La Sabiduría, "un hálito del poder de Dios"

 

Consejos de la Sabiduría, o Compendio de las Máximas de SalomónJosé López Echaburu, 1691.

En su libro El Simbolismo Precolombino. Cosmovisión de las Culturas Arcaicas, Federico González señala lo siguiente: “No hay en la actualidad quien niegue seriamente el origen sagrado de toda civilización en cuanto éste es mítico y metafísico (...), del cual por otra parte se desprenden sus conocimientos, artes, ciencias e industrias, incluidos la fundación de su ciudad –cuando son sedentarios– y el nombre o identidad de sus habitantes”.

En efecto, el mito (la historia sagrada) y las ideas-fuerza derivadas del pensamiento metafísico son imprescindibles para la fundación de una cultura, de la que participa también una geografía igualmente sagrada, es decir un espacio significativo que encuentra en el firmamento su paredro celeste. Véase si no el prodigio de la civilización egipcia, o maya, o la creada por los bosquimanos del África austral, pues aquí no importa la extensión o la majestuosidad de una cultura, sino la cualidad y la esencia de la misma, inseparable de la naturaleza misma del Universo, de su orden arquetípico, con el que toda cultura ha de estar en sintonía para merecer dicho nombre, que recordemos deriva de “cultivo” (de ahí también “culto”, de “cultual”), pero de los valores y principios inalterables y sagrados de la vida, emanaciones de la Sabiduría de Dios.

En efecto, el carácter sagrado de la cultura deriva de la Sabiduría, de su invocación, así sea a través de los dioses y las entidades intermediarias o directamente, como una fervorosa jaculatoria. Yendo al fondo de las cosas, ha sido la Sabiduría la que ha fundado en realidad todas las tradiciones y civilizaciones a lo largo de la historia, las cuales son llamadas “sapienciales” por algo. Léase sino lo que dice Salomón al respecto en el libro llamado precisamente de la Sabiduría.

El ser humano como tal no existiría sin el carácter sagrado de la cultura, pues sería abandonado a las potencias ciegas del caos. Nosotros, hombres y mujeres nacidos en esta edad crepuscular, estamos al borde del abismo, a pesar de lo cual aún corre por nuestra genética sutil la posibilidad de vivir una épica (la aventura del Conocimiento) que nos devuelva lo que ha sido arrojado al “río del olvido” por varios siglos de estulticia enmascarada de “progreso indefinido”. Si los habitantes de las modernas sociedades desacralizadas somos espiritualmente algo, es porque conservamos la memoria y la sensibilidad necesarias para reconocer todavía ese origen sagrado de la cultura, expresado a través de la cosmovisión de las antiguas civilizaciones, tal y como Federico González lo deja entrever en sus palabras de más arriba. Dirigir nuestra mirada hacia ese legado, auténticamente universal, es una de las cosas más provechosas que podríamos hacer.

Pero las huellas dejadas por la Sabiduría a través de las creaciones de la cultura no se pueden “interpretar” sino estamos instruidos, por poco que sea, en el lenguaje del símbolo y del mito, que es el que mejor puede restituir al alma humana toda su riqueza interior, su herencia espiritual inmarcesible. El símbolo y el mito son el arte con que siempre se ha comunicado lo que en sí mismo es incomunicable por su propia naturaleza metafísica, pero que sí podemos reconocer como una certeza irrefutable, pues los frutos del espíritu son mucho más poderosos y tienen un alcance infinitamente más elevado que cualquier creencia personal o sentimiento nacido de la emoción estética.

De los muchos deseos que podía pedirle al Señor, Salomón solo eligió uno: que la Sabiduría anidara en su corazón, sabiendo que no hay mayor tesoro ni mejor consejera para el ser humano en cualquier circunstancia de la vida que la Sabiduría, “un hálito del poder de Dios”, la “artífice de todo” y “resplandor de la luz eterna” (Sabiduría, 7:22-30). Francisco Ariza

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