Una Lectura de los 72 Nombres Divinos y sus Correspondencias Astronómicas en un Grabado de Athanasius Kircher
La Tradición Hermética nos ofrece muchas
veces determinadas pautas para adentrarnos en la simbólica astronómica, que es
inseparable de la astrológica hasta el punto de considerar a ambas una sola
ciencia que estudia la naturaleza humana en relación con el mapa celeste
considerado como un cuerpo animado por las potencias invisibles y espirituales,
llámense dioses, ángeles o númenes. Pero ese estudio no sería posible si esas
mismas potencias no estuvieran ya presentes en el ser humano, según el
principio hermético bien conocido de que: “lo de abajo es igual a lo de arriba,
y lo de arriba igual a lo de abajo, para obrar el milagro de una cosa
única”.
En ese principio se basan también las
leyes de las correspondencias y analogías entre los diferentes planos que
conforman el Cosmos. Es cuando se olvidó esta ley fundamental que se perdió el
carácter sagrado atribuido desde siempre a los cuerpos astrales, entre los
cuales hemos de considerar los planetas, que indudablemente, y como veremos más
adelante, están animados y regidos por entidades espirituales. “El ángel mueve
a la estrella” se decía en la Edad Media. La consecuencia inmediata de ese
olvido fue la separación de la astronomía y la astrología, deviniendo la
primera una ciencia puramente mecanicista, mientras que la segunda degeneró en
un arte adivinatorio muy superficial únicamente interesado en los aspectos
puramente fenoménicos del horóscopo.
Uno de los temas en el que podemos
comprobar cómo la astronomía y la astrología constituyen una sola ciencia es
precisamente estudiando las Eras Zodiacales, o Eras Astrológicas, las cuales
obedecen a una ley derivada de la Precesión de los Equinoccios. Dicho de manera
muy resumida y sin entrar en explicar detenidamente un tema de cierta
complejidad, diremos que la Precesión de los Equinoccios es el resultado del
recorrido aparente que realiza el Sol en torno a las constelaciones zodiacales,
pero en sentido contrario al de su recorrido diario y anual. [1]
Pero debido a las diferentes dimensiones
de cada constelación (unas abarcaban más espacio celeste que otras), los
antiguos caldeos y otras culturas antiguas, como la hindú, e incluso anteriores
a ellas, dividieron los 360º de la esfera celeste en 12 divisiones de 30º cada
una, asignando a cada división el nombre de una constelación, surgiendo así los
12 signos zodiacales. Teniendo en cuenta esta “adaptación”, el Sol tarda 2160
años en recorrer precesionalmente una Era zodiacal. En la
precesión equinoccial 1º equivale a 72 años, de donde: 72 x 30º = 2160
años. Esos 30º se toman entonces como la “medida espacial” de una Era
zodiacal. Por consiguiente, multiplicar 2160 por 12 nos daría la “medida
temporal” de la totalidad de la Precesión de los Equinoccios: 25.920 años, que
es lo que tarda el Sol en recorrer en sentido inverso las 12 Eras zodiacales,
lo que constituye en sí mismo un gran ciclo cósmico durante el cual una
humanidad entera ha desarrollado una parte importante de su potencial.
Para entender esto con mayor claridad, hay
que considerar que, y siempre según la ley de las correspondencias, el Sol
físico es aquí un “instrumento” al servicio de la Inteligencia que rige el
orden cósmico. Dicho de otra manera: el Sol material es un vehículo del Sol
espiritual, y su “paso” por las 12 Eras zodiacales actualiza las “energías
internas” o ideas-fuerza contenidas en cada una de ellas, energías que se
expresan por igual en la Historia y en el hombre, pues la diferencia entre la
vida de una civilización y la de un ser humano es una simple cuestión de
duración temporal.
Los ciclos históricos estudiados desde la
Ciclología y ligados con la precesión equinoccial van a un ritmo mucho más
lento que el ciclo diario, pero las potencias cósmicas que actúan sobre las
épocas por intermedio de las Eras zodiacales son las mismas que influyen sobre
el ser humano y su devenir temporal. Las cualidades propias de cada Era (o sea
del arquetipo zodiacal) impregnan el ciclo entero de 2160 años influyendo y
conformando el "tono" espiritual expresado en el arte y la cultura de
las civilizaciones que han nacido dentro de ella, pero cuya existencia puede
extenderse más allá de una Era, como sucedió, por ejemplo, con la civilización
egipcia, que surgió en la Era de Tauro y se prolongaría durante la de Aries,
finalizando su ciclo poco antes de comenzar la Era de Piscis. Debido precisamente
a esas influencias astrales sobre las épocas históricas es por lo que no
podemos entender plenamente nuestro horóscopo personal obviando la Era
astrológica en la que estamos insertados. Es una cuestión de proporciones en
relación con un ciclo mayor que el de una vida humana, pero que a su vez está
dentro de un ciclo aún mayor que él, el de la Precesión de los Equinoccios, que
finalmente no es sino un segmento del Gran Tiempo Cósmico. Las duraciones de
las Eras zodiacales son en realidad módulos temporales que se relacionan con
ciclos más grandes y más pequeños, pero análogos entre sí.
II
La idea de proporción temporal nos conduce
a la idea de “medida”, a la que no hay que considerar exclusivamente desde el
punto de vista cuantitativo, o sea como magnitud que únicamente “signa la
materia”, sino como un atributo creador de la propia Deidad. La “medida” es un
nombre, un atributo del ser, la “signatura” cualitativa de las cosas. En este
sentido, entendemos que los números cíclicos sean en realidad “medidas” que también
están en relación con la naturaleza cualitativa del tiempo y del Alma del
Mundo.
Por ejemplo, el movimiento precesional de
un grado en la rueda zodiacal significa que esta ha recorrido en el espacio
celeste el equivalente a 72 años, un número cíclico fundamental que, como
hemos dicho, es también la “medida” del ciclo de una vida humana, durante
el cual esta ha desarrollado sus posibilidades vitales e intelectuales. Pero
igualmente 72 es el número de los nombres divinos en la tradición judía y en la
Cábala-Cristiana (o Cábala-Hermética), como podemos ver aquí en el grabado de
Athanasius Kircher, quien desarrolló en su libro Oedipus Aegyptiacus (“Edipo
Egipcio”) sus amplios conocimientos sobre la Astrología caldea, la Aritmosofía
pitagórica, la Alquimia, la tradición Egipcia, la mitología y la lengua
latina.
No es que pretendamos asignar a los 72
nombres sagrados un carácter cíclico, pues estos, siendo las “signaturas” de
entidades espirituales, están por encima de la duración temporal, ya sea
individual o cósmica. Pero sí queremos destacar que no es por casualidad esta
identidad numérica entre la duración de una vida humana y los nombres sagrados,
sino que ella obedece, volvemos a repetir, a las leyes de las correspondencias
entre los distintos niveles de la realidad, la espacio-temporal y la
espiritual, haciendo posible su comunicación. Dichas correspondencias nos
permiten intuir, y entender, la unidad intrínseca existente entre todos esos
niveles, pues el Cosmos, como el Ser que lo genera, es uno solo, ya sea en su
realidad física, anímica o espiritual.
Si ahora nos fijamos más detenidamente en
el grabado de Kircher, veremos que en el centro del primer círculo (fig. 1)
aparece el nombre de Jesús en caracteres hebreos, y según la interpretación que
de él hizo Pico de la Mirandola en sus “Conclusiones Mágico-Cabalísticas”,
afirmando que el Nombre de Jesús y el Nombre inefable del Tetragramma
divino Iod He Vav He son idénticos, pero con el
agregado de la Shin en el medio de las cuatro letras: Iod
He Shin Vav He.
Fig. 1
Este nombre sería entonces el símbolo de la Unidad, de la que emana la estrella de 12 puntas que aparece dentro del segundo círculo (fig. 2).
La elección del número 12 no es por
casualidad, pues él está relacionado con los doce signos y constelaciones
zodiacales. Doce es también el número de la constitución de numerosos centros
espirituales, que naturalmente están vinculados al centro arquetípico, que no
es otro que el Sol espiritual. Doce eran igualmente las tribus de los hijos de
Jacob, que se distribuyeron entre sí la tierra de Israel, y cuyos nombres y
signos zodiacales correspondientes a cada una de ellas aparecen en el pequeño
árbol de la parte inferior derecha del grabado (fig. 3), como si fueran los
frutos del mismo.
La tribu de Gad está vinculada con Aries;
la de José con Tauro y Géminis (representados aquí por sus hijos Efraim y
Manasés, respectivamente); la de Isacar con Cáncer; la de Judá con Leo; la de
Neftalí con Virgo; la de Aser con Libra; la de Dan con Escorpio; la de Benjamín
con Sagitario; la de Zabulón con Capricornio; la de Rubén con Acuario; y la de
Simeón con Piscis. La tribu de Leví fue dispensada de la distribución de
tierras por el hecho de que sus integrantes eran los representantes del linaje
sacerdotal, repartido por todo el territorio.
En la parte inferior izquierda observamos
otro pequeño árbol (fig. 4), de cuyas ramas penden los nombres de los 7
arcángeles, los regentes espirituales de los 7 planetas tradicionales, los
caracteres de los cuales están expresamente dibujados debajo de los nombres
arcangélicos.
Respetamos desde luego las
correspondencias arcángeles-planetas presentadas por Kircher, sin embargo
nosotros daremos otras por ajustarse a las que son más comunes dentro de la
Cábala Hermética: Gabriel a la Luna, Rafael a Mercurio, Uriel a Venus, Miguel
al Sol, Chamael a Marte, Zadquiel a Júpiter, y Jofiel a Saturno.
Sabemos que los planetas están
relacionados con los signos zodiacales, de lo que se deduce que también están
los arcángeles que los rigen, de tal manera que si un planeta tiene como
domicilio dos signos (salvo el Sol y la Luna, que tienen como domicilio a Leo y
Cáncer, respectivamente), cada arcángel tendría entonces un vínculo con dos
signos zodiacales, salvo Gabriel y Rafael, que solo lo estarían con la Luna y
el Sol. Esto daría lugar a interesantes e insospechadas correspondencias entre
las diferentes energías que modelan la Armonía Cósmica:
Gabriel (“Fortaleza de Dios”), regente de la Luna, se
relacionaría con Cáncer.
Rafael (“Medicina de Dios”), regente de Mercurio, con
los dos domicilios zodiacales de este planeta: Géminis y Virgo.
Uriel (“Luz de Dios”), regente de Venus, con Tauro y
Libra.
Miguel (“¿Quién como Dios”?), regente del Sol, con Leo.
Chamael (“El que busca a Dios”), regente de Marte, con
Aries y Escorpio.
Zadquiel “Justicia de Dios”, regente de Júpiter, con
Sagitario y Piscis.
Jofiel (“Belleza de Dios”), regente de Saturno, con
Capricornio y Acuario.
Por otro lado, el propio grabado es un
árbol en forma de mandala (fig. 5), cuyas ramas y frutos son las letras y los
nombres divinos que llenan con su presencia la totalidad del Universo.
El propio Kircher denominó al grabado
“Árbol Cabalístico”. Estamos, por tanto, ante una imagen del Árbol del Mundo,
que aquí tiene un carácter solar como lo demuestran los rayos ondulados y
rectos emanados de los 72 nombres de Dios, nombres que tienen su traducción no
solo en los idiomas conocidos en la época de Kircher, sino también en las
diferentes corrientes sapienciales surgidas dentro de una misma civilización,
como es el caso de los Gimnosofistas (ascetas hindúes), que designaban a la
Deidad con el nombre de “Tara” (fig. 6), el nombre sánscrito de la Estrella
Polar (otro símbolo de la Unidad), vinculada también con la Precesión de los
Equinoccios y por consiguiente con las Eras Astrológicas.
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