El Trasfondo Metafísico de la Historia
Como hemos destacado en entregas anteriores, los
episodios más relevantes de la historia sagrada están siempre protagonizados
por los seres humanos más cualificados espiritualmente. Cualquiera puede leer
en los textos sagrados de las diversas tradiciones cómo determinados héroes,
sabios, hombres y mujeres de conocimiento, han entrado en comunicación con las
deidades invisibles, atributos de un Dios único que se manifiesta por su
intermedio. Esos episodios han conformado los mitos fundadores de una tradición,
que han contribuido también a adaptarla o reformularla cuando las
condiciones cíclicas así lo han requerido.
El encuentro de Moisés con Dios en el Sinaí durante el episodio de la
"zarza ardiente" es un ejemplo de esto último. Lo cual no significa que
dichos episodios no sean también históricos, o sea acontecidos en el tiempo
ordinario, pues como hemos señalado en varias ocasiones, y lo vamos a reiterar
también ahora, lo mítico y lo histórico no se contradicen y conviven
perfectamente entre sí.
Lo importante es que esa comunicación se constituye en un verdadero centro de irradiación de las realidades espirituales en el mundo, que se insertan en el devenir temporal adquiriendo así un trasfondo metafísico necesario para que los seres humanos tomen conciencia de ellas. Recurriendo nuevamente al simbolismo de la rueda, podríamos decir que los hechos acontecidos en el tiempo pertenecen al círculo o la periferia de la misma; es el tiempo recurrente y cíclico, que cobra sentido y significado cuando irrumpen en él los hechos extraordinarios y míticos, que son los radios que conducen al centro, donde mora el “Señor de la Rueda”, es decir el Ser que con el “hálito de su Espíritu” da vida a toda ella, es decir a la entera Manifestación Universal, y por consiguiente a la Historia.
Viviendo de acuerdo a los principios que emanan de ese
centro arquetípico, los habitantes de una sociedad tradicional tienen, en
efecto, la posibilidad de acceder a un ámbito de su conciencia más elevado,
cuyas referencias temporales son ya de un carácter más universal, y por consiguiente
menos condicionado. Esto explicaría, entre otras cosas, porqué en esas
sociedades el ser humano puede comunicarse con su genealogía espiritual, es
decir con los habitantes de la “Ciudad Celeste”, o la “Tierra de los
Bienaventurados”, o "Tierra Santa" (entre tantas otras denominaciones), que se les revela coetánea con su existencia cotidiana e
histórica. De ahí la "cadena áurea", corriente de testificación sapiencial que recorre los siglos y que no ha
desaparecido totalmente del horizonte del hombre contemporáneo, si se busca como conviene, es decir, que la “intención sea dirigida de tal suerte que,
por las vibraciones armónicas que despierte según la ley de las 'acciones y
reacciones concordantes', pueda ponerles en comunicación espiritual efectiva
con el Centro Supremo" (René Guénon, El Rey del Mundo, cap.
VIII). En nota a pie de página señala lo siguiente:
Lo
que acabamos de decir permite interpretar en un sentido muy preciso estas
palabras del Evangelio: ‘Buscad y encontraréis; pedid y recibiréis; llamad y se
os abrirá.
Como nos recuerda a este respecto Federico González
en El Simbolismo Precolombino. Cosmovisión de las Culturas
Arcaicas (capítulo XVIII), las genealogías míticas, aun no siendo
estrictamente históricas no tienen por qué contraponerse con la historia, ni
por supuesto con la geografía, y pone como ejemplo las genealogías bíblicas por
todos conocidas, las edades y los acontecimientos que allí se narran, así como
los lugares simbólico-geográficos presentes en los mitos griegos. Y añade a
continuación algo sumamente importante que está relacionado con lo que estamos
diciendo:
Todos
estos niveles de lectura del mito (o de cualquier realidad) se superponen sin
que se produzca ningún problema en ello, y cada uno habla un lenguaje directo
con aquéllos que son capaces de comunicarse con él. Va de suyo que se puede
conectar con todos sus planos jerárquicos ya que éstos no se eliminan entre sí
sino que coexisten armónica y simultáneamente expresándose en múltiples
significados. De allí la importancia del mito como factor sintético aglutinante
e intermediario entre los distintos planos de la realidad, a los que conecta,
por ser él, como el símbolo, la unidad analógica que religa un mundo con otro,
el tiempo con la eternidad, lo
visible con lo invisible, lo finito con lo infinito.
Así ha sido siempre en cualquier civilización, excepto
en la nuestra, que ha apostado por la "periferia" de la rueda sin
tener en cuenta para nada los radios, y menos aún el centro, en donde sin
embargo está la razón de ser de esa periferia. Por el contrario, las
civilizaciones tradicionales inauguraban su ciclo de existencia y su destino
dentro de la Historia Universal bajo el designio de determinadas influencias
suprahumanas emanadas de ese centro omnipresente, las que para ser realmente
ideas-fuerza ordenadoras han de concretarse en los actos cotidianos que se desarrollan
en el tiempo y el espacio.
Es por eso precisamente que no existía nada de profano
en las sociedades tradicionales, sobre todo en los orígenes de las mismas y a
lo largo de todo su desarrollo y plenitud, en donde el elemento espiritual,
sagrado y numénico estaba unido a todas las manifestaciones de la vida, así ese
elemento se manifestase a través de las diversas artes y ciencias que
garantizaban el vínculo armonioso con los principios metafísicos, o bien
mediante aquello que aparecía como su contrario, es decir lo disímil, lo
monstruoso, paradójico o extravagante, que sin embargo formaba parte igualmente
de la realidad de lo sagrado. Los dioses celestes, terrestres e infraterrestres
(o infernales) han sido siempre para el hombre que vivía insertado en un cosmos
pluridimensional, expresiones del Misterio insondable, del “Dios oculto”, aquel
que, en sí mismo no tiene nombres ni atributos y es absolutamente
incondicionado.
Esa
integración de lo “extraordinario” y lo ”maravilloso” en lo cotidiano, de lo
vertical en lo horizontal, de lo infinito en lo finito, constituye en suma el
acontecer mismo de la historia humana, el crisol donde se ha gestado el
prodigio de la cultura en cualquiera de sus formas, las que de manera
invariable y unánime testifican la comunicación fecunda entre lo de
"arriba" y lo de "abajo", entre el Cielo y la Tierra, con
el hombre como intermediario entre ambos. Precisamente, esta posición
intermediaria dice mucho acerca de nuestra auténtica naturaleza, que en efecto
participa de las influencias superiores e inferiores, motivo por el cual el ser
humano ha sido llamado el "hijo del Cielo y de la Tierra". Quien asume
y es consciente de su naturaleza intermediaria es un “hombre verdadero”,
un pontifex, es decir un “hacedor de puentes”, por donde las
energías del Cielo se comunican con las de la Tierra, y viceversa. [1]
Dicho
de una manera muy esquemática, esta es para nosotros la razón principal de
aquello que algunos historiadores contemporáneos (caso de Arnold Toynbee) han
dado en llamar “la causa de la génesis de las civilizaciones”, pues en esa
génesis subyace en verdad la idea de una relación permanente entre los
distintos planos jerarquizados de la realidad, en donde el hombre, como
decimos, ha actuado de matriz receptora de las energías sutiles y suprahumanas,
comprendiéndolas y conjugándolas en su alma, creando así las formas simbólicas,
rituales y míticas con que ha podido expresar y transmitir la Ciencia Sagrada a
lo largo de los claroscuros del ya extenso devenir histórico. Francisco
Ariza
Nota
[1] “Pues siendo hijo de la madre tierra –como el
maíz–, que ha sido fecundada por el cielo, se yergue como intermediario que
reúne ambos principios, lo que lo hace capaz de ascender, de retornar
nuevamente al cielo –y desde allí volver a retornar si fuera menester–
ejecutando el cumplimiento de la ley cíclica” (Federico
González: Ibíd., capítulo XII). Recordemos
que en muchas culturas el héroe mítico y civilizador por antonomasia (y modelo
ejemplar para todos los que viven dentro de esa cultura, tal el caso de
Heracles-Hércules), es hijo de un dios y una mortal, o de una diosa y un
mortal. Para retornar a la “Casa del Padre”, es decir a su origen celeste y
olímpico, Hércules ha de realizar enteramente el ciclo de sus doce
trabajos iniciáticos, entre los cuales está la conquista imprescindible
del “Jardín de las Hespérides”, o “Paraíso terrestre”.
Fuente: El Simbolismo de la Historia (capítulo I)
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