La Historia Mantiene Viva la Memoria de los Hombres
En realidad, abordar el conocimiento de la Historia como un modelo del cosmos permite encontrar los signos y las huellas que comunican al hombre con su arquetipo eterno. Esto debería hacernos reflexionar acerca de la importancia que tiene la Historia para el estudioso de la Simbólica, que necesariamente ha de enfocar su investigación integrada dentro de la Ciencia Sagrada, pues de hecho es así como se puede comprender el mensaje que todo proceso histórico está expresando en lo más íntimo de sí mismo. La “investigación” que se abre ante nosotros no trata, pues, de lo que ha hecho el hombre en el pasado considerándolo precisamente como “pasado”, es decir como algo que no tiene relación alguna con el presente, lectura que nace ya “petrificada” puesto que no tiene en cuenta justamente aquello que dota de sentido y significado a cualquier momento histórico, es decir a esas “ideas-fuerza” a que nos estamos refiriendo, que son como ese “rocío celeste” del que hablan en el fondo todas las escrituras tradicionales y que permite que el hombre esté vivo no sólo biológicamente, sino sobre todo espiritualmente gracias a la permanente e íntima relación con su ser interior, con su arquetipo eterno.
Con esto no queremos decir que todos los acontecimientos de la Historia tengan que tener necesariamente una significación trascendente, aunque como venimos diciendo sí posean, en mayor o menor medida, un sentido simbólico. Esa significación, y su correspondiente transposición metafísica, está sobre todo señalada en los hechos que hacen referencia a la Historia sagrada, la que se transmite fundamentalmente a través de los textos revelados y sapienciales, la saga, la leyenda y el mito de los distintos pueblos tradicionales, los que constituyen parte integrante y principal del depósito de su Sabiduría Perenne. De esta emana todo aquello que permite el desarrollo integral de las virtualidades contenidas en esos pueblos, es decir de todo aquello que forma parte de su esencia, expresada a través de las distintas manifestaciones culturales.
Cuando esto es así, el sentido histórico está constantemente entrelazado con el sentido metafísico, siempre presente, de tal forma que es este último el que da contenido a cualquier hecho sucedido en la Historia, tornándolo inteligible. Podría decirse entonces que el fenómeno o acontecimiento histórico significativo que sucede en una determinada cultura adquiere valor de símbolo, y de mito, por el contenido suprahistórico que posee dentro de sí, y sin el cual poco nos diría en realidad. Es importante señalar que ese sentido metafísico permanece siempre inalterable (como el centro de la rueda), mientras que su manifestación histórica está sujeta al cambio, y la naturaleza de ese cambio, es decir que la cualidad, tendencia o “color” que lo signa está determinada por la época o período cíclico en que acontece, y que necesariamente influye y condiciona de una u otra manera al conjunto de los seres que se manifiestan en él, los cuales pueden escapar a ese condicionamiento acudiendo precisamente a aquello que el símbolo y el mito expresan de la realidad metafísica, que, como decimos, está en la esencia de su cultura pues fue quien la generó.
La imagen del punto central desde donde se contemplan simultáneamente los indefinidos puntos que conforman la circunferencia y que están vinculados al centro por sus radios respectivos es aquí sumamente ilustrativa y ejemplifica perfectamente lo que estamos diciendo; además, se pueden aplicar aquí las generales del símbolo de la Rueda, que entre otras cosas nos dice que el centro no necesita de la circunferencia para existir, mientras que esta sí necesita del punto central para manifestarse. Pues bien, en la Historia ocurre exactamente lo mismo: para que ella exista, debe haber previamente, o mejor simultáneamente, una metahistoria, esto es, la idea de un origen atemporal, lo que en una de sus expresiones es llamada la Tradición Primordial, o Sabiduría Perenne, y que de manera siempre misteriosa se hace presente en el tiempo (es decir en la realidad concreta del hombre y las civilizaciones), dando a este, al tiempo, la oportunidad de desarrollar todas sus posibilidades, entre las cuales, y podríamos decir que presidiendo todas ellas, está la Memoria como un componente esencial del mismo, pues sin ella los seres manifestados, y más en concreto los seres humanos, no podrían “recordar” y “reconocer” ese origen en sí mismos, quedando atrapados perpetuamente en la “rueda cíclica del devenir”, semejante a la rueca con la que hilan las tres parcas el destino de los seres sometidos a su yugo, al no concebir estas ese sentido metafísico que permite sobrepasar el dominio individual.
No es entonces por casualidad que la Memoria (Mnemosine) sea la madre de las Musas, las que mediante la inspiración del Arte y la Ciencia Sagrada resucitan en el alma humana el recuerdo de su origen supraterrestre, o suprahumano, o sea el conocimiento de los mundos sutiles, y por tanto la restitución de una mirada que nos permite ir al fondo de las cosas y a saber relacionar con inteligencia los múltiples aspectos y lecturas con que se presenta ante nosotros la realidad de la vida en toda su plenitud. Una de las Musas es Clío, la que preside la Historia, y cuyos atributos son la trompeta heroica con la que nos “despierta” del sueño y del olvido, y también la clepsidra con la que mide el tiempo, amén de un libro abierto (el “libro de la vida”) sobre el que se dispone a escribir.
La Historia mantiene viva la memoria de los hombres, y por eso mismo a Clío, musa de la Historia, siempre se la ha visto en íntima relación con Calíope, la musa de la poesía épica; en efecto, recordemos que los antiguos vates, bardos y poetas (p. ej. Homero en "La Odisea" y "La Ilíada", o su casi contemporáneo Hesíodo en" Teogonía" y "Los Trabajos y los Días") eran los que transmitían las historias épicas acontecidas a los dioses y los héroes (y en el caso de Hesíodo también la doctrina tradicional de las cuatro edades de la humanidad), y así era entendida precisamente la Historia antes de que las circunstancias cíclicas empujaran a los hombres a contarla no en función de los grandes arquetipos, númenes, dioses y héroes ejemplares sino tan sólo en función de las gestas humanas sin relación alguna con aquellos, lo que propiciaría la extirpación, o en el mejor de los casos la minusvaloración, de la presencia de lo sagrado, lo divino y lo mítico (lo atemporal) en el relato del acontecer de la vida, de la que forma parte la Historia y el propio hombre como hacedor y protagonista principal de la misma.
En su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos (entrada “Historia Sagrada”) Federico González nos dice al respecto:
"Si
se tiene en cuenta que Dios se conoce a sí mismo nada menos que por mediación
del hombre, la historia de los hombres –o la narrada por ellos- es
importantísima en cuanto es una mediadora de la eternidad en su permanente
reposo, tal cual el movimiento es la manifestación de lo inmóvil.
Y así la historia puede verse como un
animal vivo que tiene su razón de ser en su propio movimiento impreso por las
coordenadas de esta vida, en la que participa. O sea que forma parte de un
hábitat mayor que se expresa en ella y por ella, tal cual su naturaleza y sus
cambiantes estaciones, es decir, que forma parte de la esencia del hombre mismo
y no es sólo la narración que describe su actuación en el mundo, sino que
constituye al mismo tiempo un factor de la vida y la realidad intrínseca del
ser humano que incluye a la Historia como un elemento existencial en el hombre,
igual que la memoria, ya que recordar (historiar) es un constituyente
fundamental de su existencia en el tiempo (…).
La historia, como la mitología son formas
de representar enseñanzas, aunque la segunda tiene la inapreciable ventaja de
no contar con fechas que la relativicen.
Si la historia es la memoria de los
hombres, ¿qué es la memoria? ¿qué se debe o puede recordar?"
Fuente del texto: El Simbolismo de la Historia. (Capítulo I)
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