero no
se unirán unos con otros, como no se une el hierro y el barro.
En tiempos de esos reyes, el Dios de los cielos suscitará un reino que no será destruido jamás y que no pasará
a poder de otro pueblo; destruirá y desmenuzará a todos estos reinos, mas él
permanecerá por siempre.
Eso es lo que significa la piedra que viste desprenderse del monte sin ayuda
de mano, que desmenuzó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El Dios
grande ha dado a conocer al rey lo que ha de suceder después. El sueño es
verdadero, y cierta su interpretación”. (Daniel 2: 41-45).
Cada uno de los cuatro reinos y sus metales correspondientes, equivalentes también a las cuatro edades de la humanidad. El "quinto reino", nuestro mundo actual, está representado por los pies, hechos de "hierro y de barro".
Es indudable que estas palabras reflejan perfectamente lo que nos está pasando desde hace un tiempo, y son tan claras, por otro lado, que hasta los niños podrían entenderlas, lo cual estaría corroborando otra de las profecías acerca de los “últimos tiempos”, a saber: que hasta los niños comprenderán, que es a lo que se refería en el fondo Hesíodo cuando hablaba de que en aquellos tiempos (refiriéndose a los nuestros) los “niños nacerán con pelo encanecido”.
En la
conferencia antes citada decíamos que nuestra sociedad, en efecto, “parece fuerte
como el hierro (como la «todopoderosa» tecnología), pero en realidad es tan
frágil como el barro, y además ambos elementos, el hierro y el barro, no se
pueden mezclar: se rechazan el uno al otro, lo cual nos da a entender que es
ese antagonismo radical entre las propias fuerzas que dirigen este mundo el que lo está
llevando a su desintegración. En efecto, el profeta Daniel decía acerca de esas
fuerzas que: “se
mezclarán por alianzas humanas, pero no se unirán unos con otros, como no se
une el hierro y el barro”.
Fijémonos que esto es lo que
está pasando justamente con la globalización, que es como un gigante con pies
de barro al que ese diminuto virus ha evidenciado su extrema fragilidad, pues
las alianzas humanas, es decir la de los Estados y naciones, no están
cimentadas en una verdadera unidad, que solo puede proceder del Espíritu, no simplemente
de lo económico o lo comercial, que sin ese aglutinador que solo proporciona el
Espíritu son fuente de egoísmo y disputas. Esto también se extrapola a las
relaciones individuales y personales, que se verán “infectadas”, y nunca mejor dicho, por el virus de la
desconfianza, de ahí al paulatino “aislamiento” al que estaremos sometidos, por
“necesidad”.
La “inteligencia artificial” no
deja de ser también una de esas mezclas inapropiadas simbolizadas por el hierro
y el barro pues la verdadera inteligencia nunca puede ser artificial, lo que
demuestra que quienes han acuñado ese término desconocen que la inteligencia
deriva de intellegere, o sea “leer hacia dentro”,
“hacia nuestro interior”, como sinónimos de comprensión de las ideas; y esta es
la trampa, introducir la palabra “inteligencia” en los artefactos electrónicos
para no sólo poner al mismo nivel la inteligencia humana (reflejo de la
Inteligencia divina) y la “inteligencia mecánica y cuantitativa” del robot,
sino en su momento llegar a superarla dando lugar al “transhumanismo” como
antes dijimos, y todo ello propagado muy sutilmente por quienes vendrían a ser
los “sacerdotes” de la “nueva religión”. Pero lejos de superar y de ir “más
allá” de lo humano (o sea lo suprahumano), el transhumanismo es en realidad la
caída en lo infrahumano, o como diría René Guénon, en las regiones más
tenebrosas del inframundo.
Cuando solo se
está en el dominio de la dualidad irreconciliable todo conduce inexorablemente
hacia la división, la separación y finalmente a la disolución, que está
representada aquí por el “barro fangoso” de los pies del coloso. En su «poder»
reside, pues, su propia debilidad.
IV
De alguna manera este
simbolismo de los pies de hierro y barro, nos lleva a la conclusión que ellos
son un símbolo de la debilidad del ser humano. Los pies, junto con las piernas
a modo de dos columnas, son los que sostienen todo nuestro cuerpo, y son
también la única parte del mismo que tiene un contacto directo con el suelo,
con la tierra, y por tanto los que más fácilmente se “ensucian”. De ahí que en
muchas tradiciones y religiones el “lavado de los pies” sea obligatorio antes
de entrar en un espacio sagrado. En cierto modo a esto se refiere igualmente el
episodio del “lavado de los pies” que Cristo realiza con sus discípulos durante
la Última Cena, o sea antes de que sea entregado por Judas Iscariote, la figura
del traidor, y también del “elegido extraviado” que al confundir el poder
terrenal con el poder del Espíritu, cayó en la trampa tendida por el Adversario.
¿Por qué Cristo lava los pies
de sus discípulos, los futuros apóstoles? Justamente porque serán eso, los
futuros apóstoles, pero que antes recibirán en sus corazones el descenso del
fuego del Santo Espíritu durante la fiesta de Pentecostés, llevando el mensaje
de la Buena Nueva al resto de la humanidad. Para todo eso tenían que estar completamente
“limpios”, en cuerpo y alma, y los pies (simbolizando aquí la debilidad de lo
humano) eran lo único que en ellos estaba todavía sucio.
Como ocurre con la profecía de
Daniel y con bastante frecuencia en los Evangelios, este episodio del lavado de
pies también es un mensaje enviado a los hombres y mujeres que vivirán en el
fin de ciclo, es decir a nosotros. Fijémonos que para Cristo su ciclo humano
también estaba cercano a su fin, pues poco días después sería recibido en el
Reino del Padre. Por tanto él sabía muy bien, lanzando ese mensaje a sus
discípulos, que solo el Espíritu es capaz de limpiar no solo el cuerpo sino el
alma entera, para no estar viviendo en el “error”, y por consiguiente para
resistir con la fortaleza, la prudencia, la templanza y el sentido de lo que es
“justo”, las trampas del Adversario, que como decimos no solo tentará a los
“llamados” sino sobre todo a los “elegidos”.
Cuando San Pablo advierte en
Tesalonicenses (2: 3-4): “Que
nadie en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse
el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza
contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de
Dios y proclamarse dios a sí mismo”.
¿Cuál sería el templo del Señor
sino el propio ser humano, y más concretamente su corazón, donde simbólicamente
se asienta la Ciudad Divina? La piedra que destruye al “Gigante
de los pies de barro”, y que al final llega a ocupar toda la tierra, es
precisamente esa Ciudad Divina, la Jesusalén Celeste. Esta será el Paraíso de
la próxima humanidad, del próximo Manvantara.
Si pudiéramos entender que el “fin del mundo ya fue” como dice Federico
González en una de su obras, no estaríamos excesivamente preocupados por lo que
nos pueda pasar todavía en este
mundo, sino prepararnos interiormente para, como diría Giordano Bruno, expulsar
de nuestro corazón a la Bestia que cree haber triunfado en su soberbia
estupidez, y recibir en él a quien es su único y verdadero Señor. FranciscoAriza
Gostei TFA.
ResponderEliminarMuchas gracias. TAF:.
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