Necesidad del Mito
La antigüedad que
nosotros conocemos no va más allá de los siglos VII o VI antes de Cristo. Todo
lo que sabemos de las civilizaciones anteriores a esos siglos son los
fragmentos de un puzle gigantesco que jamás llegaremos a completar, y no nos
referimos tanto a los restos arqueológicos (que cada vez aparecen con más
frecuencia, cuestión a meditar por otro lado), como a que entre aquellas
civilizaciones y nosotros existe como una especie de “barrera en el tiempo”. En
efecto, esos siglos marcan el fin de un ciclo y el comienzo de otro, y en el
ínterin algo comenzó a perderse, o más bien a ocultarse en algún rincón de la
memoria de los hombres y mujeres de Occidente. Nos referimos al pensamiento mítico.
Fueron siglos de
transición donde se fueron gestando otros patrones de pensamiento en los que el
mito, tan vivo y tan presente en la concepción del cosmos de aquellas
sociedades pretéritas, fue paulatinamente relegándose a un segundo plano. Pero
como todo lo que es consubstancial al ser humano, y el mito lo es, este no
desapareció sino que se refugió en el folklore y en otras formas menores de sí
mismo, incluso en la fantasía y la quimera, hasta que llegada la era moderna se le
acabó confundiendo con la pura y simple mentira. Tal fue así que se
creó un vocablo nuevo para identificar a las personas que mienten
compulsivamente: mitómanos.
La misma incomprensión
encontramos con respecto a los símbolos, que la mayoría confunde con los signos
más convencionales (por ejemplo las señales de tráfico), y no como lo que son
en realidad: como la expresión sensible y concreta de una idea, como son
ciertas figuras geométricas, tales el círculo y el cuadrado, que para Platón
revelan la belleza absoluta por ser las imágenes que mejor sintetizan la idea
de orden y armonía, y por tanto de cosmos. Son bellas porque contienen el
paradigma de la Inteligencia creadora del Universo.
Negando al mito y
rebajando al símbolo a una simple convención sin más recorrido, las facultades
humanas que permiten el conocimiento de la realidad se fueron atrofiando y poco a poco fueron siendo sustituidas por el pensamiento racional, que es solo un fragmento de un todo
mucho más grande que es el alma humana, hecha a imagen y semejanza del Alma
Universal. El pensamiento racional, convertido ya finalmente en el racionalismo, solo nos ofrece una visión parcial e
insuficiente de la realidad, la más inmediatamente apegada a los sentidos, pero
la menos permeable a otras lecturas que solo el mito y el símbolo pueden
despertar y vehicular. Nos referimos a las realidades espirituales, que son
suprarracionales.
Es imposible extirpar
lo que por naturaleza nos corresponde. Lo podemos esconder, incluso negar, como
negamos muchas veces la existencia de Dios, pero esto no significa que no
exista. De hecho, negar una cosa lleva implícita la creencia en su previa
existencia. Negar la existencia de Dios es como negar la existencia del
Universo, pero como ya advirtió desafiante el profeta Isaías (40: 26): “Alzad
en lo alto vuestros ojos, y mirad ¿Quién los creó?”
La razón constituye un
instrumento del pensamiento humano, aunque limitado a su ámbito de acción, que
es el de la mente individual, la cual, sin embargo, posee otros registros menos
constrictivos, puesto que puede reflejar y albergar también el Intelecto
superior, o sea a las ideas mismas bajo las formas e imágenes simbólicas, y
aquí el ejemplo antes aludido de Platón encaja perfectamente. La facultad
racional, necesaria para la comprensión del mundo a un nivel, no sirve para
comprender lo que está en un nivel superior por el hecho de la misma
universalidad de este. La especulación racional sin más no va más allá del individuo, y
los llamados “universales” han de encararse bajo otra luz: la luz del
Intelecto.
Existen otras
facultades en nosotros que, como la imaginación creadora (estimulada por las analogías simbólicas) y la intuición intelectual facilitan el acceso a esas
realidades espirituales y metafísicas, que son los estados superiores de
nuestra conciencia. Esos estados no han desaparecido sino que se han ocultado,
como decimos. La “palabra perdida” del simbolismo masónico puede leerse también
como la “palabra ocultada”, pues al igual que el río Guadiana, sus aguas
emergen nuevamente a la superficie después de un recorrido subterráneo, y
entonces la mirada sobre el mundo adquiere una dimensión nueva, ganando en
anchura, altura y profundidad, o sea recuperando la totalidad de lo que somos.
Ahí están los textos sapienciales de la Tradición Unánime creados por los
padres fundadores de las culturas de Oriente y de Occidente para que, leídos
nuevamente sin los anteojos de la “cultureta” y los prejuicios adquiridos,
podamos recuperar la identidad olvidada.
Al reconciliarnos con el pensamiento mítico, es decir al interiorizarlo en la conciencia, nos reconciliamos también con nuestros ancestros y estaríamos entonces mejor preparados para abordar la herencia que nos han legado a través de su arte y su ciencia, su filosofía y sus textos míticos y sagrados. Esa reconciliación, ¿no significa de algún modo el paso por la “Puerta de los Antepasados”, simbolizada por el Solsticio de Verano en muchas tradiciones, y a través de la cual penetramos en otro tiempo, el tiempo mítico tal cual lo viven los dioses, o los estados superiores, y que es simultáneo con el tiempo cíclico, que es el de todos los días? Francisco Ariza
Mi página web: https://www.franciscoariza.com/
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