“¿Quién Soy y a Quién Pertenezco?” Una Leyenda Mazdea

Investidura del rey persa Ardashir I (izquierda) por el dios Ahura Mazda.

La palabra “devenir”, a la que hemos aludido en varias ocasiones y que se asocia con razón a la idea de cambio, de lo que deviene y progrede indefinidamente en un sentido horizontal y terrestre, contemplada sin embargo desde la Ciencia Sagrada (y puesto que todas las cosas tienen distintos niveles de lectura) también posee otro sentido ligado más bien a la idea de evolución espiritual según la dirección vertical del Eje del Mundo, es decir en un sentido orientado hacia la trascendencia y el encuentro con nuestro verdadero origen, que es también nuestro destino final, por encima de todas las circunstancias personales y las indefinidas “revoluciones de la rueda del mundo”. Recordemos que en Grecia, durante el rito de iniciación en los Misterios, el fin consistía en “devenir uno con el dios”. Se trata entonces ese devenir de un tiempo de tránsito entre un estado de ser condicionado y otro incondicionado, o sea libre de cualquier atadura que no sea la de la "unión" con la Divinidad. El hombre deviene lo que “es” (o aquello con lo que se identifica) en todo momento, pues como también se ha dicho: “uno es lo que conoce”. 

No otra cosa parece indicar el siguiente fragmento extraído de un texto de la tradición Mazdea, nombre derivado de Ohrmazd, o Ahura Mazda, y que fue una adaptación de la antigua tradición persa llevada a cabo por Zoroastro en el siglo VI a.C., de ahí que también se denomine “zoroastrismo” a dicha tradición. El texto dice lo siguiente:

¿Quién soy y a quién pertenezco? ¿De dónde he venido y adónde volveré? ¿De qué linaje y de qué raza soy? ¿Cuál es mi vocación propia en la forma de existencia terrena? [...] ¿He venido del mundo celestial o he comenzado a ser en el mundo terrenal? ¿Pertenezco a Ohrmazd o a Ahrimán? ¿A los ángeles o a los demonios?

Las respuestas son las siguientes:

He venido del mundo celestial (mênôk), no es en el mundo terrenal (gêtîk) donde he comenzado a ser. He sido originalmente manifestado en el estado espiritual, mi estado original no es el estado terrenal. Pertenezco a Ohrmazd (Ahura Mazda, el Señor Sabiduría), no a Ahrimán (o Angra Mainyu, el Espíritu del Mal y las Tinieblas); pertenezco a los ángeles, no a los demonios [...] Soy criatura de Ohrmazd, no de Ahrimán. Mi linaje y mi raza proceden de Gayômart (el Hombre primordial, el Anthrôpos). Tengo por madre a Spandarmat (el Ángel de la tierra), tengo por padre a Ohrmazd [...] El cumplimiento de mi vocación propia consiste en esto: pensar en Ohrmazd como Existencia presente (hastîh), existente desde siempre (hamê-bûtîh) y para siempre (hamê-bâvetî); pensar en él como Soberanía inmortal, como Ilimitación y como Pureza; pensar en Ahrimán como Negatividad pura (nestîh), que se agota en la nada (avîn-bûtîh), como el Espíritu Maligno que antaño no existió en esta Creación y que un día dejará de existir en la Creación de Ohrmazd y se hundirá en el tiempo final; considerar mi propio yo como perteneciente a Ohrmazd y a los arcángeles. (Recogido por Henry Corbin en Tiempo Cíclico y Gnosis Ismailí, capítulo I).

Estas respuestas, que forman parte de un ritual de iniciación, revelan un hecho fundamental: la pertenencia del hombre a una genealogía espiritual cuyo padre o Esencia primera es el “Señor de la Sabiduría” revestido de la Luz de la Inteligencia, y cuya madre es la Tierra celeste,[1] o sea el Arcángel femenino Spandarmat, a quien podríamos identificar con la Shekinah de la Cábala,[2] considerada como la "presencia real de la Divinidad".


El nacimiento, o mejor sería decir renacimiento, del “hombre interior” hecho de "luz", es el resultado de la manifestación de Dios (teofanía) en el centro de su ser, para lo cual ha sido necesario reconocer esa realidad en las "tinieblas" en las que vive su existencia el "hombre exterior", a las que ilumina en una operación semejante al Fiat Lux cosmogónico. Se trata de una operación del Espíritu acontecida en el alma humana por medio de la cual ella, al recibir su "luz", recupera la memoria de su origen celeste, y puede decir entonces que es una criatura del "Señor de la Sabiduría" no de las tinieblas y el mal, encarnadas en Ahrimán, el que "ha introducido la limitación, la mancha, y la enfermedad en la esplendorosa creación de Ahura Mazda.”


Para quien efectivamente recupera la memoria de su origen celeste sabe con plena certeza que ha recuperado su tiempo, el que le ha sido asignado por la Deidad para el desarrollo de todas sus potencialidades dormidas, pudiendo vivir así la gran aventura del Conocimiento. Es la perfecta “sincronía”, si se nos permite la expresión, entre el tiempo cósmico y humano (de naturaleza cíclica) y el auténticamente atemporal y eterno, de ahí que en la misma tradición mazdea se hable del “tiempo sin orillas”, o sea sin origen ni limitación, que constituye el arquetipo en el que se inspira el Dios Supremo (Zervan Akerene) para organizar el “tiempo de largo dominio”, estructurado en ciclos y eras (dando lugar al calendario sagrado y civil de todos los pueblos)[3], lo cual nos evoca lo que dice Platón en el Timeo acerca de que "el tiempo es la imagen móvil de la eternidad". Cada uno de esos períodos de tiempo tiene una duración, cualidad y significación distintas, y en ellos se articulan la vida de las culturas y las civilizaciones, y por tanto del hombre mismo, pues los principios y valores que fundan toda cultura y civilización ya están contenidos en él, receptor del Mensaje Eterno. Francisco Ariza


Texto perteneciente al cap. II (“La idea de la cultura y su realización en el hombre”) de mi libro El Simbolismo de la Historia. Una Perspectiva Hermética de la Tradición de Occidente.

[1] Todo esto recuerda evidentemente lo que se dice en la Tabla de Esmeralda hermética: “Su padre es el sol y su madre la luna”, la que es considerada en muchas tradiciones como una “Tierra celeste”.

[2] Esta misma analogía entre Spandarmad y la Shekinah existiría entonces entre Ordmazd y Metatrón. En el mito mazdeo Ahrimán surge de la “duda” que le acaece a Zervan-Akerene en el momento de crear el mundo. Precisamente la creación, el cosmos, nace continuamente de ese delicado equilibrio entre la luz y la oscuridad bajo todas sus manifestaciones. En los textos zoroástricos Ahrimán significa "espíritu atormentador", el principio de todo mal.

[3] Ver los dos últimos capítulos de El Simbolismo Precolombino, de Federico González. Allí nos habla extensa y sintéticamente de la simbólica de los calendarios como uno de los más excelsos artefactos culturales elaborados por el hombre tradicional (en este caso el mesoamericano), en donde se plasma la esencia del “tiempo vivo”, mítico, manifestado a través de las pautas, medidas y módulos que establecen las estrellas y los astros, conjugadas con las de la tierra y el ser humano, “creando de continuo el asombroso universo”.


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