Sobre el Simbolismo del Primer Cielo en "La Divina Comedia" de Dante
En la cosmogonía contenida en La Divina Comedia y en este caso más concretamente en la tercera parte de la misma (el Paraíso), Dante describe con todo detalle sus estadías en cada uno de los nueve cielos, estrechamente vinculados con la jerarquía angélica, compuesta de tres veces tres órdenes de ángeles lo que da un total de nueve (de abajo arriba: Ángeles, Arcángeles, Principados, Potestades, Virtudes, Dominaciones, Tronos, Querubines y Serafines), de tal modo que cada cielo tiene como regente a una de esas entidades divinas. Es sabido que el conocimiento teórico de Dante acerca de estos cielos tiene varias fuentes, entre ellas la tradición patrística, pero especialmente Dionisio Areopagita (siglos V y VI), que fue el primero en describir esa jerarquía en su obra La Jerarquía Celeste, sin la cual la Summa Teológica de Tomás de Aquino no hubiera existido, por poner un ejemplo entre muchos acerca de la enorme influencia que esta obra (junto a Los Nombres Divinos del mismo Areopagita) tuvo en la flor y nata de la espiritualidad cristiana a lo largo de los siglos, que se abrió a los ámbitos de la metafísica gracias a ellas y a otra obra suya capital: Teología Mística, donde expone la doctrina de las “tinieblas más que luminosas”, fundamental para entender la idea del “Dios Oculto”, y asimismo de la “docta ignorancia”, que desarrollará Nicolás de Cusa al comienzo del Renacimiento. Pero el Areopagita es deudor sobre todo del platónico Proclo (contemporáneo suyo), del que extraerá la estructura triádica de la jerarquía celeste, que siglos más tarde veremos reflejada también en la estructura del Árbol de la Vida cabalístico.
Los siete primeros cielos se corresponden con las esferas planetarias, mientras que el octavo y el noveno se corresponden a su vez con el Cielo de las Estrellas Fijas y el Cielo del Primer Móvil (o “Cielo Cristalino”), antesala del Empíreo, palabra que significa “ígneo”, en referencia al “fuego espiritual” que allí habita y que envuelve a la totalidad de los cielos y al conjunto de la Creación. Pero en este breve escrito vamos a centrarnos sobre todo en el Cielo de la Luna, que es el primero de todos partiendo de la Tierra, la que Dante comienza a abandonar en su “viaje estelar” desde el momento en que alcanza la cima del Purgatorio y penetra en el Jardín del Edén (o Paraíso terrestre), donde tras beber de las aguas del río Eunoé recupera la memoria perdida de su origen celeste. Se trata de una alusión velada a la doctrina platónica de la reminiscencia, o del "recuerdo de sí", el que le permite conocer la verdadera naturaleza del ser humano, revelada en su estado primordial, que es sin mácula.
Pero antes ha tenido que hacer un intenso trabajo consigo mismo, vivido como una purificación alquímica a través de su viaje por el laberinto de la psique individual (que comprende la totalidad del mundo de Yetsirah en el Árbol de la Vida cabalístico), que es el tema de las dos primeras partes de La Divina Comedia, el Infierno y el Purgatorio. Pero sobre todo el acceso al centro del estado humano le ha hecho comprender esa grandeza de la que Pico de la Mirándola hizo estandarte dos siglos más tarde al asegurar que es gracias a su dignidad o nobleza interior (fruto de su origen divino) que el ser humano puede asimilar todo aquello que le es desconocido, asimilación que es identidad con el misterio de la creación y al mismo tiempo con el misterio de lo no-creado o inmanifestado. Está claro que hay un antes y un después en la vida humana una vez se alcanza la cima de la montaña de nuestro purgatorio particular, que aún está en la tierra, pero en la cúspide de ella, tocando el Primer Cielo, donde se abre una puerta (la Janua Coeli), que da acceso a los estados supraindividuales, o suprahumanos. Son los estados que Dante irá relatando en su viaje vertical por las esferas celestes. Son también los Cielos que conforman el mundo de Beriyah (o Alma superior) del Árbol cabalístico.
Por eso mismo la llegada al Paraíso terrestre no es para Dante el fin de su proceso iniciático, sino el comienzo de otra etapa, o etapas, que le conducirán “más allá” de la individualidad, o sea al conocimiento y encarnación de sus estados supraindividuales, quienes lo portarán al centro del ser total, al Paraíso Celeste, simbolizado por el Empíreo, la morada del Padre y de los bienaventurados. Recordemos que la doctrina metafísica de los estados múltiples afirma que el ser es humano en uno de sus estados (en el que estamos actualmente), pero que contiene en potencia todos los demás, los inferiores y los superiores. Y aunque el proceso iniciático trata sobre todo del desarrollo de estos últimos, de los estados superiores, esto no quiere decir que los estados inferiores no participen de dicho proceso. Tengamos en cuenta que si bien Dante, a partir de la salida del Infierno, describe su viaje por el monte del Purgatorio según un sentido vertical ascendente, en realidad el ascenso y el descenso es continuo durante esa parte del camino en la que el ser aún no ha salido de sus estados individuales, corriendo así el peligro de quedar anquilosado o petrificado en uno de esos estados, que se viven también como una especie de "nudos" psicológicos, de ahí la necesidad de disolverlos, o desanudarlos. Si los estados de conciencia individual están representados por determinados metales, estos pueden adquirir impurezas que solo pueden ser limpiadas por ciertas substancias corrosivas, también llamadas venenos en la Alquimia. Uno de esas substancias es el Vitriol, que es asimismo un acróstico cuyas siglas nos sugieren visitar el mundo subterráneo, o inframundo, para rectificar (léase purificar) nuestro rumbo equivocado, y poder así encontrar esa "piedra oculta" filosofal con la que poder "fijar" en la conciencia los estados superiores.
II
Centrándonos ya en el Primer Cielo, el de la Luna, él está regido por las entidades que pertenecen a la escala más inferior de la jerarquía celeste, es decir por los ángeles. Ellos son los que lo “mueven”, o sea quienes lo dotan de vida al insuflarles su espíritu. Como todos sabemos la palabra ángel quiere decir “mensajero”, pero mensajero del Espíritu en los diferentes modos de expresión de la vida terrestre, compuesta por el conjunto de la naturaleza y el hombre. El ángel es el mensajero de la vida celeste y su misión es religarla con la existencia del hombre en la tierra o sea re-unir y armonizar lo superior y lo inferior, de tal manera que lo inferior ascienda hacia lo superior, y lo superior descienda en lo inferior. En realidad mensajeros son, de un modo u otro, casi todas las criaturas que integran los distintos órdenes celestes, pero los ángeles propiamente dichos son los mensajeros más próximos al ser humano, como la Luna es el astro más próximo a la Tierra. En efecto, estas entidades se comunican a través de “destellos” y “resplandores” que irrumpen con fuerza en el alma humana alumbrando espacios de la conciencia desconocidos hasta entonces, o sea abriendo las “puertas de la percepción” a las realidades más profundas y elevadas.
Como antes hemos indicado el Primer Cielo se toma como base para ascender a los restantes Cielos (los planetarios y los supra-planetarios), que son los que representan verdaderamente los estados superiores. Y aquí podríamos añadir, utilizando la terminología hindú de los tres gunas (las energías cósmicas que determinan las tendencias y cualidades de todos los seres manifestados), que las dos vías iniciáticas que caracterizan a las naturalezas “rajásicas” (o sea la vía artesanal y la vía del guerrero, el karma-marga y el bhakti-marga, respectivamente) han de ser transmutadas en la naturaleza de sattwa, que es la que posibilita la entrada en el jnâni-marga, la “vía del conocimiento”, unificada en ese Árbol-Eje plantado en el centro del corazón humano.[1] No olvidemos que en la misma tradición hindú el estado primordial (edénico) está bajo la influencia absoluta de sattwa, por eso mismo la Edad cíclica que le corresponde se denomina Satya-yuga, la “Edad de la Verdad”, idéntica a la Edad de Oro descrita por Hesíodo.
La transmutación a la que nos referimos es, en
definitiva, la consecuencia del sacrificio del “libre albedrío” en beneficio de su entrega a la Voluntad del Cielo. El libre albedrío es el mayor
tesoro otorgado por Dios al hombre, como afirma Virgilio cuando se despide
definitivamente de Dante momentos antes de que este “entre” en el Paraíso
terrestre:
“No
esperes ya que pueda aconsejarte: / Tu sano juicio tu albedrío abona, / Y debes
por ti mismo gobernarte / "Pues te enmitro y te pongo la corona."
(Purgatorio canto XXVII, 141-142).
Veamos a continuación los siguientes versos de Dante que, estando este aún en el Primer Cielo, exhortan a la necesidad de entregar precisamente nuestro libre albedrío, sabiendo por Beatriz que sin ese sacrificio no podrán acceder al Cielo de Mercurio, regido por los Arcángeles, los "jefes de los ángeles":
“El don mayor que Dios en su largueza / nos
otorgó al crearnos –a su benigno / corazón el más grato, su grandeza / el más conforme- fue el del
albedrío, / que los seres que él hizo inteligentes / gozan ellos no más, en
señorío. / Ahora el valor verás, si paras mientes / de un voto en que se cumpla
en modo exacto / que Dios consienta cuando tu consientes; / que al cerrar entre
Dios y el hombre el pacto, / éste a Aquel sacrifica tal tesoro / de libertad,
cual digo, en ese su acto. / ¿Qué puede darse a cambio sin desdoro? / Es
cambiar a capricho una promesa / trampear mal dinero por buen oro”. (Paraíso, canto V: 16-31).
Las palabras que se dirigen mutuamente
Beatriz y Dante creemos que van en este sentido:
“Eleva
la mente agradecido, pues Dios nos trajo a la primera estrella.”
Esa estrella es el Primer Cielo, y a continuación Dante
le responde acerca de la naturaleza de este:
“Me
creí de una nube circuido / lúcida, espesa, sólida y pulida / como un diamante
por el sol herido. / La perla eterna [la Luna] nos brindó acogida / dentro de
sí, como agua que recibe / rayo de luz permaneciendo unida / De ir yo en
cuerpo, y aquí no se concibe / cómo un cuerpo con otro no tropieza / cuando
ambos se penetran inclusive, / ¡cómo no ansiar con tanta más viveza / ver esa
esencia en la que unirse vemos / la humana y divinal naturaleza!” (Paraíso II, 28-40).
El libre albedrío es la voluntad de poder elegir
nuestro destino, y a veces esa elección se tiene que tomar frente a los dos caminos
que se nos presentan muchas veces en las encrucijadas de la vida, como se les presentó a Heracles-Hércules cuando
tuvo que elegir entre las dos figuras femeninas que representaban la virtud y
el vicio. Son las mismas figuras que aparecen en el arcano VI del Tarot, El Enamorado, una
de las cuales (la virtud) señala su corazón (el hombre interior), mientras que la
otra toca sus partes más superficiales (el hombre exterior). Dante eligió su
destino encomendándose a Beatriz (la Madonna Inteligencia), quien le guiaría durante
el viaje celeste tras cumplir plenamente como ser humano, estableciéndose definitivamente en el estado primordial, al que vuelve a describir en su libro sobre la Monarquía como:
“la
imagen de la felicidad plena que logramos en la vida con el libre desarrollo de
nuestros propios talentos”.[3]
Es evidente que la palabra talentos (o cualidades)
está puesta aquí por Dante con toda intención, pues ella evoca inmediatamente la famosa
“parábola de los talentos” (Mateo 25:14-30), en la que Jesús exhorta a sus
discípulos a no enterrarlos bajo de tierra, sino a multiplicarlos, es decir a
desarrollar todas las posibilidades que contienen, pues sólo así podrán entrar
“en el gozo de su Señor”.
Y ha sido justamente por ese libre albedrío que el
“noble viajero” ha elegido su destino, que no es otro que entregar su
libertad individual a la Gracia del Señor, sin buscar nada a cambio, o lo que
es lo mismo: sin “trampear mal dinero por buen oro”. El neoplatónico San Agustín habla en estos términos
del sentido de este albedrío:
“La libertad consiste, precisamente, en este poder
de usar bien el libre arbitrio. La posibilidad de hacer el mal es inseparable
del libre arbitrio, pero poder no hacerlo es la contraseña de la libertad, y
hallarse confirmado en la gracia hasta el punto de ya no poder hacer el mal es
el grado supremo de la libertad. El hombre que se encuentra dominado más
plenamente por la gracia de Cristo es, pues, el más libre: libertas vera est Christo servire.”
Resuenan aquí las palabras recogidas por varios
evangelistas:
“Porque todo el que quiera salvar su vida, la
perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué
aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué
recompensa dará el hombre por su alma?”
Cristo como encarnación del Verbo y del Hombre Universal, y por tanto no privativo de una sola confesión religiosa por su misma condición de Avatara, palabra sánscrita que quiere decir “Descenso de la Estrella”. Además, de sí mismo afirmó: “Yo soy la Puerta”, y también: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14: 6).
Dante, al final de su estadía en el Primer Cielo
expresa esta realidad bajo la siguiente forma poética que rebosa de claridad
meridiana:
"Veo que el intelecto no se sacia / Si la
verdad por siempre no lo ilustra, / Y que solo en sus ámbitos se espacia”. (Paraíso, canto IV: 126).
El intelecto humano, como el amor y todas las
cualidades, talentos y virtudes inherentes a nuestro ser, encuentra su
desarrollo pleno (“solo en sus ámbitos se espacia”) bajo la luz diamantina de
la Verdad, que como dijo también San Juan es lo único que nos “hará libres". Francico Ariza
A 27-12-2020,
en la festividad de San Juan Evangelista, patrón de la Masonería.
https://www.franciscoariza.com/
[1] Los tres gunas son sattwa, rajas y tamas. El primero
se relaciona con la tendencia ascendente hacia el conocimiento de los estados
supraindividuales, ontológicos y metafísicos; el segundo, rajas, se relaciona con la tendencia expansiva de las cualidades inherentes a la individualidad
humana como tal: y el tercero, tamas,
representa la atracción hacia los estados infrahumanos, caracterizados por la
oscuridad y el caos, y que en un cierto sentido se relaciona con el mundo profano.
[2] Según otra traducción este último párrafo queda así: “sobre ti te doy, pues, corona y mitra”. Se trata de la corona del poder temporal y de la mitra de la autoridad espiritual. Dante penetra en el Edén como un hijo de la Tierra y del Cielo, que es como algunas tradiciones denominan a quien posee el estado primordial.
[3] Robert John: “La Espiritualidad de Dante, Terciario de los Templarios”, en la revista Atlántida nº 18, Noviembre-Diciembre de 1965, dedicada al VII centenario del nacimiento de Dante.
Maravilhosas palavras. Gostaria de ler mais considerações sobre os outros céus, se você puder trazer algo, através de seu conhecimento.
ResponderEliminarMuchas gracias por su comentario. En cuanto a su pregunta, próximamente aparecerá un trabajo mío titulado "El Ángel mueve a la estrella. Una lectura de los Cielos en La Divina Comedia de Dante". Le tendré informado en cuanto esté publicado. Saludos cordiales.
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