Las Causas del Colapso de las Civilizaciones en la Historia
El
debilitamiento de la comunión con lo sagrado y lo metafísico señala el
inevitable ocaso y finalmente la muerte y desaparición de las culturas y las
civilizaciones. Esta es para nosotros la causa principal de lo que Arnold
Toynbee también denominó “el colapso y desintegración de las civilizaciones”,
pues mientras subsiste aquella energía interior que las predispone a estar en armonía
con la Providencia y la “Voluntad del Cielo” (o en términos hindúes el Dharma) es muy difícil que sucumban,
aunque naturalmente hay excepciones a esta regla, como lo demuestra, por
ejemplo, la desaparición de dos grandes civilizaciones, la azteca y la inca, en
plena juventud y esplendor de su civilización. En efecto, y como señala Federico
González en el capítulo V de El
Simbolismo Precolombino:
Tanto los
aztecas como los incas constituían sociedades militarizadas que conformaban dos
grandes imperios que, cuando la conquista, apenas si llevaban unos pocos siglos
de vida –estaban en su apogeo guerrero, organizativo y comercial–, habiéndose
llegado a constituir como tales gracias a la degradación generalizada de los
pueblos de su entorno, lo que señaló su destino histórico sin restar méritos a
sus valores y conquistas. En realidad, el extraño mundo precolombino visto como
un todo vivía en ese momento un drama interno, un desgarramiento que hizo
posible la conquista europea, y que fue profetizado unánimemente por sus
sacerdotes, como es notorio en el caso de México y Perú (así como en las
Antillas, el Brasil y en Norteamérica antes del arribo del capitán Coronado,
etc.).
Esto último nos indica que también existen otras causas de ese colapso y desintegración de las civilizaciones, una de las cuales estaría vinculada con el ciclo cósmico en el que estas se integran, y que afecta de hecho a un ámbito cultural mucho más extenso geográficamente y dentro del cual dichas civilizaciones han nacido y están contenidas. A esto último se refiere precisamente el último punto de la cita de Federico González, pues efectivamente las civilizaciones azteca e incaica estaban integradas en el amplio marco del mundo y la cultura precolombina. En cualquier caso, y trasladado al plano de la Historia y de acuerdo también con las leyes cósmicas que regulan su acontecer, ese debilitamiento desencadena en muchas ocasiones lo que algunos historiadores antiguos (caso de Polibio) denominaron la aparición de los “peligros internos y externos”, que proceden, por un lado, de esa misma civilización en descomposición, y por otro de las presiones ejercidas por otras civilizaciones en expansión, las que acaban por lo general absorbiendo a la civilización moribunda. [1]
Otra causa del colapso es el exceso de aquello que los griegos denominaban hybris, o sea el orgullo y la desmesura que lleva a transgredir los límites impuestos por los dioses a los hombres para preservar justamente el orden tradicional, que se ajustaba, como llevamos dicho, a la ley de armonía que rige el propio Cosmos. En parte este fue el caso de la desaparición de la civilización medieval, que comienza con la destrucción de la Orden del Temple y continúa con la creación de los Estados nacionales, lo que supuso vaciar de contenido a la idea de la Cristiandad, que desapareció definitivamente tras la Guerra de los Treinta Años a mediados del siglo XVII. Seguramente, este fue el caso de la destrucción de la civilización micénica, que vendría poco después de la guerra de Troya (motivada precisamente por exceso de hybris de dicha civilización) la cual, además, trajo consigo el fin de la “edad de los héroes” dentro del mundo helénico. Precisamente, y sin ir más lejos, la causa del hundimiento de la civilización tecnológica actual está siendo justamente esa desmesura en todas sus acciones y la transgresión de todos los límites, como sucede en los diversos campos de la experimentación científica.
Por otro lado, esa decadencia tiene sus procesos y ritmos propios, y en ocasiones puede extenderse por largos períodos de tiempo, durante los cuales el elemento propiamente humano se hace cada vez más predominante en detrimento del elemento suprahumano y divino [2], que poco a poco va desapareciendo del escenario de la Historia, o mejor dicho va ocultándose, pues en verdad no desaparece nunca por su misma condición de inmortal. Es más bien el hombre el que a partir de un momento dado se muestra cada vez más incapaz de tomar contacto con las realidades superiores, que porta en sí mismo y que actúan también en el mundo, lo que le lleva indefectiblemente a desarrollar sus aspectos más inferiores en consonancia con la fase decadente de su civilización, a la que él contribuye y que por lo general constituye un “residuo” de las épocas más luminosas de la misma. El ejemplo del mundo moderno vuelve a ser muy ilustrativo.
Sin embargo, esto no significa que la posibilidad de
“religar” nuevamente con dichas realidades superiores, es decir con el mundo de
los arquetipos universales, desaparezca en las épocas de decadencia. Esa
posibilidad existe siempre para el ser humano, solo que esta encuentra una
tierra más fértil para germinar en unos períodos más que en otros, debido sobre
todo a las condiciones cíclicas imperantes en cada momento; aunque nunca
deberíamos olvidar que la “revelación” de la verdadera identidad del hombre es
coetánea con el tiempo, y siempre puede darse debido a la propia naturaleza
metafísica de esa revelación, que no conoce de condición temporal alguna.
II
De ahí que dentro de esos períodos crepusculares el agotamiento de las energías creadoras (energías que hasta entonces se manifestaban en un grado u otro en todos los ámbitos de la cultura y que pese a la decadencia no habían roto definitivamente el vínculo con los orígenes de esa civilización), acaben por propiciar en su fase última la entrada en escena de sus posibilidades más inferiores, que permanecían en potencia esperando el momento propicio para manifestarse. En esto, como en tantas otras cosas, la estructura histórica de una civilización reproduce la del ciclo más grande, en este caso el del Manvantara, al final del cual también se manifiestan sus posibilidades más inferiores. Y es interesante recordar que así como el nacimiento de una cultura o de una civilización viene acompañada muchas veces por señales aparecidas en el cielo, así también ocurre cuando sobreviene su decadencia, lo que nos habla una vez más de las correspondencias y relaciones sutiles entre los distintos planos de la realidad.
El caso del emperador romano Constantino es un ejemplo de lo primero. Su conversión al cristianismo tras recibir la señal de la cruz dibujada en el cielo en realidad está indicando el surgimiento de una nueva civilización, la cristiana, que regiría los destinos de Occidente hasta el siglo XVII, es decir hasta la llegada del mundo moderno. Otro ejemplo sería el de la civilización islámica:
“Para los musulmanes (en el momento de invadir la Península Ibérica), la estrella del Islam estaba en el ascendente: la estrella Suhail, que nosotros llamamos Canope. Tenían una profecía según la cual el Islam triunfaría dondequiera que se pudiera ver Suhail. Se trata de una estrella del sur, con una declinación de menos 52 ½º, pero en aquellos tiempos era visible hasta un punto tan al norte como Zaragoza –el punto del imperio árabe consolidado situado más al norte de Europa–. Con el paso de los siglos, volvió a ocultarse con la precesión de los equinoccios, y en 1492, cuando desapareció el último reino moro de España, era apenas visible en Europa. Hoy en día está por debajo del horizonte en la Punta de Tarifa, y España no volverá a verla”. (Angus Macnab: España Bajo la Media Luna).
También en torno a esa fecha (1492) comienza para el conjunto de la civilización islámica su decadencia, si exceptuamos al imperio otomano liderado por los turcos, que en cualquier caso tenía unas características propias (étnica y culturalmente hablando) distintas a las del mundo árabe, y cuyo período de esplendor habría que situarlo entre los siglos XV y XVII, coincidiendo prácticamente con el Renacimiento en Europa.
Dentro de una misma civilización,
y según el lenguaje utilizado en algunas tradiciones, la “era de los dioses”
deja paso a la “era de los hombres”, lo que corre parejo a un declinar de la
“Luz de la Inteligencia” en consonancia con el declinar del ciclo propio de esa
civilización, y que se manifiesta por todos lados y bajo todas las formas
posibles. Por ejemplo, en la sustitución del punto de vista metafísico por el
religioso o exotérico; o la virtud (la virtus tal como la
entendían los romanos, sinónimo de valor y energía espiritual) por la moral,
etc. Por otro lado, y si observamos nuevamente el símbolo de la rueda, la “era
de los dioses” se correspondería con la mitad ascendente de la misma y la “era
de los hombres” con su mitad descendente.
En efecto, en la era de
los dioses todo lo que sobreviene en el curso de la existencia humana está
regido por ellos, y sus acciones son imitadas por los hombres porque en verdad
estas son siempre arquetípicas, y por tanto una fuente permanente de
conocimiento que finalmente desemboca en la identificación con el Ser
Universal, que en sí mismo es absolutamente incondicionado y no interviene para
nada en el curso de la Historia, aunque sí deja en ella sus huellas a través de
la “cadena áurea de testificación tradicional”. Mientras esto fue así los actos principales de
los hombres respondían siempre a sus modelos divinos, y la civilización que estos
creaban estaba inspirada por completo en ellos [3]. Por eso mismo, y en tanto que predomina
esta era, esa civilización desarrolla sus propias posibilidades y cualidades
más altas, y puede decirse que la “ciudad terrestre” refleja en todo a la
“Ciudad Celeste”.
En los seres humanos integrantes de las antiguas civilizaciones existía el convencimiento íntimo de esa verdad: su cultura estaba viva y desarrollaba lo mejor de sí misma porque en ellos, en su conciencia, el vínculo con la realidad de lo sagrado, permanecía igualmente vivo, y constituía una realidad impalpable que sin embargo impregnaba todos los actos de su existencia. Dicho de otra manera: el eje de su vida pasaba por la percepción cierta de esa realidad. Es en el momento en que ese vínculo se rompe, o comienza a diluirse, que se inaugura el comienzo de un nuevo ciclo dentro de esa civilización, signado inevitablemente por esa circunstancia, lo cual trae aparejado un cambio profundo que afecta a diversos órdenes, entre ellos precisamente a la forma como el hombre encara los problemas esenciales inherentes al hecho mismo de su existir.
Bajo este punto de vista, la decadencia de la civilización occidental surge fundamentalmente por la aparición del “racionalismo” en sus diferentes variantes a mediados del siglo XVII, pero que ya anidaba en la filosofía escolástica (de cuño aristotélico) a finales de la Edad Media. Por racionalismo hay que entender el exceso de la facultad de la razón, que aunque en sí misma constituye evidentemente una cualidad inherente a la naturaleza humana, un instrumento de su pensamiento cuya máxima virtud es reflejar la luz del Intelecto superior, sin embargo, cuando su predominio llega a ser exclusivo, va en perjuicio de otras cualidades inherentes también a esa misma naturaleza (por ejemplo la memoria, que retiene en el alma humana todo lo que de verdad hay en ella) con lo cual impide a estas manifestarse y desarrollarse en su plenitud, llevando así a su empobrecimiento. El mundo moderno es hijo de ese exceso de racionalismo, lo cual tiene su lógica cíclica, porque el período con el que se corresponde dicho mundo es el último del Kali-Yuga, que coincide con el fin del Manvantara, la Era de nuestra actual humanidad, y en él encuentra las condiciones mentales más óptimas para desarrollarse a sus anchas.[4]
Creemos que todo lo dicho hasta aquí nos permitirá comprender que cada cultura y civilización es una pieza importantísima dentro de ese mandala inmenso que es la Historia Universal, y que en el “plan de la Providencia divina” todas tienen un destino que cumplir dentro de esa Historia, como cada ser humano ciertamente. También, como el ser humano mismo, pueden tener una corta vida, quedarse a medio camino de su ciclo vital, y desarrollar tan sólo algunas de sus posibilidades latentes. Pero así habrá sido su paso por este mundo antes de ser reabsorbida en el seno del Ser Universal, volviendo así a su origen increado. Francisco Ariza
[1] El caso de la civilización azteca es aquí paradigmático, pues ella, en su expansión, absorbe o domina a casi todas las culturas de su entorno geográfico, implantando un imperio próspero, y muy militarizado como otros en la Historia, pero esto se trunca en el momento en que aparece otra civilización, la europea y cristiana, que la absorbe y domina a su vez, conformando, en este caso (pues no siempre ha sido así) una nueva civilización de la que participaron activamente otros pueblos de la América antigua: Hispano-América, que duraría unos trescientos años, tras lo cual aquella unidad político-cultural se divide en la multitud de naciones actuales que todos conocemos.
[2] En el Critias Platón habla precisamente de que fue la predominancia del elemento humano sobre el suprahumano el que llevó a la civilización atlante a la decadencia, que se prolongaría durante milenios (se dice que en torno a los seis mil años, la mitad exacta de la existencia de esa civilización), a lo largo de los cuales conocería su máxima expansión, extendiéndose, desde su centro originario en la isla Atlántida, hacia su Oriente (Europa, norte de África y Oriente Próximo) y su Occidente (América, y especialmente Mesoamérica).
[3] Resumiendo un
poco todo esto y acudiendo para ello a la teoría hindú de los tres gunas (es decir a las tendencias, en
desigual proporción, que existen en todos los seres manifestados), podríamos
decir que en la “era de los dioses” se manifiesta en toda su plenitud la
energía ascendente de sattwa; a su
vez, durante la “era de los hombres” lo hace la energía expansiva de rajas, mientras que las últimas fases
del ciclo se manifiesta la tendencia descendente y en cierto sentido
infrahumana, de tamas. Dentro del
ciclo particular de una civilización la “era de los dioses” se correspondería
con el predominio del sacerdocio (o autoridad espiritual), mientras que la “era
de los hombres” se correspondería con el predominio de la nobleza guerrera (el
poder temporal) y la artesanal, y por último la de los siervos y el
campesinado, estando esta última dominada por la energía tamásica.
[4] El predominio del racionalismo dio paso al predominio de lo económico por encima de otros valores de la cultura, es decir que lo uno está íntimamente ligado con lo otro.
Mucho en que pensar, poco que decir, y un camino a seguir, una nueva búsqueda que emprender, es la huella que me ha dejado la lectura de este articulo. Gracias por haber tenido ese honor de leerlo. Un T.A.M. querido H. Francisco.
ResponderEliminarLe agradezco su comentario, estimado H:. Un TAF:.
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