I. Por la Ruta Jacobea. El Monasterio de San Juan de la Peña. Historia y Simbolismo (Primera Parte)
Por la Ruta Jacobea
EL MONASTERIO DE SAN JUAN DE LA PEÑA
Historia y Simbolismo
(Primera Parte)
Situado en la sierra altoaragonesa del mismo nombre,
el monasterio de San Juan de la Peña se distingue por la singularidad de su enclave geográfico. Si normalmente los monasterios se ubicaban en
grandes espacios abiertos, en el claro del bosque o en la sumidad de las
montañas (cuyo ejemplo más paradigmático y no menos singular son los
monasterios de Meteora en la región griega de Tesalia, de ahí su apelativo de
“monasterios suspendidos del Cielo”), San Juan de la Peña se halla, por el
contrario, incrustado literalmente en la oquedad de una enorme roca (o peña, de
ahí su toponimia) es decir en una cueva o caverna. Sin embargo, este no es el único santuario que existe con estas características en la región
de Aragón, y más concretamente en la provincia de Huesca. Teniendo en cuenta
que dicha provincia es la más montañosa de Aragón, no es de extrañar que el
eremitismo rupestre cristiano encontrara refugio en numerosas cavernas, y que, dependiendo de sus dimensiones, acabarían convirtiéndose en
construcciones que albergarían con el tiempo la vida monacal.
Este es el caso de San Martín de la Bal de Onsera, en la Sierra de Guara, que de ermita pasó a ser un monasterio pero mucho más modesto y sin tanta relevancia histórica como el de San Juan de la Peña. También en las laderas del Monte de Yebra, se encuentra uno de los más bellos conjuntos rupestres eremíticos del Alto Aragón, las llamadas “Cuevas de Santa Orosia”. El mismo monasterio pinatense, sin ir más lejos, comenzó siendo el refugio de un ermitaño llamado Juan de Atarés, quien edificó una pequeña ermita dedicada a Juan Bautista, hasta que en el siglo VIII dos caballeros de Zaragoza, que posteriormente acabarían siendo santos, Félix y Voto, pusieron los cimientos de lo que sería más tarde el monasterio pinatense. Es inevitable recordar aquí las construcciones de diferente tipo incrustadas igualmente en las oquedades rocosas en culturas y tradiciones repartidas por todos los lugares de la Tierra y desde tiempo inmemorial, lo cual respondía a factores de protección, pero también a causas religiosas y espirituales, como es el caso de San Juan de la Peña (figs. 1-2-3).
La huella que
deja en la memoria un lugar como San Juan de la Peña no se borra fácilmente, e
inevitablemente te impulsa a regresar descubriendo en cada nueva visita
aspectos de su arquitectura, su arte, su historia y su paisaje que te
pasaron desapercibidos en las visitas anteriores. Precisamente, su topografía y
orografía, unidas al hecho de que San Juan de la Peña era un paso importante en
una de las rutas principales que seguían los peregrinos jacobeos (en este caso
la ruta más antigua, la que partía de Jaca), fueron, decimos, los motivos que en su día nos impulsaron a visitarlo por primera vez. Corría el año 1988. Precisamente, este escrito data de esa fecha, si bien lo hemos revisado y ampliado,
añadiendo además una segunda parte dedicada al Maestro de San Juan de la Peña y la descripción de algunos de los capiteles del claustro, llevados a
cabo por él y su taller.
El cenobio
pinatense es un lugar muy especial, pues tanto la caverna que le sirve de
cobijo como el hecho de ser un centro espiritual en la ruta jacobea poseen de
por sí aspectos simbólicos sumamente interesantes y convergentes. Para empezar,
las cuevas y las cavernas han sido lugares de culto desde los tiempos más
lejanos y prehistóricos, siendo concebidas unánimemente como templos naturales. Esa
sacralidad se acentuaba cuando en las cavernas nacían manantiales de agua (como
es el caso de San Juan de
Por otro lado, las cavernas, los centros espirituales y las rutas de peregrinación están directamente relacionados con la geografía sagrada, ciencia tradicional muy antigua que considera a la Tierra, y a la naturaleza en su conjunto, como un recipiente que recoge en su seno los efluvios de las energías cósmicas y celestes. Aquí hemos de incluir igualmente la lluvia, los rayos, los truenos, los vientos, etc., que no eran vistos por la mirada del hombre antiguo (educada en las analogías y las correspondencias simbólicas entre los distintos planos de la realidad) como simples fenómenos atmosféricos y meteorológicos, sino como las manifestaciones vivas de los poderes invisibles y numénicos que dan forma al paisaje y lo tornan significativo.
La bella comarca de los pre-pirineos oscenses donde se encuentra San Juan de la Peña es, con seguridad, uno de esos lugares privilegiados donde todavía pueden percibirse en perfecta armonía la “presencia” de las divinidades telúricas y cósmicas. El antiguo nombre dado a la montaña donde está el monasterio, el Monte Pano, evoca inmediatamente al dios griego Pan (el Fauno romano), hijo del olímpico Hermes y una ninfa. Este dios habitaba los bosques tupidos y salvajes, estando caracterizado por una desbordante potencia genésica y fecundadora.
Al “noble
viajero” (definición que en la antigüedad se daba a los iniciados
en el Conocimiento) no le pasan desapercibidas
estas realidades sutiles del paisaje, sino que participa de su sacralidad, la
misma que debieron percibir los hombres y mujeres que habitaron desde la
prehistoria estos montes, y que con toda seguridad consideraron un lugar de culto
la caverna donde se situaría con el tiempo el monasterio. Más cerca de nosotros merecen ser
destacados los gremios de constructores que lo edificaron en sus diferentes
periodos, incluido el Monasterio Nuevo, de estilo barroco (siglo XVII), ubicado
muy cerca del antiguo, concretamente en el Llano de San Indalecio, teniendo al
fondo la impresionante Peña Oroel.
Son dos arquitecturas muy diferentes. El Monasterio Nuevo, como decimos, es barroco aunque tiene elementos de la arquitectura neoclásica de los siglos XVIII-XIX, mientras que el San Juan de la Peña original está signado fundamentalmente por los dos estilos que marcaron su época gloriosa, el mozárabe (s. IX-X) y el románico (s. XI-XII y XIII). Hay también una muestra de la arquitectura gótica, como es el caso de la magnífica capilla de San Victorián, del siglo XV y de estilo “gótico florido”. De la arquitectura mozárabe queda sobre todo la Iglesia Baja y el bello arco de herradura que da acceso al claustro, edificado entre los siglos XII-XIII, y cuyos capiteles historiados son de una inagotable riqueza simbólica (figs. 4-5-6-7). Sin duda, el claustro es lo más conocido y famoso de San Juan de la Peña. Volveremos extensamente sobre él en la segunda parte de este breve estudio.
La arquitectura mozárabe es genuina del arte hispano ya que no se lo encuentra en ningún otro lugar. Lo mismo diríamos del mudéjar, tan presente en todo Aragón. El arte mozárabe no sólo se expresó en lo arquitectónico (que se distingue fundamentalmente por el arco de herradura, propio del arte visigótico y califal), sino también en la orfebrería, en la miniatura y la pintura usada en la decoración de libros y manuscritos, como es el caso de la “Biblia Mozárabe de San Juan de la Peña”, del siglo XI (fig. 8), y por supuesto del famoso “Comentarios al Apocalipsis” del Beato de Liébana, en la región de Cantabria.
La cabecera de la Iglesia mozárabe está formada por dos ábsides incrustados igualmente en la roca dedicados a San Julián y Santa Basilisa (fig. 9), y allí encontramos restos de pintura mural referentes al martirio de los hermanos San Cosme y San Damián (fig. 10), los santos médicos que han sido comparados con Cástor y Pólux, los dioscuros de la mitología grecorromana.
Fig. 9. Iglesia mozárabe en la parte inferior del monasterio. Los dos altares dedicados a San Julián y Santa Basilisa.
Fig. 10. Frescos de San Cosme y San Damián recibiendo la bendición del Señor.
Encima de la Iglesia Baja se construyó a finales del siglo XI la Iglesia Superior, románica, con sus tres ábsides incrustados en la misma roca y dedicados cada uno de ellos a San Miguel, a San Juan Bautista y San Clemente, respectivamente.[1] El triple ábside con sus arcos ladeados confiere cierta sensación de atracción hacia un punto, que es el propio altar situado en el ábside central (fig. 11). Entendemos con ello que los arquitectos que construyeron dichos ábsides quisieron crear esa sensación con un objetivo concreto: generar un estado de concentración en quienes participaban del rito litúrgico.
La comunicación entre ambas iglesias se efectúa a través del Panteón de Nobles (fig. 12). Entre este y la roca estaba el antiguo Panteón Real (fig. 13), así llamado porque allí fueron enterrados los primeros reyes del Reino de Aragón, que estuvo unido en un principio al Reino de Pamplona (posteriormente Reino de Navarra) a través de Sancho el Mayor, padre de Ramiro I, quien fuera el fundador del Reino de Aragón. Él, junto a sus sucesores Sancho Ramírez y Pedro I, son los reyes cuyos restos y los de sus esposas (también reinas), fueron enterrados en el antiguo Panteón Real antes de pasar definitivamente al Panteón Real actual, mandado construir por Carlos III en 1770 (fig. 14). El sucesor de Pedro I, su hermano el gran Alfonso I el Batallador, quiso ser enterrado en el castillo de Montearagón, haciendo testamento en favor de Dios y dejando su heredad a numerosos monasterios, catedrales y otras entidades religiosas, incluidas diversas órdenes militares de la caballería cristiana, entre ellas la orden del Temple, con la que este rey mantuvo estrechas relaciones.
Fig. 15. Panteón de Nobles. Nicho con un crismón.
Fig, 16. Panteón de Nobles. Lápida del nicho de Fortunio Blasqvionis, o Fortuño Blázquez, y de Eiximena, o Jimena, su esposa (†1082).
Hablando del Panteón de Nobles, merece la pena que nos detengamos un momento en observar las imágenes de dos nichos (figs. 15-16), donde aparecen sendos símbolos cosmogónicos como el crismón y la cruz, relacionados ambos con la Rueda del Mundo. De hecho el crismón (o crisma) es una forma de la cruz, a la que se añaden dos o cuatro brazos más, dependiendo de lo que se quiera expresar con ello dentro de una misma estructura “cruciforme”. En el cristianismo de la primera época, el crismón era de seis radios y estaba conformado por un eje vertical y dos ejes que pasaban por su centro, figurando así las iniciales griegas I y X [iota y khi] de las palabras Iêsous Khristós. Era una manera de expresa la idea de que Jesús el Cristo abarcaba la totalidad de la Creación. Es el Pantocrátor, el Todopoderoso Señor del Tiempo, pero también de la Eternidad, pues no solo es el principio (alfa) y el fin (omega) del tiempo, sino del “presente eterno”, que sintetiza todo lo que no está sujeto al flujo temporal al no pertenecer ni al pasado ni al futuro. El presente no “viene ni va”, estando simbolizado por el punto inalterable del centro de la rueda, donde mora la Deidad que, con su sola presencia, la hace girar sin participar de su movimiento. El segundo símbolo, la cruz, aparece aquí enmarcada por cuatro flores (seguramente rosas) en representación de los cuatro evangelistas, siendo la flor que está en el centro de la cruz el propio Cristo. Este mismo esquema es el que aparece en la figura del “Cristo en Majestad”, muy reproducida en el arte cristiano, también en un capitel del claustro de San Juan de la Peña, como veremos en la segunda parte. En la alquimia hablaríamos de los cuatro elementos y el centro, que es la “quintaesencia”, de la que todos ellos nacen y en la que se reabsorben acabado su ciclo de manifestación, es decir de “su tiempo”, marcando así el límite con la eternidad, con el “no tiempo”, con la inmortalidad en definitiva, ejemplificada en la resurrección de Cristo.
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Durante toda la Edad Media el monasterio fue un verdadero foco de irradiación cultural y espiritual, como tantos otros en aquella época, donde el saber se concentraba en los scriptorium y escuelas monásticas, al menos hasta finales del siglo XII, momento a partir del cual fueron surgiendo en España y toda Europa las universidades bajo el influjo de la también naciente escolástica.[2]
Recordemos que los constructores del monasterio pinatense participaban del mismo espíritu que animó todo el Medioevo cristiano, heredero en gran parte de la tradición clásica. Conocedores no solo de su oficio, sino también del sentido interior de las Escrituras, y herederos de una tradición sapiencial venida no solo de las tierras europeas sino también del Cercano Oriente, los constructores medievales supieron conjugar en su arte las intuiciones luminosas de un conocimiento trascendente y las enseñanzas procuradas por el contacto directo con el libro de la naturaleza, esencialmente simbólica al manifestar en la multiplicidad de sus formas el gesto creador del Gran Arquitecto del Universo. En suma, una concepción del mundo y de la vida vertebrada por las revelaciones teofánicas y la certeza de que las estructuras visibles e invisibles del Cielo y la Tierra expresan un orden armónico y unitario. En efecto, todo edificio construido según el prototipo de la forma cósmica lleva implícita la interacción y equilibrio entre sus módulos arquitectónicos y el medio natural en los que estos se insertan.
El monasterio de San Juan de la Peña no fue una excepción, ya que desde sus comienzos, y en sucesivas etapas, fue concebido teniendo en cuenta las características de la caverna que le sirve de cobijo. Esta adecuación se hace evidente en lo que respecta a los ábsides, bóvedas y arcos de las iglesias mozárabe y románica, y especialmente en la llamada “sala del Concilio”, construida en tiempos de Sancho el Mayor (siglo XI), y situada en la parte inferior del monasterio, donde esas bóvedas y arcos semejan verdaderas “cavernas” o criptas (fig. 17). Por otro lado, la cercana iglesia románica de Santa Cruz de la Serós, situada al comienzo de la carretera que conduce directamente al monasterio, es otro ejemplo de armonía entre la arquitectura y el paisaje circundante, aunque en este caso se trata de una construcción que semeja la “montaña cósmica”, un símbolo complementario con la caverna, ya que esta reside en su interior (figs. 18-19).
En efecto, tanto la caverna como la montaña, evocan la estructura cósmica, y al igual que el templo constituyen un modelo o imagen de ella. Pero la caverna en concreto es un símbolo de la interioridad, del recogimiento y la concentración, y sus vínculos con el corazón (el símbolo del centro espiritual en el ser individual) son evidentes, sin olvidar tampoco sus correspondencias con el “huevo filosófico” y el atanor alquímico, donde tiene lugar la regeneración espiritual.
No es necesario señalar que todo esto responde a concepciones estrictamente simbólicas, donde el criterio “estético” queda en un segundo plano, o simplemente no existe, pero sí el sentido de la belleza, muy acusado en aquellos gremios artesanales, en permanente contacto con las corrientes herméticas y gnósticas que participaban en el desarrollo de la civilización medieval. El arte sagrado supedita siempre los destellos superficiales de las cosas y los seres a sus contenidos espirituales y metafísicos, siendo la analogía simbólica el lenguaje más adecuado mediante el cual esos contenidos manifiestan y revelan su esencia. Estamos convencidos de que los significados simbólicos que todas las tradiciones unánimemente atribuyen a la montaña y la caverna influyeron en los maestros de obra que diseñaron los planos y llevaron a cabo la construcción de San Juan de la Peña. Uno de esos maestros fue el escultor y arquitecto denominado “Maestro de San Juan de la Peña” (también “Maestro de Agüero”, municipio histórico cercano a Huesca), cuyo taller de artesanos realizó distintos trabajos, sobre todo en la comarca geográfica de la Jacetania (con Jaca como centro) y de las “Cinco Villas”.[3]
Otro símbolo
estrechamente relacionado en este caso con la caverna y el corazón es la copa, y si, como
pensamos, no existe casualidad alguna en el dominio del simbolismo (que es el
de la Ciencia Sagrada) no ha de sorprendernos el hecho de que durante más de
tres siglos el Cáliz de la Santa Cena (fig. 20) fuera celosamente guardado en la interioridad de la caverna del monasterio pinatense, al menos hasta finales del siglo XIV, donde tras varios traslados acabó en la
catedral de Valencia en el siglo siguiente, concretamente en 1432.[4]
Es sabida la identificación que existe entre este Cáliz y la Copa del Santo
Grial, conformando una de las leyendas más ricas e importantes de la Edad
Media, fundada en aquella otra que hace referencia a José de Arimatea y Nicodemo,
dos discípulos “secretos” de Cristo que llevaron el Cáliz (conteniendo la
sangre y el agua que manaron del costado de Cristo en la cruz) a las Islas
Británicas, fusionando las enseñanzas cristianas con las de los druidas
celtas, lo que dio lugar al ciclo iniciático del Grial, palabra que hace referencia
a un Vaso (grasale) y a un Libro (gradale o graduale). Al respecto de esto René Guénon señala que:
“este último
aspecto [el de libro] designa manifiestamente la tradición, mientras que el primero concierne
más directamente al estado correspondiente a la posesión efectiva de esa
tradición, vale decir al “estado edénico”.[5]
Esas leyendas (vinculadas con la “historia sagrada”
del Cristianismo, pero de un alcance también universal), alimentaron toda una
literatura caballeresca durante la Edad Media en donde las gestas y hazañas de
sus protagonistas describen el proceso de la iniciación a los
misterios, proceso que en el esoterismo cristiano tiene su modelo en el
nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo. Varios de los capiteles de San
Juan de la Peña hacen referencia a ese proceso, aunque también pueden verse en
ellos otras lecturas más secundarias relacionadas con el punto de vista
puramente religioso, moral y alegórico. Y es que todas las cosas tienen siempre cuatro niveles de lectura, siendo el más elevado el punto de vista
iniciático. La ventaja de considerar esos niveles desde la perspectiva iniciática -que es la perspectiva metafísica- es que ella, por corresponder a un
grado de realidad mucho más universal, es capaz de integrar todos los demás
sentidos particulares.
En la medida en que nos ha sido posible, es con esa perspectiva, sustentada en las analogías y correspondencias simbólicas, con la que hemos contemplado las imágenes del claustro, y si bien algunos de sus capiteles no están completos, o simplemente han desaparecido por haber sufrido diversas destrucciones a lo largo del tiempo, sí son lo suficientemente ilustrativos para captar ese punto de vista más elevado y sutil que, estamos seguros, es el que quisieron transmitir sus escultores.
Como veremos en la segunda parte, nos hemos acercado a los capiteles de San Juan de la Peña con el único propósito de aprender, convencidos de que en esas figuras hieráticas que nos miran alucinados (de lucidez espiritual) con sus abiertos ojos almendrados (llamados “ojos de insecto”, que es una de las características de la técnica del Maestro de San Juan de la Peña) ha cristalizado el mensaje contenido en las Escrituras, nutrido de ideas, pensamientos y profundas emociones que se dirigen al ser entero del hombre. Ese mensaje está muy por encima de los avatares del tiempo y de la historia, si bien para ser efectivo ha de descender sobre las almas humanas “que yerran en el fondo de los pozos de la vida...”, como dice Proclo en su Himno a las Musas. No es letra muerta sino que está vivo y con su poder espiritual todavía inalterable para despertar la memoria de lo sagrado y de un conocimiento que, por su origen supra-humano, es el único que puede abrirnos a nuestras posibilidades más auténticas y verdaderamente universales. Francisco Ariza
[1] Debemos
añadir que en la Iglesia Superior, y a iniciativa del rey Sancho Ramírez, se celebró por primera vez en toda la
península la liturgia del rito romano, que vendría a sustituir al antiguo rito
hispano-mozárabe. Corría el año 1071. Este rito se consolidó en el siglo VI en Toledo, la capital
del reino visigodo, extendiéndose por toda España (incluida la España bajo
dominio musulmán, donde vivían los cristianos mozárabes) hasta el siglo XI, si
bien aún queda un testimonio en la propia catedral de Toledo, donde se celebra
en días determinados del año.
[2] En San Juan de la Peña se realizaron numerosos manuscritos y obras de gran valor, conservándose todavía algunos ejemplares como es el caso de la nombrada “Biblia Mozárabe de San Juan de la Peña” (actualmente en la Biblioteca Nacional de Madrid), o el “Libro Gótico de San Juan de la Peña” (en la Biblioteca General Universitaria de Zaragoza). Debemos recordar que cuando en el siglo XIV se decidió escribir, por iniciativa de Pedro IV, la crónica del Reino de Aragón (que tiene su modelo en De rebus Hispaniae, también conocida como Historia de los hechos de España, de Rodrigo Jiménez de Rada, y también en la Estoria de España de Alfonso X el Sabio) se eligió como título de la misma la Crónica de San Juan de la Peña, ya que fue gracias a la ampliación de los anales de los antiguos reyes aragoneses escritos por los monjes pinatenses a lo largo de los tres siglos anteriores (XI-XII-XIII) que fue posible elaborar dicha Crónica sobre los reinos y condados de la Corona de Aragón.
Añadiremos que en el capítulo I de la versión aragonesa de esta Crónica (pues existen otras dos en latín y en catalán) se habla del primer hombre que pobló España, Tubal, del cual descendieron los “cetubals” y posteriormente los íberos. A continuación se habla de la estrella Esperus, que no es otra que el planeta Venus pero el que aparece no por la mañana sino por la tarde (Vesper), que se corresponde con el Oeste, es decir con Occidente. De Esperus viene Speria, el primer nombre de España: “Segunt que havemos leydo en muytos libros, el primem hombre que se pobló en España havia nombre Tubal, del qual yxió la generación de los ybers, assí como aquesto dizen Ysidoro et Jerónimo. Et fueron nombrados por el nombre de Tubal, cetubals. Et depués, por una estrella que ha nombre Esperus, ques pone cerca el sol et la ora es tarde, fue metido nombre a la tierra Speria”.
[3] Las Cinco
Villas son Tauste, Ejea de los Caballeros (capital comarcal), Sádaba,
Uncastillo y Sos del Rey Católico. Sin embargo, dentro de esta comarca existen
otros muchos municipios como Biota, Luna, Luesia y El Frago, etc., en los que
también trabajó el taller del Maestro de San Juan de la Peña como más adelante
veremos. Asimismo participó en la elaboración de la portada de la iglesia de
Santa María de Sangüesa, población de Navarra pero muy cercana a Aragón.
[4] Llevado por
San Lorenzo a Huesca desde Roma en el siglo III, fue depositado finalmente en
la catedral de Jaca antes de pasar a San Juan de la Peña en el siglo XII. Como
dato interesante diremos que las investigaciones arqueológicas han fechado el
origen de este cáliz en torno al siglo I de nuestra era.
[5] Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, cap. XI, “Los guardianes de Tierra Santa”.
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