"QUE TODOS SEAN UNO". Meditación de la Semana Santa (Texto y Podcast)

Institución de la Eucaristía, o Comunión de los Apóstoles. Justo de Gante, 1474.

En estos días se ritualizan los misterios más profundos de la Tradición Cristiana, que tanto tienen en común con los misterios de la Masonería. La pasión, muerte y resurrección de Cristo guardan, en efecto, una notable correspondencia con los misterios de la pasión, muerte y resurrección del maestro Hiram, pues de “pasión” podemos calificar los momentos previos  a la muerte de Hiram a manos de los “tres malos compañeros”. Misterios presentes también en los mitos ejemplares de los dioses de muchas otras tradiciones, como es el caso del Osiris egipcio y del Quetzalcóatl precolombino, por poner solo dos ejemplos conocidos.

Todo ello nos indica que esa muerte y esa resurrección tratan en realidad de un proceso arquetípico, y que siendo mítico y ejemplar, ha de ser asumido como tal por todo aquel que se inicia en el Conocimiento. A nivel humano, dicha muerte no es otra cosa que el sacrificio de la individualidad, “acto sagrado” que posibilita su transformación en lo universal. La tradición hindú lo dice en los siguientes términos: gracias a ese sacrificio Jivatma (el alma viviente individual) es reintegrada en el Atma (el Espíritu Universal). Se trata de la reabsorción de dicha individualidad en la Unidad de su Principio inmanifestado, lo cual lleva consigo inevitablemente un psicodrama, que es como se define también el proceso iniciático en sus primeras etapas, pues es muy fuerte el apego que esa individualidad siente hacia sí misma y las imágenes del mundo que ella ha creado. Pero hay que recordar que ya Cristo advirtió en sus enseñanzas que todo aquel que “Quiera salvar su alma la perderá (...) Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16: 25-26).

No se puede salvar lo que ciertamente es un reflejo de la verdadera realidad. Hay que dejar que esas enseñanzas nos interpelen, para que el alma viviente se vaya liberando de ese reflejo y experimente sus estados superiores, ontológicos y metafísicos, que residen en el Padre, fuente de toda Vida verdadera y plena. Pero Cristo también señala “que nadie puede ir al Padre si mí”, puesto que él es el “Camino”, el “Mediador”, al ser el hijo de la Esencia del Cielo y de la Substancia virgen de la Tierra. Es “Hijo de Dios” (de ahí Unigénito, o sea eternamente unido al Padre), pero también “Hijo del Hombre” (de ahí su pasión y su muerte ejemplares), aparente dualidad que se resuelve en la “Quintaesencia”, que es el Éter que reside en el corazón, y de cuyo misterio surge la Luz que nos ilumina interiormente porque esa Luz es la manifestación del Intelecto divino (del Verbo), que la tradición hindú denomina Buddhi, el “Rayo Celeste” que comunica el Espíritu con el alma viviente, o sea la realidad con su reflejo.

Recordemos que Pascua significa “pasaje” en hebreo, y esta palabra encierra todo el sentido de la Semana Santa, o Semana Sagrada, pues dentro del ciclo calendárico en ella se ritualiza una ruptura del transcurrir del tiempo ordinario permitiendo así la comunicación entre todos los estados del ser, que es justamente lo que se experimenta durante la iniciación a los misterios de la vida y de la muerte, y que Cristo ejemplifica con su pasión, muerte y resurrección, como ya se dijo. Esa es precisamente la experiencia que nos transmite Dante en la Divina Comedia durante su viaje iniciático por los tres planos cósmicos: el Inframundo, la Tierra y el Cielo.

La Nueva Alianza que se instituye con el rito de la Eucaristía hay que entenderla también como el “enlace” que une por su centro (el corazón) a todos los seres entre sí y a estos con su Principio, del que dependen enteramente en todo lo que ellos son. Esta sería la auténtica comunión, es decir la “unión en común”, término que evoca a la “cadena de unión” masónica, que al mismo tiempo que une horizontalmente a los hermanos entre sí, lo hace verticalmente con el Principio mediante la invocación de los nombres divinos, Sabiduría, Fuerza y Belleza, repetida tres veces, o sea en cada uno de los tres mundos que conforman la manifestación cósmica. Es una invocación por la “concordia” (“unión de los corazones”) y la armonía del Orden Universal, el que a decir de René Guénon en El Simbolismo de la Cruz:

no puede cumplirse a menos que todos los seres concierten sus aspiraciones, según una dirección única, la del eje mismo”.

Así, podemos leer en San Juan Evangelista (17: 21):

Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno; yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad”.



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