Las "Barreras de la Historia"

 

La Edad de Bronce, 1641. Pietro da Cortona, Palacio Pitti, Florencia.

Ha sido la existencia de una transmisión ininterrumpida de la Ciencia Sagrada la que ha dado verdadera unidad y cohesión a la Historia entendida en su sentido más universal, pues por encima de los hechos consuetudinarios, la Ciencia Sagrada y el conocimiento que por su intermedio se manifiesta, siempre ha actuado de eje vertebrador manteniendo activo ese vínculo con las verdades trascendentes y metafísicas, depositadas en el "Centro del Mundo", del cual los "centros espirituales" de todas las civilizaciones tradicionales han constituido y constituyen un reflejo. Como dijimos anteriormente, esa labor intermediaria de recepción, conservación y transmisión ha sido llevada a cabo sobre todo por los auténticos sabios y jefes espirituales de todos los pueblos y en todo tiempo y lugar, que han sido puentes (pontifex) que han conectado el contenido sapiencial de la Ciencia Sagrada con el acontecer temporal, siempre cambiante por su misma naturaleza cíclica. Sin duda, esta sería una de las lecturas posibles de lo que significa la idea de la “alianza” entre la Deidad y el hombre, en el sentido bíblico del término. Y desde luego que existen otras causas que intervienen en la génesis de una civilización (y tendremos ocasión de ir desgranando varias de ellas a lo largo de los capítulos siguientes), pero estas son realmente causas secundarias; la causa principal la constituye esa alianza.

Con esto que decimos no estamos de ninguna manera negando las diferencias entre las distintas culturas y civilizaciones y las formas tradicionales a las que ellas pertenecen, entre otras razones porque son esas diferencias las que generan la riqueza y variedad de las mismas. Las causas son muy diversas, como las que derivan del medio geográfico y la raza, aunque esto en nada ha afectado a lo esencial, que es aquello que una civilización comparte con todas las demás: su origen suprahumano y suprahistórico. En este sentido, siempre ha existido dentro de las civilizaciones tradicionales una clara distinción entre lo que pertenece al ámbito de lo metafísico, lo que equivaldría a su “esoterismo”, es decir a lo más interior de la tradición, y aquello que por el contrario pertenece a los aspectos más externos o exotéricos de la misma, incluido el fenómeno de lo religioso-devocional. Cuando prevalece el esoterismo sobre el exoterismo la civilización goza de su plenitud, pero cuando es al contrario, o sea cuando prevalece el exoterismo sobre el esoterismo, esa misma civilización comienza su ciclo decadente, creándose las condiciones para el nacimiento de una mentalidad caracterizada por excluir del horizonte humano la posibilidad del conocimiento metafísico y el principio espiritual unificador, del que deriva, entre otras cosas, el orden social. 

Naturalmente, el surgimiento de esa mentalidad no se da en todas partes al mismo tiempo, pero lo cierto es que en torno al siglo VI a.C. comienzan a manifestarse en diversas civilizaciones los signos de una pérdida paulatina del sentido del tiempo mítico y atemporal que es imprescindible para que la conciencia humana se haga permeable a la recepción de las influencias espirituales [1]. En las culturas donde esa conciencia era común a todos sus habitantes estaba muy presente la memoria de lo “que fue hecho en el origen, o en el principio”, que no tiene solo una dimensión temporal, como podemos comprobar en el comienzo del Génesis bíblico y de otras teogonías y cosmogonías, pues se refiere al instante atemporal en que las potencias del cielo y de la tierra se conjugan para establecer los fundamentos intangibles que dieron nacimiento a esas culturas.

Precisamente, es en ese estado de conciencia de lo atemporal en el que vivía inmerso el ser humano de las sociedades arcaicas, que incluye desde luego a las grandes civilizaciones que surgieron antes del siglo VI a.C. Hablamos de la civilización Mesopotámica, de la Egipcia, la Grecia arcaica, la Hebrea, la India y la China, por nombrar las más conocidas dentro de la cuenca oriental mediterránea, el Cercano Oriente y Asia, todas las cuales se pueden considerar como las civilizaciones-madre de una gran mayoría de culturas surgidas a partir de ese siglo VI a.C. Contemporánea de estas grandes civilizaciones es la Olmeca en el continente Americano, y también la civilización maya, de la que se tienen registros desde el segundo milenio antes de nuestra era.

Hemos de precisar en este sentido que los períodos arcaicos de las civilizaciones no están sujetos a la clasificación cronológica, pues todo lo que es anterior a ese siglo VI a.C. es muy difícil de precisar en esos términos temporales, de lo que se deduce que en dicho siglo existió una especie de “barrera en el tiempo”, como indica René Guénon en aquellas obras en las que estudia el fenómeno de los límites históricos, que no se pueden franquear con la ayuda de los medios de investigación de que dispone la arqueología ordinaria:

A partir de esa época [siglo VI a.C.], se posee por todas partes una cronología bastante precisa y bien establecida; para todo lo que es anterior, por el contrario, nadie obtiene en general más que una aproximación muy vaga, y las fechas propuestas para los mismos acontecimientos varían frecuentemente en varios siglos”. (La Crisis del Mundo Moderno, cap. I).

Para entender este fenómeno que podríamos llamar las “barreras de la Historia” debemos acudir en primer lugar a la doctrina de los ciclos, siguiendo precisamente las indicaciones del propio Guénon en este libro citado y también en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, y por supuesto Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos. Esa doctrina nos enseña que las duraciones temporales no son siempre las mismas, y que existen ciclos donde las civilizaciones pueden desarrollarse ampliamente a lo largo de milenios sin grandes cambios significativos, con lo cual mantienen incólume su unidad espiritual, y por tanto la transmisión ininterrumpida de la Ciencia Sagrada. Por lo general, esas civilizaciones están más cercanas a los orígenes primordiales, y en ellas naturalmente pervive más fresca su memoria.

Por el contrario, en los ciclos más cortos y más alejados de esos orígenes, los seres humanos tienen la percepción de que el tiempo se contrae y se hace cada más veloz, es decir no gozan de esa amplitud que les permitieran vivir de acuerdo con los grandes ritmos cósmicos, que como se señala en algunas tradiciones es el “tiempo de los dioses”. En consecuencia todo se torna más inestable con las dificultades que esto conlleva para el mantenimiento de esa unidad espiritual. Esto naturalmente afecta a la percepción que la sociedad en su conjunto tiene de lo sagrado, y una cierta decadencia aparece en el horizonte, como consecuencia de la cual el punto de vista exotérico o religioso comienza a prevalecer sobre el esotérico o metafísico. El dilema que se plantea entonces es el siguiente: o bien esas civilizaciones se renuevan restableciendo el orden anterior a su decadencia pero adaptándose a las nuevas circunstancias cíclicas, o bien desaparecen, o en el mejor de los casos se funden con otras formas culturales emergentes. Ese dilema es el que tuvo que resolverse en el siglo VI a.C., ciclo que abre un período de tiempo mucho más breve que el anterior, al final del cual tiene lugar el nacimiento de la civilización moderna [2]

II

En el siglo VI a.C., la tradición milenaria de la China se divide en dos, el Taoísmo y el Confucionismo, conservando el primero la parte metafísica de la misma y el segundo su parte más social y exotérica. En Egipto se produce la invasión persa, finalizando así las dinastías nativas, pero lo esencial de su tradición continúa vigente gracias a la permanencia de su colegio sacerdotal (encarnación del dios Thot-Hermes). Posteriormente vendría el dominio helénico con Alejandro Magno, fundador de las dinastías ptolemaicas. El imperio Persa aparece justamente en ese mismo tiempo en la región donde se desarrolló la civilización Mesopotámica, que conoció varios períodos, desde el Sumerio hasta el Babilónico y el Caldeo, y fue enteramente contemporánea de Egipto. En Grecia tenemos al Pitagorismo, en donde la antigua civilización basada en el pensamiento mítico y los misterios órficos encontrará una nueva expresión a través de la Filosofía, que Platón acabará de dar su forma definitiva pero conservando en ella lo fundamental de la antigua tradición, abriendo al mismo tiempo el pensamiento especulativo a la concepción de las verdades metafísicas, lo cual no es poca cosa, pues de lo contrario no hubiera habido alternativa más allá de los límites de la especulación mental y racional. Por otro lado, el Judaísmo (entroncado con la tradición hebrea a través del linaje abrahámico) se ve sometido a cambios profundos debido a su primera gran diáspora en Babilonia, que en esos momentos pertenecía ya al imperio persa, el cual, a su vez, introduce a través de Zoroastro cambios significativos en el Mazdeísmo, la tradición de Ahura-Mazda. En fin, del Hinduismo surge la doctrina de Gautama Buda, quien acabará fundando una nueva forma tradicional, el Budismo. Siglos más tarde este será también el caso del Cristianismo con respecto al Judaísmo.

Esos cambios se vieron reflejados también en la forma como empezaría a relatarse la Historia de los pueblos. De hecho, y como señalamos en otras entregas anteriores, es a partir de ese siglo VI a.C. cuando comienzan a escribirse por todas partes los libros propiamente históricos, que en aquellos tiempos conservaban aún ese vínculo con el punto de vista tradicional, que desaparecería, o mejor se ocultaría, con la llegada de la civilización moderna tras el fin del Renacimiento.

Esta, la modernidad, fue el resultado de una degradación de la propia civilización occidental, que despertó una serie de fuerzas contrarias a su espíritu, las cuales cortarían de raíz el vínculo con sus principios fundacionales procedentes del legado clásico grecolatino y del judeocristianismo. No ha habido nunca en la historia una sociedad que, como la moderna, se haya fundado sobre ideas que de facto niegan la realidad de lo sagrado como eje medular de la existencia, resultando de ello una sociedad totalmente profana, que encuentra su paroxismo precisamente en nuestros días, en donde lo posthumano y todas las teorías en torno a una "nueva humanidad" basada en el triunfo definitivo de la "inteligencia artificial" la están conduciendo definitivamente a la caída en lo infrahumano.

En efecto, nuestra época, es con mucho la más desacralizada de la Historia, pero no por ello su existencia deja de responder a una cierta lógica cíclica dentro del conjunto de las cuatro edades del Manvantara, término hindú que se corresponde con el ciclo completo de una humanidad, caso de la nuestra, que está viviendo desde hace más de seis mil años la cuarta y última de esas edades, llamada significativamente la "Edad de Hierro", o Kali-yuga (“La Edad Oscura”), que es otra “barrera del tiempo”, como lo fue milenios antes de ella el “Diluvio Universal”, durante el cual desapareció la mítica civilización de la Atlántida, cuyo recuerdo ha permanecido de manera misteriosa en las profundidades del alma de Occidente, siendo precisamente Platón quien en sus diálogos del Timeo y del Critias supo dar fiel testimonio de su existencia [3]. Francisco Ariza


Notas

[1] Recordemos que la palabra mito tiene diversas acepciones todas ellas ligadas entre sí, como por ejemplo el “silencio” y la “iniciación en los misterios”. Sobre el significado del mito recomendamos el capítulo XVII de Apreciaciones sobre la Iniciación, de René Guénon, titulado “Mitos, Misterios y Símbolos”.

[2] Este tema también ha sido estudiado desde una perspectiva distinta a la de Guénon por el pensador alemán Karl Jaspers en su obra Origen y Meta de la Historia. También recomendamos la lectura de “Ensayo sobre el Tiempo Axial”, de José Antonio Antón (Cuadernos de la Gnosis nº 5, Symbolos 1995).

[3] Sobre el Manvantara y la Atlántida, y en general sobre la doctrina tradicional de los ciclos ver los primeros capítulos de nuestro libro Los Ciclos Cósmicos en la Historia y la Geografía (Ed. Vía Directa, 2022).

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