“He aquí mi cuerpo...”
Cuando
ciertos pueblos arcaicos comenzaron a practicar el canibalismo, esto, lejos de ser
para ellos un acto repugnante y de una crueldad gratuita como nos parece a
nosotros fue, por el contrario, el resultado de haber comprendido el misterio
inherente a la propia existencia del Cosmos, a saber: que este nace como
consecuencia del descuartizamiento del Dios creador, que se auto-sacrifica para
hacer de la vida su mensajera, es decir para residir en cada ser manifestado.
Es el sacrificio mediante el cual el Uno se convierte en lo múltiple. Se trata,
por tanto, del Dios inmanente, la quintaesencia de todo lo existente. Recordemos
que en la Cábala el cuerpo se relaciona con Malkuth,
la décima y última sefirah del Árbol
de la Vida, la cual da forma visible y concreta a los efluvios emanados de las sefiroth superiores.
La
mitología hinduista lo expresa diciendo que cada forma de vida es la máscara de
Dios y que la vida existe porque siempre se ofrenda a sí misma, ya que el
alimento que es comido es Dios disfrazado dándose como comida a sí mismo, de aquí
la fórmula Ananm Brahman –la comida es Dios- y el verso: “Aquel que me da me protege / Yo –el
alimento- como el que come el alimento / Yo subyugué todo el universo“ (Alan
Watts, Mito y Ritual en el Cristianismo, cap. 5).
Mircea
Eliade, en La Prueba del Laberinto recuerda
que el hombre no se vuelve caníbal por instinto, sino como consecuencia de una
teología y una mitología, y habla del nacimiento de la agricultura como inicio
de esa práctica, y más concretamente del descubrimiento de los tubérculos en la
zona tropical, y añade que la concepción de aquellas poblaciones es que la
planta nutricia es el fruto de un asesinato primordial. Un ser divino fue
muerto, y los fragmentos de su cuerpo dieron origen a unas plantas hasta
entonces desconocidas. Si esas plantas contenían a la divinidad, entonces esto
se hacía extensivo a todas las cosas, incluido naturalmente al ser humano. El
cuerpo tiene sus misterios, reconocidos en todas las iniciaciones, ya fuesen
artesanales, guerreras o sapienciales.
La
celebración de este rito se llevaba a cabo en el acto de comer la carne del
prójimo (próximo), que era sacrificado para tal fin, pues en ella reside el
Dios que le ha dado la vida. De esta manera, era el propio Dios el que, a
través del cuerpo humano, se ofrece para asumir ese misterio de estar o habitar
en Él, y con Él. Se ligaba así con una realidad de lo sagrado muy profunda.
Algo que hoy en día nos resulta inexplicable, y sin embargo la liturgia
cristiana reposa enteramente sobre un acto de canibalismo: nada menos que la
manducación por parte de los fieles del cuerpo (el pan) y la libación de la sangre
(el vino) del Verbo encarnado, del Hijo del Hombre que va a ser sacrificado, o
mejor auto-sacrificado pues él es la ofrenda y el sacerdote.
“He
aquí mi cuerpo, tomad y comed todos de él. Y una vez acabada la cena tomó el
cáliz, y dando gracias de nuevo,
dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre”.
Cristo se entrega voluntariamente al sacrificio, lo cual lo distingue del simple sacrificio de una víctima escogida al azar. En este sentido, nos dice la doctrina metafísica que solo puede auto-sacrificarse la Unidad, el Ser, el Yo verdadero, puesto que el “yo” pequeño (el ego) es incapaz de terminar consigo mismo pues solo piensa en términos de su propia pervivencia. “Quien quiera salvar su vida [su alma] la perderá" (Mateo 16: 25).
Sin
embargo, habría que señalar aquí una diferencia esencial con respecto al ritual antropofágico, puesto que en realidad no es ni el cuerpo ni la sangre
física de Cristo la que se ingesta, sino las especies transubstanciadas, o
transformadas, del pan y del vino, gracias a las cuales lo humano puede participar
de la naturaleza divina de Cristo y vivir en el Espíritu, o sea acceder a la vida eterna
y verdadera, no siendo la vida terrestre sino una sombra de aquella. Gracias a
esa transubstanciación la “fracción de pan” que Cristo distribuye a sus doce
discípulos durante la cena eucarística sí representa en realidad una fracción
de su cuerpo espiritual,
“de
donde emana la fuente de agua viva; se invita así a los discípulos a participar
en los más grandes misterios, yendo más allá de la letra, ‘rompiendo el hueso’
para nutrirse de la ‘substantiva médula’ y penetrar en el Espíritu de Vida”
(Marc Férel, Vers la Tradition nº 169).
A
través de los dones del Espíritu, el cuerpo será “transfigurado”, es decir
trasformado en “cuerpo de luz” tras la resurrección, ejemplificando así la
plena realización espiritual. De ahí las palabras del propio Cristo (Juan 16:
33): “Confiad, yo he vencido al mundo.”
A este
respecto Alan Watts señala lo siguiente en el libro ya citado:
La “muerte” de la que somos redimidos
es siempre el pasado, y la salvación es siempre la liberación del encantamiento
del tiempo. Inmediatamente esto priva a la muerte física, tan esencial a la
vida, de su peculiar horror, pues la mente deja de estar obsesionada por el
deseo de pervivir, de seguir acumulando recuerdos indefinidamente. Entonces, se
entiende la muerte física como el instrumento de renovación eterna. No se trata
tan solo de la transformación de la vida en alimento; está en juego también el
hecho de borrar la memoria, el pasado que, si continuara acumulándose
indefinidamente, estrangularía toda vida creativa con un sentido de monotonía
inexpresable. La muerte física es el final involuntario del sistema-memoria
llamado “yo” [ego] (el final de mi tiempo). Pero el yo verdadero y eterno no
muere con la muerte (por la paradójica razón de que él quiere “morir”,
“terminar”, eternamente, y es por tanto “nuevo” en cada momento):
“Mira que hago un mundo nuevo... Hecho
está. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin... Mira, pronto vendré,
y traeré mi recompensa conmigo”. (Apocalipsis, 21: 5, 6; 22:12).
Seis de
Agosto de 2023, día de la Transfiguración del Señor.
A mi hijo Daniel Alejandro Ariza Díaz, in memoriam.
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