Ritos de Paso
El año que ya fue es un tiempo sin retorno posible en la
espiral evolutiva y cíclica del Universo, donde, precisamente por eso, nada se
repite dos veces de la misma manera, aunque siempre haya momentos que son análogos
entre sí, y la historia personal y la de los pueblos nos proporcionan numerosos
ejemplos de ello. Las propias estaciones generadas por las cuatro posiciones
cardinales del Sol en su rotación anual se repiten indefinidamente, y sin
embargo son siempre distintas. No existe el “eterno retorno”, que es una
imposibilidad metafísica, sino una sucesión de ciclos que encadenados entre sí
conforman la totalidad de lo manifestado en el tiempo y el espacio, y donde los
más grandes contienen a los más pequeños, pero las leyes que por las que se
rigen todos ellos son idénticas, de ahí las analogías y las correspondencias.
Hay una estructura invisible, un enmarque prototípico, que ordena y articula el devenir del tiempo, o sea el desarrollo de todas las posibilidades de manifestación de las que él, el tiempo, constituye su vehículo. Cuando esas posibilidades se agotan, el propio ciclo temporal también lo hace, reintegrándose en la noche de lo inmanifestado, hasta que una vibración sonora anuncia en lo más profundo de esa noche el nacimiento de un tiempo nuevo, dentro de un cosmos que también ha mudado su piel. El Avatara (palabra que significa “descenso de la estrella”, refiriéndose a la polar, pues “tara” es el nombre de la misma en sánscrito) nace en los momentos más críticos de un ciclo, anunciando a la humanidad el regreso de la justicia y la verdad.
Los últimos días del año (que es uno de esos ciclos pequeños,
pero análogos a los más grandes, como por ejemplo las “eras zodiacales” o las
cuatro edades de la humanidad) reproducen ese agotamiento del
tiempo, y simultáneamente su renovación. En muchas culturas antiguas esos días eran
considerados como baldíos y estériles, precisamente porque “su tiempo” se había
agotado. Eran días peligrosos pues se vivían realmente como un “regreso al
caos” precósmico, envuelto en la más intensa oscuridad, y anterior por tanto a la
idea de cultura y civilización, establecidas de acuerdo a la Armonía Universal.
Pero para que ese caos no fuera irreversible y pudiera regresar de nuevo la luz
sobre el mundo existían dentro de esas culturas los “ritos de paso”, en este
caso el tránsito de un tiempo que se acaba a otro que está naciendo.
(Un inciso: En el caso de este año 2020 que acabamos de
dejar pareciera que todo él ha sido baldío y estéril, amén de sumamente
peligroso (debido a la pandemia), y que desde luego se ha de tomar como una
señal del fin cercano de una Era, que por otro lado también ha sido anunciada
por esa reciente gran conjunción entre los dos planetas mayores
del sistema solar, ocurrida pocos días antes del fin de año).
Por tanto, y como íbamos diciendo, los ritos de paso articulaban
esa renovación, ejemplificada en la victoria final de los dioses de la luz
sobre los dioses de las tinieblas, de los Devas
sobre los Asuras, de los dioses
olímpicos sobre los titanes y gigantes del mito griego. Tenían una dimensión
social pues todo el pueblo participaba en su psicodramatización regeneradora, aunque también se vivía en un
ámbito más personal y espiritual, relacionado con la iniciación a los
misterios. En este último, el rito de paso se convertía en una “muerte
iniciática”, idéntica en este caso a la “nigredo” alquímica, que es en definitiva
un pasaje que conduce de lo profano a lo sagrado, o sea "de las tinieblas a la
luz”.
Así, todo rito de paso es un proceso paradigmático que se da
a diversos niveles de realidad, pero siempre facilitará un nuevo nacimiento, ya
sea a nivel social o a nivel personal. La diferencia es cualitativa, puesto que
en lo social no se rebasa el nivel individual (lo social es la suma de muchas
individualidades), mientras que en lo espiritual las perspectivas son otras,
pues precisamente se trata de superar a la individualidad para acceder a los
estados supraindividuales, o más bien diríamos de integrar esa individualidad
en la realidad de esos estados, no sujetos a las leyes del devenir temporal. En
la vía del Conocimiento lo único que hay que superar es la ignorancia, la
estupidez y la tontera, todo lo demás sirve como fermento para la
sublimación alquímica.
Sin su principio supraindividual la individualidad, o el
“yo”, sería lo más parecido a una “ilusión”, que no hay que confundir con la simple
inexistencia de algo. La ilusión, como el espejismo, distorsiona la realidad
de las cosas, pero en ella hay algo que le permite adoptar la apariencia de
realidad. Bien sabemos que en el mundo de Maya todo es ilusión, pero no podemos
negar que esa ilusión emana de una realidad arquetípica e inmutable, por eterna.
Por ejemplo, no podemos afirmar que la imagen del sol que se refleja en el agua
del estanque sea una ilusión, pero sí que si no fuera por el auténtico Sol esa
imagen no existiría. Lo mismo sucede con el centro con respecto a la circunferencia, que existe gracias a aquel.
II
Si esto se interioriza, es decir si admitimos que la
realidad que nos ofrecen los sentidos es un reflejo de verdades más altas (pero
ocultas por intangibles), entonces nuestra relación con el mundo cambia
necesariamente, y de manera profunda. Para empezar comenzamos a sentirnos “extranjeros”
en él, de ahí esa idea que viene de antiguo de considerar al ser humano como un
“peregrino”, palabra que quiere decir “extranjero”, o más exactamente “que
viaja al extranjero”. En la concepción platónica del alma, así es como se
siente esta cuando toma conciencia de que su verdadero hogar es el Mundo
Inteligible, y que aquí, en la Tierra, o mundo sublunar, vive exiliada, o como
en un sueño. La necesidad de despertar y de regresar a ese hogar (la “casa del padre” en la
parábola del hijo pródigo) se convierte en imperiosa.
El “peregrinaje” es, en efecto, una forma del rito de paso o
de tránsito entre este mundo y el “otro”, que es el verdadero. Entonces es
inevitable preguntarnos por el sentido de nuestra existencia, sometida a los
caprichos de la diosa Fortuna, que juega con nosotros aprovechándose de nuestra
atracción por el movimiento de la rueda (un símbolo del Cosmos), que ella hace rotar (véase la imagen del frontispicio), trayendo venturas y desventuras, cuando en realidad todo el
movimiento de esa rueda es el efecto de la acción de unos radios, o rayos (o
sea luces) que conectan con su centro, con su “motor inmutable”. En el centro
de la rueda reside el Espíritu del Mundo, y los radios-rayos son sus
mensajeros, sus ángeles, que llevan a la periferia de la rueda, donde
residimos, la “Buena Nueva”, o sea la posibilidad de renacer de nuestras
propias cenizas y dirigirnos hacia ese “centro inmutable”, que es donde está justamente la
salida de la rueda, o del cosmos; o sea el rito de paso definitivo por la "puerta estrecha", hacia los estados metafísicos e incondicionados.
Fuimos arrojados en este mundo para caer finalmente en manos
del titiritero demiúrgico, cuando lo interesante del asunto es que seamos
nosotros nuestro propio titiritero, como afirma lúcidamente Federico González,
o sea manejar los hilos de nuestro Destino después de haber perdido todas las
batallas en un mundo (este mundo) que jamás será ya el nuestro, pues habiendo
puesto toda nuestra voluntad (o libre albedrío) al servicio de la Providencia –interviniendo
en ello la fe– accederemos:
“a un Destino que ha sido nuestra necesidad. Pero
una vez que comprendemos ese Destino, es cuando se traduce en términos de
Voluntad –a ese Destino– y éste es capaz de llevarnos nuevamente a su fuente
inspiradora, es decir a la Providencia Divina –que lo es todo–, y ser absorbidos
por su Inteligencia, en íntimo contacto con su Sabiduría.“ (Federico González. Symbolos nº 31-32,
Carta editorial, año 2007).
Esta es la clave, que nos concierne más que ninguna otra
cosa, y nos apremia a no quedarnos dormidos en los laureles, creyendo que hemos
sido recibidos en el Parnaso de las Musas, ignorando que estas nos visitan cuando
estamos “manos a la obra”, o sea edificando nuestro templo interior, nuestra alma,
para recibir en ella al Señor, pero sin olvidar que es Él quien en realidad lo
construye al haber insuflado su Espíritu en el nuestro, pues como dice el
Salmo 127: “Si el Señor no edifica la casa en vano trabajan quienes la edifican”.
Todo trabajo ritual es en realidad una invocación proferida en el silencio y el vacío de nuestro corazón.
Cada uno de nosotros somos, en esencia, un nombre escrito en
una estrella rutilante (nuestra polar personal), que aquí es lo más pequeño y
germinal, pero que “más allá” de los límites del espacio y el tiempo conocidos
es lo más grande y universal. En realidad si nos quitamos de encima todo lo que no somos (para lo cual hemos de saber quienes somos, tarea ardua pero no imposible), nos daremos cuenta que formamos parte de un coro invisible de voces
armónicas sin contorno establecido, ya que “Dios es como un centro que está en
todas partes y su circunferencia en ninguna”. Francisco Ariza
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