La Gran Parodia de la Civilización Artificial (2ª Parte). Los Precursores de la "Singularidad Tecnológica"

 

Idea futurista del "alma del software" digital de la máquina. Vector de Octapius

Ciertamente, la cibernética al relacionar el campo de la física con el de la neurología y el de las computadoras, es la que está al mando de la civilización que ella ha acabado de conformar, una civilización fundamentada en gran parte en la “realidad virtual”, es decir en el ciberespacio, y que por la propia dinámica de los hechos llegará un momento en que se confundirá con la realidad concreta y sensible, hasta el punto que la mente humana no podrá distinguir entre la una y la otra. Esa misma confusión dará lugar a la aparición definitiva del transhumanismo, un término que refleja hasta qué punto las ciencias gobernadas por la cibernética están rompiendo con lo genuinamente humano.

Se nos dirá que esa pretensión ya viene de lejos, y es cierto, pero la sociedad cibernética no se ha manifestado plenamente hasta que la IA y la “revolución digital” dirigida por ella no se ha hecho ya imprescindible, invadiendo todos los campos de la actividad humana a través de una “ingeniería social” cuyo objetivo último es sugestionarnos mentalmente para aceptar que la naturaleza humana “necesita” el complemento de la IA para desarrollar lo que para sus promotores sería el “ideal” de la transhumanidad.

En efecto, el modelo de esa supuesta “transhumanidad”, o posthumanidad, es un ser híbrido entre lo humano y la más sofisticada tecnología, o sea “el homo deus cibernético”, aunque sus adeptos con “tintes místicos” más fervorosos hablan abiertamente de un “dios máquina”, puesto que para ellos el verdadero Dios “ha muerto”, en sintonía con lo que preconizaban ciertos filósofos del siglo XIX y principios del XX. El “dios-máquina” ha venido a sustituirle, creando una nueva humanidad que al estar regida por la IA, aplicará injertos electrónicos en sustitución de los corporales haciendo posible el anhelado “milagro” de la inmortalidad corporal, puesto que el cuerpo humano es considerado una máquina y por tanto sus distintos “motores” pueden irse cambiando indefinidamente. Ante tal aberración, naturalmente ya no estaríamos hablando de una vida propiamente humana.

Sabemos que hay mucho de delirio en los grupúsculos y sectas que han surgido al albur de la cibernética, pero de algún modo señalan una tendencia que se irá imponiendo por el propio proceso que va determinando el sino de esta humanidad hacia su fin, pues existen determinadas corrientes científicas y filosóficas que avalan y auspician esa simbiosis hombre-máquina. Tenemos el ejemplo de Gregory Bateson, uno de los padres de la cibernética, que era además psicólogo y neuro-lingüista, quien señaló que “la mente y el cuerpo pueden ser comparables al software y al hardware” de la computadora, de tal manera que, según él, los procesos mentales se pueden abordar observando meticulosamente el cuerpo, o sea la parte “motriz” de la individualidad humana, que es lo que más se acercaría dentro de esa individualidad a la máquina misma.

Prácticamente todos los científicos que durante los años cuarenta y cincuenta trazaron las grandes líneas de la cibernética eran matemáticos, psicólogos y neurólogos además de ingenieros, una curiosa combinación que fue creando un marco conceptual que explica la tendencia hacia la simbiosis hombre-máquina a la que inevitablemente conducían sus teorías, aunque algunos de ellos no fueran conscientes de ello. Nos referimos por ejemplo a Warren Sturgis McCulloch, Norbert Wiener, John von Neumann (participó en la elaboración de las dos primeras bombas atómicas que cayeron en Japón), Kurt Friedrich Gödel y Paul Watzlawick entre tantos otros.

Se da la circunstancia de que, aparte del origen anglosajón de muchos de ellos, una mayoría significativa de estos científicos procedían de Centro-Europa, aunque con el tiempo se nacionalizaron estadounidenses. Es decir, procedían del mundo anglosajón y germánico fundamentalmente, precisamente donde sería incubado el pensamiento cientificista que trajo consigo la revolución industrial propulsora del maquinismo tecnológico que puso las bases, ya en el siglo XX, para su desarrollo desmesurado hasta llegar a la sofisticación electrónica de nuestro tiempo actual.

El ejemplo más claro de esa tendencia hacia lo transhumano lo tenemos ya en los últimos modelos de la IA, así como en las diversas plataformas que permiten recrear una realidad que es completamente artificial, término que es el que mejor le conviene a la “realidad virtual”, pero que por el hábito ya adquirido vamos a seguir denominándola así. En esa realidad virtual la barrera física que existe entre el ser humano y la computadora es abolida. Es como si entráramos dentro del ordenador, y por tanto el ordenador dentro de nosotros, creando una dicotomía mental que acabará mutando nuestra capacidad cognoscitiva como consecuencia de una distorsión o dislocación de la realidad, ubicándonos así en un “limbo”, o “tierra de nadie”, que se asemejará bastante a ese plano intermediario inferior descrito por diversas tradiciones en donde las almas desencarnadas vagan perdidas por un mundo de sombras antes de pasar al estado “larvario” de lo infrahumano. El ejemplo del “metaverso” ilustra lo que decimos. En él la materia como tal no existe al no haber ningún elemento ni presencia alguna del mundo físico; es una apariencia y una simulación de espacios y ambientes creada por los ingenios electrónicos, con la particularidad de que para que haya esa apariencia de realidad dichos ingenios han de interactuar con aquella parte de nuestro cerebro donde están las terminales neurológicas que conectan con las emociones, la imaginación y el pensamiento, en suma con nuestra psique.

Pero el objetivo (confesado o no) de los ingenieros de la biotecnología asociada con la IA, es implantar directamente en el córtex cerebral dispositivos electrónicos (microchips) que permitan prescindir de los que existen actualmente (gafas 3D, visiocasco, guante electrónico, etc.) para tener acceso a la realidad virtual e interactuar con ella. En realidad, estaríamos ante una aplicación de la llamada “interfaz cerebro-tecnología”, basada en la conexión funcional (interfaz) entre el cerebro y la computadora, lo cual está siendo desarrollado por varias de las grandes empresas tecnológicas, como Google, Meta, Apple, Microsoft y Neuralink.

Esto tiene naturalmente sus peligros cuando desborda su aplicación estrictamente médica, desbordamiento hacia el que están tentados permanentemente los científicos que creen firmemente en la transformación de la naturaleza humana mediante la tecnología más sofisticada. Los peligros de que hablamos están obviamente relacionados con un mayor control de nuestras mentes gracias a la enorme información que se recibe a través de las conexiones neuronales entre el cerebro y la máquina. Todo esto está ligado a lo que se denomina la “Identificación del Pensamiento”, un término que hace referencia al uso de la tecnología para decodificar y entender la mente humana, revelando su contenido. ¿Cómo no acordarse, en fin, de aquella “policía del pensamiento” descrita en las novelas distópicas de George Orwell?

El dueño de Neuralink, el controvertido Elon Musk, un visionario de la civilización cibernética, cree firmemente, según sus propias palabras, “que la fusión de mentes con máquinas es vital para evitar que las personas sean superadas por la inteligencia artificial”. Esto nos resulta muy revelador acerca del mundo que están diseñando los ingenieros de la biotecnología, de la manipulación genética y los programadores de la IA, invadiendo todos los ámbitos de nuestra vida, incluso la más íntima, como es la manipulación de nuestra psique, pues en lo que se refiere al espíritu este está completamente vedado a cualquier manipulación, y es en él donde el ser humano encuentra el núcleo de su libertad pues ese es el ámbito de lo verdaderamente universal.

Precisamente, los modelos actuales de la robótica son todavía toscos pero estas “puestas en escena” conversacionales, tipo robot ChatGPT, son como un inmenso laboratorio para ir perfeccionando el software (o “mente”) de la máquina, por utilizar el símil de Gregory Bateson.

Por otro lado, la simbiosis hombre-máquina recuerda inevitablemente la teoría de Descartes sobre los “animales máquina”, y esto no es por casualidad, pues Descartes es precisamente uno de los filósofos y matemáticos que con sus planteamientos crearon en el siglo XVII las condiciones para que surgiera una ciencia materialista cuyos postulados llevarían a la ruptura con la tradición secular de Occidente, y por tanto con una ciencia humanista enraizada en una concepción sacralizada del cosmos cuyas aplicaciones prácticas derivaban de leyes y principios universales. Pensemos en la China antigua y el Egipto de las dinastías faraónicas, en las culturas Mesoamericanas y precolombinas en general, en Grecia, Babilonia, Persia, la India de los Vedas, y más allá, en las sociedades prehistóricas de todos los continentes de la Tierra, que desarrollaron una ingeniería basada en la sacralidad del cosmos y la naturaleza como resultado de su conocimiento de los elementos sutiles del paisaje aplicados a la construcción, ideas no muy alejada del arte extremo-oriental del feng-shui, que en Occidente ha tomado el nombre de Geomancia.

Todos esos científicos e ingenieros, ignorantes de las cuestiones esenciales del ser humano, desconocen que en la pugna entre el hombre y la máquina esta será siempre la vencedora, pues al incorporarla en el cuerpo como soporte para interactuar con la mente, el propio ser humano será ya medio máquina, y no importa que esto se realice mediante un diminuto ordenador como es el microchip, un “portento” de la nanotecnología sin duda, o cualquier otro artilugio electrónico, pues al fin y al cabo siempre será una máquina por sofisticada que sea, es decir un ingenio que tiene su propia dinámica y que por definición es autónomo del hombre, convirtiendo finalmente a este en su servidor al hacerse imprescindible, y solo hay que observar la multitud de esos artilugios que se han hecho indispensables en nuestras vidas desde el inicio de la era cibernética, que se acrecentará con la inminente aparición de la llamada “Web Internet 3.0”, la que nos dará una “identidad digital”, es decir que nos identificará dentro de la sociedad cibernética ya completamente establecida. Esto contrasta con lo que significaba el útil o la herramienta entre los oficios artesanales, a saber: un prolongamiento del hombre mismo que permitía facilitarle su trabajo, el que era en muchos casos el soporte de una realización espiritual, como señala René Guénon en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos.

Claro está que hablar de “realización espiritual” en un mundo regido por las máquinas más sofisticadas resulta completamente extemporáneo, y este será el triunfo (momentáneo) de lo que René Guénon llamó la contra-tradición, una forma de denominar a esa entidad que secularmente se ha dado en llamar el Adversario. La confianza generalizada de esa “nueva humanidad” en la IA la anula completamente para concebir lo que en verdad es lo “transhumano”, que evidentemente no es ese simulacro siniestro que toman como tal. Lo “transhumano” no sería otra cosa en realidad que la toma de conciencia de nuestros estados supraindividuales, o espirituales, que son los que nos otorgan nuestra verdadera identidad, que es una con el conocimiento del Ser Universal, donde está el origen de todo lo creado, en conformidad con lo que han dicho siempre todas las tradiciones de la Tierra. Tenemos aquí un ejemplo más de la “gran parodia” o la “espiritualidad al revés” ya advertida por René Guénon en el mencionado, y en este sentido habría que tomarse muy en serio esa “colonización del lenguaje” que está siendo utilizado desde el nacimiento del mundo moderno por los “agentes de la contra-tradición”, como define el gran metafísico francés a quienes han ido “inspirando” a la vanguardia científica y filosófica que lidera los grandes cambios que están conduciendo a la humanidad hacia su autodestrucción en esta fase terminal del gran ciclo del Manvantara.[1]

Precisamente una de las “sugestiones” generadas por la ingeniería cibernética es hacernos creer que los valores espirituales sobre los que se asentaron todas las civilizaciones anteriores están caducados y superados por la Historia. O sea que han quedado obsoletos y sobre ellos ya no se puede construir la “civilización artificial” que la cibernética ha ideado a través de la IA. Son ellos, esos ingenieros imbuidos de “adanismo”, o sea de la tendencia a comenzar algo sin tener en cuenta lo que se haya hecho anteriormente, los que han traído consigo una nueva “verdad revelada” que solo ellos conocen y desde la que reinventan el mundo. Todo lo anterior ha caducado y nada relevante puede decirnos que ya no sepamos. Se han autoexcluido de tener aquellos “gigantes” (en referencia a los filósofos clásicos) sobre cuyos hombros los filósofos medievales podían “ver más lejos”, o sea tener una mayor perspectiva sobre las cosas que realmente importan en la vida.

Esa mentalidad adanista es una manifestación más del “espíritu de nuestro tiempo”, que cree que la historia comienza con ella y de ahí el desprecio hacia todo lo antiguo, al que hace sinónimo de “anticuado”, “vetusto” o “viejo”, o sea inservible y caduco, en contraste con lo que ha sido, salvo excepciones, la regla general en todas las épocas de la Historia. Este es el caso de la brillante época del primer Renacimiento a comienzos del siglo XV (el llamado Quattrocento”), cuya idea fundacional se basaba en que todo progreso verdadero en el orden cultural y socio-político debía inspirarse en los valores de la Antigüedad, en su caso de la Antigüedad Clásica. Sin embargo, esa idea fue cambiando poco a poco, y es en el siglo siguiente, en el llamado “segundo Renacimiento” (sobre todo a mediados del siglo XVI con el comienzo de las “guerras de religión” que surgieron como consecuencia del enfrentamiento de la Reforma y la Contrarreforma), cuando se producen las primeras rupturas intelectuales con esa Antigüedad, inaugurando así un nuevo ciclo que no solo afectaría a la civilización occidental, sino al mundo entero.

Todo esto es como seguir un guión, que ha tenido naturalmente sus etapas acompañadas de una gradual adaptación social de sus postulados, sirviendo los siglos XIX y XX de tubo de ensayo experimental, siendo ahora, desde que ha comenzado el siglo XXI, que la mentalidad general acepta la IA y la cibernética como algo “natural” e inevitable, facilitando el camino para el advenimiento de lo que se ha dado en llamar la “Singularidad Tecnológica”, o sea la superación definitiva de la humanidad por la IA. Por todo lo que vemos y oímos en el cada vez más amplio campo de la cibernética, la humanidad actual está en un proceso de transición hacia esa “Singularidad Tecnológica” y el dominio completo de la máquina sobre el hombre. Sería un paso más hacia aquello que René Guénon denominó la “disolución” de nuestro mundo. Y todo esto vivido en un contexto social cada vez más acentuado de inseguridad y de caos, al que desde luego contribuyen las permanentes “nuevas tecnologías”.

El término “Singularidad Tecnológica” fue empleado por primera vez por el físico y matemático húngaro-estadounidense John von Neumann, anteriormente nombrado, quien en 1957 dijo lo siguiente:

El cada vez más rápido progreso tecnológico y los cambios en el modo de la vida humana, dan la apariencia de que se acerca alguna singularidad esencial en la historia de la raza humana más allá de sus propios asuntos tales como los conocemos...”

Pero, como decimos, el pensamiento de este físico-matemático de mitad del siglo XX no surgió por casualidad sino que detrás de él hay una larga lista de científicos, filósofos y matemáticos que fueron dando forma a esa idea de la singularidad tecnológica. Tal es el caso de Nicolás de Condorcet quien nada menos que en 1794 publicó Boceto para un cuadro histórico del progreso de la mente humana, donde afirma:

La naturaleza no ha establecido un plazo para la perfección de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es verdaderamente indefinida; y que el progreso de esta perfectibilidad, de ahora en adelante, es independiente de cualquier poder que pudiera desear detenerla, no tiene otro límite que la duración del mundo en los que la naturaleza nos ha echado”.

Medio siglo más tarde, a mitad del siglo XIX, el escritor Samuel Butler escribió Darwin entre las máquinas, donde mencionó la rápida evolución de la tecnología, comparándola con la evolución de la vida:

“Hay que reflexionar sobre el extraordinario avance que las máquinas han hecho durante los últimos cien años, teniendo en cuenta la lentitud con la que los reinos animales y vegetales están avanzando. Las máquinas más altamente organizadas son criaturas no tanto de ayer, sino a partir de los últimos cinco minutos, por así decirlo, en comparación con el tiempo pasado. Supongamos por el bien del argumento que los seres conscientes han existido desde hace algunos veinte millones de años: Si vemos lo que las máquinas han hecho en los últimos mil años. ¿No puede ser que el mundo dure veinte millones años más? Si es así, ¿en qué no se convertirán al final? ... No podemos hacer cálculos sobre los avances correspondientes a los poderes intelectuales o físicos del hombre, que será una compensación en contra de la medida del mayor desarrollo que parece estar reservada para las máquinas”.

Precisamente, el británico Alan Turing, considerado el padre de la informática hablo en 1951 de máquinas que habrán superado intelectualmente a los seres humanos:

Una vez que ha comenzado el método de pensamiento de la máquina, no tomará mucho tiempo para superar a nuestros débiles poderes. (...) Por lo tanto, en algún momento tendríamos que esperar que las máquinas tomen el control...

En fin, estos son algunos ejemplos, entre muchos otros que podríamos citar, pero consideramos que son suficientes, para advertir que estamos justamente en ese punto en que las máquinas han tomado prácticamente ya el control sobre nuestras vidas, lo cual para la gran mayoría representa el más espectacular avance de la humanidad. Ante todo esto no debe extrañarnos que un científico tan reconocido como el astrofísico Stephen Hawking, fallecido hace unos años, afirmara que la IA había sido “nuestro peor error”, sin duda porque se percató de los peligros potenciales que tenía para el ser humano su aplicación desmedida y descontrolada. Francisco Ariza


[1] El historiador de la computación Bill Joy ha expresado su preocupación por los efectos de las tecnologías emergentes en su artículo “Porqué el futuro no nos pertenece”, advirtiendo que el genio de la biotecnología ha escapado ya de la botella, y señala lo siguiente: “Las nuevas cajas de Pandora de la genética, la nanotecnología y la robótica, están casi abiertas, y apenas parecemos habernos percatado de ello... En este nuevo siglo estamos siendo impulsados sin ningún plan, sin ningún control, sin frenos. ¿Hemos ido ya demasiado lejos por esta vía como para poder cambiar de curso? No lo creo, pero todavía no lo estamos intentando, y se aproxima rápidamente la última oportunidad de hacernos con el control: el punto de seguridad. Tenemos ya nuestros primeros robots domésticos, así como técnicas de ingeniería genética comercialmente disponibles, y nuestras técnicas a nanoescala avanzan con celeridad. Cuando el desarrollo de estas tecnologías haya dado una serie de pasos más... la aparición de la autorreproducción en la robótica, la ingeniería genética o la nanotecnología, podría sorprendernos como nos sorprendió cuando nos enteramos de que se había clonado a un mamífero.”

La Gran Parodia de la Civilización de la Civilización Artificial (1ª Parte). Entre Escila y Caribdis

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