INICIACIÓN A LA VÍA HERMÉTICA. Francisco Ariza (Vídeo y Texto)
A invitación de nuestro amigo Jonathan
Jofré hemos realizado este vídeo en nuestro canal La Memoria de
Calíope para hablar sobre algunos de los temas que forman parte de los estudios
de la recién creada Academia de Alquimia Tradicional Azoth, en el querido país
hermano de Chile. Agradezco desde luego esta invitación, y me honro en ser uno
de los ponentes que están aportando ideas que pudieran ser válidas para una
institución que quiere ser un medio de difusión de la Filosofía Hermética, y
tradicional en general. En este sentido me parece muy acertado que hayáis
elegido el nombre de Azoth para vuestra Academia, esa palabra tan querida a
Paracelso que alude precisamente al “Mercurio de los Filósofos”, o “Mercurio
Filosófico”, una expresión que indica la unión del Mercurio y del Azufre, del
alma y del espíritu, unión imprescindible para efectivizar la Gran Obra
hermética, de la que daremos aquí unas explicaciones introductorias que espero
sean de vuestro interés.
Sabemos que quienes a lo largo del
tiempo se han integrado en el Hermetismo por filiación con sus principios se daban
así mismos el nombre de filósofos, es decir “amantes de la Sabiduría”, pero
también poetas (Ramón Llull), artistas (Salomón Trismosin), guerreros y reyes
(como Rodolfo II), científicos (Geber, Roger Bacon, Cornelio Agrippa, John Dee,
Isaac Newton), médicos (Arnaldo de Vilanova, Paracelso, Michel Maier, Robert
Fludd), e incluso hombres de Iglesia, desde anónimos abades y monjes como Basilio
Valentino hasta cardenales como Nicolás de Cusa o Basilio Bessarión, sin olvidarnos de
algún papa, como es el caso de Silvestre II. La lista de adeptos herméticos y
alquimistas es interminable y cubre la historia y la cultura de Occidente desde
hace más de dos mil años, siendo patente su presencia, e influencia, en el
Cristianismo, el Judaísmo y el Islam.
Precisamente, artistas se han autodenominado los oficiantes del Arte Real de todos los tiempos, cuyo fruto, la obtención de la Sabiduría, es el mayor tesoro que puede albergar el corazón del ser humano. Ellos practicaban y siguen practicando su trabajo en el silencio de su atanor interno con vista a su realización espiritual, que es a lo que tiende el Arte Real, que es ante todo y sobre todo un arte espiritual. “Arcana Artis”, es también una definición dada a las operaciones alquímicas.
Por eso,
sus adeptos siempre han estado y están en comunicación con el linaje de su
Tradición, que debe su nombre nada menos que a Hermes Trismegisto (el “Tres
Veces Grande” por su Sabiduría), el equivalente al Thot egipcio, el Hermes
griego y el Mercurio romano, emparentados a su vez con otras deidades presentes
en todas las culturas del mundo, como es el caso del Quetzalcóatl tolteca o el
Viracocha incaico, e incluso el Fo Hi de la Antigua China, el emperador que entregó
a su pueblo los libros sapienciales como el I-Ching,
el “Libro de las Mutaciones”, o “Libro de los Cambios”. También profetas, como
el bíblico Elías, llamado Elías Artista entre los alquimistas, o Enoch, a quien
se debe el Libro de Enoch, en el que
se habla del origen divino de las artes y ciencias herméticas. También entre
los árabes aparece el profeta Idris, que no es otro que el propio Hermes. Todos
estos son nombres de entidades que aluden y toman la forma de dioses, profetas
o de héroes civilizadores que actúan de intermediarios entre el mundo superior
y el mundo inferior, o dicho de otra manera: entre el Creador y la criatura que
emana de su seno. Sin esa intermediación no podría realizarse la “unión” entre
ambos, unión que nunca ha dejado de darse, pues nuestra existencia depende del
vínculo que nos une a nuestro Principio.
El entrelazamiento de los dos triángulos
del conocido “Sello de Salomón”, ilustra muy bien dicha unión. Este es además uno
de los símbolos de la analogía, tan importantes en la Ciencia Hermética, el
cual establece la unión entre lo superior y lo inferior, teniendo en cuenta que
lo inferior es el reflejo de lo superior, es decir que existe una relación
jerárquica entre ambos.
La Tradición Hermética, bajo el
patrocinio de Hermes Trismegisto, codifica un saber universal que toca la
esencia del ser humano, y qué duda cabe que la forma que ella tiene de
transmitir ese saber es mediante el aprendizaje de la Cosmogonía, aprendizaje basado
en la idea de que entre el cosmos y el hombre hay una identidad, identidad que
es lo primero que se afirma en la Tabla
de Esmeralda, atribuida al propio Hermes Trismegisto, cuya primer precepto
constituye precisamente la fórmula de la ley de analogía: “En verdad,
ciertamente y sin duda, lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como
lo de abajo, para obrar el milagro de una cosa única”. A propósito de la Tabla de Esmeralda todos sabemos que sus
doce principios son un vademécum o compendio de todo el proceso
hermético-alquímico, cuyas etapas son idénticas a las de la iniciación
propiamente dicha.
Como decimos, la Tradición Hermética
transmite una Cosmogonía, y al hacerlo comunica también la idea del Ser que la
hace posible, pues no existe ninguna diferencia entre el cosmos y su Creador,
el Ser Universal, por lo mismo que tampoco existe, en esencia, diferencia entre
este y el ser humano individual, a cuya imagen y semejanza está hecho. Esto es
importante, pues es ahí, en destacar esa identidad, donde reside la función del
Hermetismo como una ciencia y un arte que nos ofrece los vehículos simbólicos
que permiten realizar los procesos alquímicos propiciadores de la transmutación
y los cambios de estados, sin los cuales jamás nos reconoceríamos como parte
integrante de ese Ser único.
Toda Tradición sapiencial tiene un
origen en la historia, pero antes de que se substancie en el tiempo, ese origen
es mítico y atemporal. Y ha de ser así necesariamente, pues de lo contrario no
sería una Tradición, o sea no podría transmitir lo más importante, que es una
influencia espiritual, o intelectual, que para nosotros es lo mismo, pues el
Espíritu no es distinto del Nous, del
Logos, del Verbo, o sea de la Inteligencia Universal, que se manifiesta en lo
humano y que posibilita, como señala Federico González en el cap. I de su obra Hermetismo y Masonería, el surgimiento
del hombre espiritual, paradigma del iniciado, que sabe leer los signos de la
naturaleza y los símbolos cambiantes de su aventura cósmica, adecuándose a las
circunstancias de su viaje, que asimila al Conocimiento, o sea a la Gnosis y
que los textos herméticos y alquímicos en general atestiguan y
transmiten.
La Tradición Hermética apunta a lo que
en nosotros existe de más universal, es decir que además de un arte alquímico,
centrado en las operaciones y el proceso de regeneración de la individualidad
humana, es también un arte teúrgico que pone a esa misma individualidad, el
microcosmos, en el centro del Universo, el macrocosmos.
Lo universal es por definición lo que no
está condicionado ni determinado por las circunstancias existenciales,
circunstancias que, sin embargo, a veces nos empujan hacia una encrucijada de
la que tenemos que salir de manera imperiosa al darnos cuenta de que es eso,
una encrucijada, una intersección de caminos entre los cuales debemos encontrar
a quien nos lleve por “los senderos de la Sabiduría”. O sea, que de esas
circunstancias emerge una necesidad, pero no cualquier necesidad, sino la
Necesidad, que para los antiguos griegos era una diosa, y es ella la que nos
dará el primer impulso para la búsqueda de nuestro verdadero destino,
comenzando así la aventura del Conocimiento, en donde experimentaremos la
calidad de otro tiempo que se revela en el alma haciéndonos vivir en el mundo
mágico de los héroes mitológicos, de cuyas enseñanzas los maestros herméticos
han bebido siempre. A Hermes-Mercurio se le representa con alas, atributo que
le permite un movimiento rápido en la comunicación entre el Cielo y la Tierra,
y viceversa; un movimiento que también es lo suficientemente audaz y enérgico
como para poder despertar al hombre de su letargo y recordarle el sentido de su
vida y el cumplimiento de su verdadero destino.
Hermes
tú entre todos [los dioses] deseas servir de compañero a un mortal,
nos dice Homero en la Ilíada. No
podía ser de otra manera, pues es Hermes el dios que más intima con el ser
humano, al que seduce y conquista suscitándole la sutil belleza de las Ideas,
de los arquetipos imperecederos, que una vez fecundados en su inteligencia, y
fructificando en ella, le guiará por el camino de su autoconocimiento.
No es entonces por casualidad que a
Hermes se le considere el “más humanitario entre los dioses”. Hermes siempre
está cerca de quien lo busca y nunca lo abandona.
En esta imagen podemos ver a Hermes-Mercurio
en su calidad de psicopompo, de “guía de las almas”, a las que ofrece su ayuda para
rescatarlas del mundo inferior o del infierno en que se encuentra.
Hermes nunca abandona en los momentos de
crisis a quien se ha iniciado en sus misterios. Pero aunque nunca lo abandone,
sí puede tenderle “trampas” para provocar en ocasiones esas crisis tan
necesarias en esta vía, presidida por el “secreto hermético” y articulada por
el solve et coagula, esto es por la disolución y la coagulación, que
representan las dos fases que van señalando el proceso de purificación del
alma, fases que están simbolizadas por las dos serpientes que se enroscan en
torno al caduceo (o eje) que porta Hermes como uno de sus atributos principales
junto a las alas de su casco, o sombrero, y de sus pies.
Es Hermes, pues, quien nos conduce
muchas veces a esas encrucijadas existenciales, y es él quien puede sacarnos
también de ellas, pero no a cualquier precio, sino entregándonos totalmente a
sus Enseñanzas con todas las consecuencias que esto implica, pues como leemos
en los evangelios “nadie puede servir a dos señores al mismo tiempo”.
Hay un dicho hermético que dice que
“cuando el discípulo está preparado aparece el maestro”. Y esto se relaciona
directamente con la aparición de la energía de Hermes en aquel ser humano,
hombre o mujer, que se siente extranjero en este mundo, o sea que ha dejado
internamente de pertenecer a una humanidad que es la sombra invertida de
aquella otra que cada vez con mayor certeza presiente como sus verdaderos
ancestros, entre los que se encuentra el linaje de los “hijos de Hermes”, cuya
concepción del cosmos, de la vida y del hombre ha reposado siempre en los
mismos principios y expresados a través de un corpus simbólico inspirado
directamente por el propio Hermes, inspiración que define a esta Tradición y a
su larga cadena de testificación.
De ahí la concordancia en las
interpretaciones que de esos principios y la estructura cósmica que deriva de
ellos han hecho sus adeptos, asegurando así la cohesión doctrinal a lo largo de
los siglos. A este respecto, en uno de los textos herméticos más conocidos de
la Edad Media, la Turba Philosophorum
(la “Turba o la Tropa de los Filósofos”) leemos lo siguiente:
“Notad que, cualquiera que sea la manera
en que los filósofos han hablado, la naturaleza es una, y ellos se hallan de
acuerdo y hablan de lo mismo. Pero los ignorantes toman las palabras tal y como
las decimos, sin comprender el qué ni el por qué (...) En cualquier caso habéis
de saber que nosotros estamos todos de acuerdo, digamos lo que digamos. Así
pues, comparad unos con otros y estudiadnos; porque en uno está claro lo que en
otro permanece oculto, y quien verdaderamente busque, encontrará.”
En toda vía iniciática, en este caso la
hermética, conocer es ser, y uno es lo que conoce, y también lo que recuerda de
su naturaleza primordial. Por eso sin la influencia intelectual, o espiritual,
jamás saldríamos de los límites espacio-temporales en los que se encuentra
encerrada nuestra individualidad cuando la consideramos erróneamente separada
de su Principio trascendente.
Esto que decimos, que se sustenta en una
realidad metafísica, la tradición hindú lo explica a través de la imagen del
Sol reflejada en un estanque de agua, o en un espejo, que para el caso es lo
mismo. Esa imagen existe únicamente porque el Sol se proyecta en ella, y lo
mismo sucede con nosotros. Si existimos es porque nuestra “alma viviente”, jîvâtmâ, es un reflejo de Atmâ, del Espíritu, del cual el Sol
físico es la representación simbólica. Solo desde el momento en que el “alma
viviente” toma conciencia de que ella existe gracias al Espíritu es que reconocerá
que no es distinta de su Ser verdadero. Por eso en otros textos hindúes se
destaca precisamente la unión de jîvâtmâ
y de Atmâ, que son descritos como dos
pájaros que residen en un mismo árbol, el Árbol del Mundo; uno, jîvâtmâ, come el fruto del árbol y se
mueve constantemente, mientras que el otro, Atmâ,
lo observa sin comer en actitud plenamente contemplativa e inalterable. Si los
dos están siempre unidos, es porque no son más que uno desde el punto de vista
del Brahma Supremo, de la realidad absoluta,
en donde jîvâtmâ no se distingue de Atmâ sino en modo ilusorio.
En el contexto en el que estamos
hablando, que el alma humana reconozca que no es distinta del Espíritu, es
equivalente a lo que Platón entendía por la anamnesis,
por el “recuerdo de sí”, pues en toda vía iniciática “recordar es conocer”. En
efecto, todo conocimiento y todo verdadero saber es el intento
de recordar las realidades que el alma vivió en el Mundo de las Ideas antes de
“descender” a este mundo, en donde las realidades sensibles que perciben los
sentidos no son sino las copias más o menos fidedignas de los mundos superiores,
que en el Árbol de la Vida cabalístico se corresponden con los planos de Beriyah y de Atsiluth, como más adelante veremos.
Si reconocemos
la idea del Bien, de la Verdad, de la Belleza, de la Igualdad, de la Libertad,
de la Justicia, de la Unidad, del Ser, etc., o sea de los principios que dan
sentido a la existencia humana, es porque ellos ya están en nosotros, de lo
contrario no podríamos reconocerlos jamás. Tal vez aquí resida la lectura más
alta de esa máxima hermética que dice que “Lo semejante atrae a lo semejante.”
Los representantes
de la “psicología profunda” hablarían del “inconsciente colectivo” para
referirse a la existencia de esos arquetipos en nuestra psique, pero yo
prefiero hablar en cualquier caso de “memoria colectiva” para evitar cualquier
equívoco, pues lo inconsciente es por definición lo no consciente, y aquí se
trata justamente de “tomar conciencia” de lo que ya somos en nuestra realidad
más profunda, realidad que es supraconsciente y no infraconsciente. Existen los
símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, que son comunes a todas las
culturas tradicionales, y esos símbolos e imágenes significativas las
reconoceremos como las estructuras que toman las ideas para ser transmitidas y
revelarse en nuestra conciencia, formando así parte esencial de la memoria
individual y colectiva, o sea del “cuerpo sutil” de una cultura y de los
individuos que la integran, los que a su vez los transmiten a sus
descendientes, formando así lo que se ha dado en llamar la “cadena áurea”.
Áurea porque su cometido y su destino es
mantener en el ser humano esas ideas y principios inalterables que permiten que
su naturaleza sea semejante a lo que representa simbólicamente en el mundo
mineral el oro, que es incorruptible. De ahí el mito universal de la “Edad de
Oro” para referirse a un estado central que en tiempos pretéritos pertenecía a
toda la humanidad en su conjunto, estado del que según dice el texto bíblico
fuimos “expulsados” por haber sido atraídos precisamente por la dualidad y la
multiplicidad, que es lo que en el fondo indica Platón cuando habla del olvido
que sufre el alma humana al “descender” o alejarse del Mundo de la Unidad. Esto explicaría la necesidad de la iniciación y de
los símbolos que retienen en sus formas las ideas, valores y principios que
pueden conducirnos a la recuperación de ese estado perdido, aunque algunos
prefieren decir que se ha “ocultado” en la caverna del corazón. Por eso un
hermetista y hombre de conocimiento como Jacob Böhme pudo decir que: “El
Paraíso está todavía en este mundo, pero el hombre está muy
lejos de él, hasta que no se regenere.”
La palabra
iniciación significa “ir hacia”, pero “ir hacia” la conquista, o reconquista,
de ese estado central jalonado por un proceso que es prototípico porque
responde a una serie de vivencias que no se pueden soslayar, y que explicarían
también la idea del laberinto, de ese “perderse para encontrarse” de que se
habla en los evangelios.
Pero no se puede hablar con conocimiento
de causa de la Ciencia Hermética sino se ha experimentado, en la medida que sea,
ese proceso en nuestro atanor interno, un proceso vivido al ritmo del solve et coagula, de la disolución y la coagulación de nuestros estados de
conciencia, del más denso al más sutil, pasando por toda la gama de los estados
intermediarios representados alquímicamente por los siete metales en sus
correspondencias con las siete energías planetarias, a las que más adelante nos
referiremos.
De ahí que uno de los lemas principales
del Arte Regia sea separar lo “espeso de lo sutil”, pero “con paciencia y
perseverancia”, expresiones ambas que contiene otras de las claves del proceso
alquímico. En este sentido se ha dicho que cualquier metal, léase cualquier
estado de conciencia, llevado a su perfección se convierte en oro, lo que es lo
mismo que alcanzar nuestra verdadera dimensión universal en consonancia con
nuestra naturaleza humana regenerada. Ese sería la recuperación del estado
central o paradisíaco al que se refería Jacob Böhme. Alquímicamente dicho
estado se corresponde con la “quintaesencia”, simbolizada geométricamente por
el centro de la cruz de los elementos, y también por la Estrella pentagramática,
cuyos cincos vértices coinciden con las cinco extremidades del hombre
plenamente regenerado, como puede verse en muchísimos grabados, como este de Cornelio
Agrippa, en donde podemos observar asimismo los símbolos de los siete planetas.
En el proceso alquímico la experiencia
es lo operativo, pues lo que se va comprendiendo y asimilando en el plano
teórico y mental ha de hacerse efectivo y abarcar la totalidad de nuestro ser,
en cuerpo, alma y espíritu. La Gran Obra no es ajena al discurso de la
existencia humana, sino que muy por el contrario constituye su paradigma, al
mismo tiempo que un permanente recordatorio de lo que esa existencia es en
esencia, o sea “bajo la perspectiva de la eternidad”.
A este respecto la frase: “En verdad, ciertamente
y sin duda“ con la que comienza la Tabla
de Esmeralda, el término “En verdad” se refiere a la esencia de lo que
revela en la conciencia, y “ciertamente y sin duda” a su experimentación y
encarnación, movidas por el motor de la fe, que es lo único que poseemos y lo
único que necesitamos en este camino tan lleno de paradojas y dificultades. Acerca
de la fe, en su libro En el Vientre de la
Ballena. Textos Alquímicos, Federico González señala lo siguiente:
“La fe no es un credo hipotético que
tiene que ver con nuestra adhesión imaginaria. La fe es una realidad concreta
que se vive como lo único que se posee. Un solo deseo direccionado que va
fructificando. La pérdida de la fe es la exclusión de esa realidad, al
condenarnos para siempre a las burdas copias disponibles. No tener fe es perder
la oportunidad de ser. Nuestra fe nada tiene que ver con las fantasías de los
ilusos”.
La fe, en términos herméticos e
iniciáticos, es una certeza en el poder taumatúrgico de Dios que aquí, en el
mundo inferior, es lo más pequeño y virtual, de ahí la comparación de la fe con
el grano de mostaza que se hace en los evangelios: “Si tuvierais fe como un
grano de mostaza diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada
os será imposible.” En otro lugar el grano de mostaza se compara también con el
reino de los cielos:
“El reino de los cielos es semejante a
un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo (léase en su
alma), y que de todas las semillas es la más pequeña; pero cuando ha
crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las
aves del cielo vienen y anidan en sus ramas”.
La experiencia nos dice que si esto no
sucede, o sea si el alma no es permeable a lo que nuestro intelecto comprende,
entonces permaneceremos en ese estado que los alquimistas denominan “mixto”,
donde todavía no se ha producido totalmente la separación entre lo espeso y lo sutil,
o entre lo profano y lo sagrado, separación sin la cual no es posible la
regeneración psicológica y el nuevo nacimiento.
La iniciación es una epifanía, “una irrupción de lo
sagrado” en nuestra vida y cotidianidad, una realidad que como dijimos es
mítica por atemporal y que nos comunica la certeza inefable del Misterio del
mundo, que subsiste por el Misterio como leemos en el Zohar, el “Libro del Esplendor” cabalístico.
En la vía hermética se es al mismo
tiempo el sujeto que conoce y el objeto por conocer. Ambos son inseparables,
pues el objeto que hay que conocer es el propio conocimiento que se aloja en el
corazón del sujeto, o sea de uno mismo, un conocimiento que desde luego no es
el de los múltiples egos, que son como la cabeza de la hidra contra la que tuvo
que luchar Hércules en uno de sus 12 trabajos, sino el del Yo, con mayúsculas,
o del Sí Mismo, cuya revelación fue vivida por Moisés en el monte Sinaí cuando
desde la “zarza ardiente” oyó la voz del Señor que le decía “Yo Soy el que
Soy”, o “El Ser es el Ser”.
No es por casualidad que tanto Hércules
como Moisés sean mencionados con cierta frecuencia en los textos herméticos
junto a otros héroes y profetas de la antigüedad. Precisamente, y a propósito
de la “separación” entre lo profano y lo sagrado, en dichos textos se advierte
que esta, la separación, es “algo dificilísimo, un trabajo de Hércules”, comparado
con el cual las demás operaciones son como un “juego de niños”. Con ello se
está afirmando la importancia de esa separación, que en realidad no es otra
cosa que distinguir lo “espeso de lo sutil”, “la cizaña del trigo”, liberando a
nuestra alma de los lazos que la tienen ligada al aspecto más inferior y denso
de sí misma, a ese psiquismo que forma parte de lo que en la Cábala se
denominan las quiploth, las escorias
o cortezas que impiden la realización espiritual, que es lo que persigue la
iniciación hermética. Ya lo dice el VI precepto de la Tabla de Esmeralda:
"Separa la Tierra del Fuego, y lo sutil de lo grueso, suavemente y con
gran cuidado."
Como antes se dijo, separar lo espeso de
lo sutil es en el fondo lo mismo que separar lo profano de lo sagrado, que
ciertamente es la operación más difícil, ya que todas las que vienen
posteriormente dependerán de su éxito. Es como una llave, o clave, que abre la
puerta del templo interior, y es necesario recordar que la palabra profano
quiere decir “fuera del templo”, o sea fuera del cosmos, del universo como un
templo, que nace del “Hágase la Luz” (Fiat
Lux) pronunciado por el Verbo divino en el origen de los tiempos, un origen
que siempre “es ahora”, pues aunque no está sujeto a la sucesión temporal, sí
está en el tiempo, ya que todo efecto conlleva en sí mismo su causa, su
principio, que en el mundo manifestado aparece como lo más pequeño o virtual
como hemos señalado antes hablando del grano de mostaza. Si no fuera así, si el
Ser universal no estuviera inmanente en el ser individual, la iniciación sería
una pura entelequia.
Así pues, separar lo espeso de lo sutil
es intentar “regresar” a ese templo o espacio interno, que no es otro en
realidad que la “casa del Padre” de la parábola evangélica. El alquimista, o el
iniciado en los misterios de la Rueda del mundo, de la Cosmogonía, es ese “hijo
pródigo” que de pronto “recuerda” su verdadero origen, que es el centro de esa
Rueda, donde reside la esencia de su ser verdadero. Por eso, los textos
explicitan claramente que la separación hay que hacerla con gran cuidado, o sea
que no hay que precipitarse pues “toda precipitación procede del diablo”, entidad
que cristaliza en esas escorias y cortezas a las que antes nos hemos referido,
y que muchas veces surgen de las dificultades propias generadas por el medio
sociocultural en que hemos nacido, que se opone frontalmente a cualquier atisbo
de realización espiritual.
Lo profano es una perspectiva errónea
sobre las cosas. Es una ilusión si se la compara con la “lucidez” y “certeza”
que experimenta nuestra inteligencia cuando es capaz de “comprehender”, o sea
de abarcar y de identificarse con las verdades que preexisten en el mundo de la
ideas, verdades que la memoria conserva como potencia que es del alma humana,
junto a la voluntad y la propia inteligencia. Y con esto volvemos de nuevo a la
idea platónica de la anamnesis y “recuerdo de sí”. Diríamos que lo profano está
movido por una energía que es adversa al conocimiento de nuestros estados
superiores, energía que nos jala “hacia
abajo”, hacia lo infrahumano, impidiéndonos la redención, y con ella la
posibilidad de que la luz del Nous se
manifieste como una potencia liberadora. Ya decía Plotino que "el
camino hacia la Inteligencia es para el alma la liberación de sus
cadenas."
Dante describe muy bien la naturaleza de
ese psiquismo inferior cuando en la primera parte de La Divina Comedia desciende con Virgilio a los Infiernos, que
pueden ser considerados como una representación muy exacta del mundo profano, por
donde como dice Proclo en su Himno a las
Musas, el alma “yerra en el fondo de los pozos de la vida”. Y ya que
hablamos de La Divina Comedia añadiremos que las tres partes en que se divide:
Infierno, Purgatorio y Paraíso, se corresponden perfectamente con las tres
fases o etapas de la iniciación hermética: la Obra al Negro, la Obra al Blanco
y la Obra al Rojo. En otras tradiciones como la Masonería esas tres etapas se
corresponden con el grado de Aprendiz, Compañero y Maestro.
En
la vía iniciática la muerte, o disolución, a un plano es siempre el nacimiento,
o coagulación, a otro. Y esto se produce numerosas veces, pues en la escala que
conecta el mundo inferior con el mundo superior el viajero tiene muchas caídas,
muchos descensos seguidos de otros tantos ascensos, todo lo cual está
relacionado lógicamente con esas disoluciones y coagulaciones por las que el
alma va reconociendo la altura, amplitud y profundidad de sí misma.
Todo cambio de estado se produce en la
más completa oscuridad, en el “negro más negro que el negro”, o nigredo alquímica,
resultado de una concentración del ser en sí mismo, a cualquier nivel en que
esto se produzca, pues efectivamente no hay transmutación sin pasar por ese
otro “estado” que simboliza la nigredo, que es la auténtica “materia
prima” de la Obra. En este sentido, no es extraño que los textos afirmen que el
Magisterio se edifica sobre el color negro, o sobre la “tierra negra”, que
lejos de ser baldía, yerma o estéril, contiene los gérmenes y nutrientes
espirituales de la regeneración.[1] Esto nos
evoca aquella frase de San Pablo dirigida a los Corintios: “Sembrado en la
corrupción resucitará en la Gloria”.
En los textos se subraya muchas veces
que la muerte iniciática es un regreso al útero materno, y así lo dice
explícitamente Paracelso cuando señala que “el que quiere entrar en el Reino de Dios,
debe entrar primero con su cuerpo en su madre, y allí morir”. La madre
representa aquí a la “materia prima”, al estado anterior a cualquier
manifestación, o sea al caos precósmico, del que nacerá el cosmos, y análogamente
el “hombre nuevo”, gracias a la acción del Fiat Lux o rayo emanado del
Espíritu.
En efecto, el estado de nigredo surge como resultado de separar
lo espeso de lo sutil, separación que en términos alquímicos conlleva una
“muerte”, pues se experimenta como una disociación entre el alma y el cuerpo, o
sea entre los entes que acogen las energías más sutiles y más densas,
respectivamente, de nuestra individualidad. En este momento del proceso uno
puede sentirse como suspendido “entre dos mundos”, pero con la sensación cierta
de no pertenecer a ninguno de ellos. Los textos hablan de que el color negro y
oscuro expresa el estado del cuerpo cuando se le ha arrebatado el alma. Como
consecuencia de ello sobreviene el “caos”, la pérdida en el laberinto del mundo
intermediario y del psiquismo más denso, en esa “noche oscura del alma” de que
habla San Juan de la Cruz, términos que expresan en el fondo la idea de
putrefacción y de “mortificación”.
Es como si el operario hubiera ingerido
un veneno, que ciertamente es el efecto que produce en su psique el contacto
con la Enseñanza Hermética cuando a esta se la toma realmente en serio, y cuya
primera gran operación, como decimos, es disolver “la costra” mental que impide
la recepción de las influencias benéficas, por liberadoras, de las realidades
superiores que esa misma Enseñanza vehicula a través de su corpus doctrinal. El
aspirante experimenta la disolución de su propia “historia personal” y de una
descripción del mundo que ahora se le antoja completamente pueril e
insignificante. Por consiguiente, la Enseñanza es al mismo tiempo el “veneno” y
el “remedio”, pues como dice otra importante sentencia hermética: “la ciencia
de los venenos es también la ciencia de los remedios”, palabras que sintetizan
el arte de la espagiria, palabra que significa al mismo tiempo “separar y unir”,
solve et coagula.
Pero además, la reiteración constante de
los vehículos simbólicos y la interacción entre ellos constituye en sí mismo un
rito, o sea una toma de conciencia activa de la Enseñanza, y lo que no se
comprendió en x veces se comprenderá en x + cien. Por eso se aconseja volver de
nuevo sobre el símbolo, o símbolos, lo ya estudiados, pues se nos revelarán
otros aspectos que nos pasaron desapercibidos en la lectura anterior. Se
establecerá así un vínculo secreto con el contenido del texto sapiencial, ya
que este es el fruto de la experiencia de su autor, o autores, en el viaje del
Conocimiento.
En la Tradición Hermética los libros son
fundamentalmente el soporte de la transmisión iniciática, cuyo influjo
acabaremos por
incorporar a nuestro ser ordenando así nuestro propio viaje.
No en vano Hermes es considerado el escriba de los dioses, y tal vez no haya
una tradición más fecunda que la Hermética en cuanto a la transmisión por la
escritura, complementaria lógicamente con la transmisión oral. Por otro lado, no hay que olvidar
que establecer analogías y correspondencias entre los símbolos herméticos y los
de otras tradiciones es otra parte fundamental del trabajo hermético, hasta el
punto que hoy en día se habla de la Vía Simbólica como una forma del
Hermetismo.
Pero
esto lleva tiempo, y no se hace sin “sacrificio”, palabra que lleva implícita
un “acto sagrado” (sacro facere) para
con uno mismo, pues ser un eslabón de la “cadena de los hijos de Hermes”
implica haber roto los lazos que nos unían con lo que hasta entonces era la
vida del “hombre viejo”, una expresión a la que los Evangelios recurren
frecuentemente, como cuando en el episodio de las bodas de Caná Jesús advierte
que no puede echarse vino joven en odres viejos. Por eso, quien ha recibido la
promesa de una “vida nueva” y ha comprendido lo que esto significa, surge en él
la imperiosa necesidad de “morir” a sus estados inferiores, que son asimismo
los estados anteriores a la aparición de la estrella interna en el horizonte de
su vida.
Para ilustrar el estado de mortificación los textos herméticos se acompañan con una amplia y rica iconografía y emblemática. Pero nosotros vamos a centrarnos en el arcano XIII del Tarot, “La Muerte”.
Reparemos en que el Tarot, en sí mismo un símbolo de la Cosmogonía, es llamado el “Libro de Thot”, o de Hermes, lo cual nos indica que su didáctica tiene mucho en común con los procesos alquímicos y nada que ver con la utilización fenoménica que se hace hoy en día de él. Es interesante estudiar este arcano, término que no olvidemos se refiere a todo aquello que conserva un secreto de carácter sagrado. En él aparece un esqueleto con una guadaña que va segando cuerpos humanos y esparciendo sus restos por un campo. Se trata de una “muerte activa”, no pasiva, lo que diferencia al proceso iniciático de los estados místicos, signados por una brumosa espiritualidad, por decirlo de alguna manera. Es un “esqueleto vivo”, valga la paradoja, y lo que todo esto nos está diciendo es que en los misterios de la muerte se encuentran también los misterios de la inmortalidad.
Los huesos del arcano XIII nos recuerda
aquel pasaje bíblico del libro de Ezequiel (37, 2-5) en el que se dice lo
siguiente:
“Los huesos eran muy numerosos por el
suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: ‘Hijo de hombre,
¿podrán vivir estos huesos?’ Yo dije: ‘Señor, tú lo sabes’. Entonces me dijo:
‘Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de
Jehovah. Así dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el
espíritu en vosotros, y viviréis”.
En
la alquimia los huesos están asociados a los elementos
terrestres y corporales más solidificados, y se identifican con el plomo, el
más denso de los metales. El plomo es el equivalente de la “piedra bruta” en la
Masonería, piedra en la que sin embargo se oculta la “perfección” de la “piedra
cúbica”, la que permite construir tanto el templo material como el templo espiritual.
Démonos cuenta que su perdurabilidad con respecto a los demás elementos
orgánicos del cuerpo hace de los huesos un símbolo de la perennidad temporal,
de lo que permanece, y en este sentido serían también una imagen de la
divinidad. En lenguaje alquímico estaríamos bajo el “régimen de Saturno” pues
el plomo es el metal de este planeta, que si bien fue el dios de la Edad de
Oro, es decir de la perfección de nuestro estado humano, sin embargo tras la expulsión
del Paraíso, relatado en el mito de la “caída” de Adán y Eva, Saturno también
pasó a ser una “cárcel”, que no es otra que el estado corporal, en el que el
alma ha quedado apresada por su identificación con el elemento “Tierra”, cuyo
color negro se asocia, al comienzo del proceso alquímico, con la pesantez del
plomo y de Saturno.
En la energía saturnina reside el
principio de individuación, representado en su grado más extremo por el estado
corporal. Pero esto es una forma de decir acorde con una visión cada más más
materialista de la existencia condicionada por la entrada de la humanidad en la
“Edad Oscura”, o Kali-Yuga, la más
alejada de la Edad de Oro.
Sin embargo, y siendo esto así por
imperativo de las leyes cíclicas, no hay que olvidar que los metales, en este
caso el plomo saturnino, llevado a su perfección se transmutará en oro. Todo
esto que decimos lo resume perfectamente Jacob Böhme en su obra De signatura rerum (De la signatura de las cosas): “Ved, el oro está oculto en Saturno.
Así también el hombre, después de la caída, se oculta en una efigie de sí
mismo, tosca, amorfa, bestial, como muerta. Es como la piedra bruta en
Saturno”.
En efecto, pese a su condición caída, el
cuerpo, siendo la concreción de las energías emanadas de los mundos superiores,
conserva latentes los principios que hacen posible la regeneración y el nuevo
nacimiento. Por eso la frase de Jacob Böhme coincide con la siguiente máxima
budista, que dice: “En este cuerpo de ocho palmos de altura está comprendido el mundo, la
génesis del mundo, la resolución del mundo y el sendero que conduce a la
resolución del mundo”.
Esto se ve claramente en la estructura
del Árbol de la Vida cabalístico, en donde Asiyah
el plano o mundo más bajo de los cuatro que lo conforman, representa a la
Tierra física y al plano material y por tanto al cuerpo humano, pero al mismo
tiempo es el receptáculo donde se concretan y toman forma física los tres
planos superiores restantes y las energías de las sefiroth respectivas de cada uno de ellos, sefiroth que son diez, el número de la totalidad ya que no existen
más números que esos.
No podemos dejar de resaltar lo
importante que es detenerse en la descripción del Árbol cabalístico y decir
unas cuantas palabras al respecto, teniendo en cuenta que forma una parte substancial de la enseñanza hermética,
como lo demuestran los numerosos maestros que han bebido de su fuente y lo han
tomado como parte de su didáctica. El ejemplo más próximo para mí es Federico
González, cuya obra descansa en una parte significativa de la misma en la
enseñanza del Árbol de la Vida según el modelo de la Cábala Hermética o Cábala
Cristiana, heredada del Renacimiento.
Existe una Cábala Hermética, nacida efectivamente en el Renacimiento como una síntesis entre el esoterismo judío y el hermetismo cristiano, el cual incluyó el simbolismo de los metales y los planetas en relación con siete de las diez sefiroth del Árbol de la Vida, como podemos ver en la imagen. La tercera sefirah, Binah, la Inteligencia divina, se corresponde con Saturno y el Plomo; Hesed, la Misericordia, o el Amor, con Júpiter y el Estaño; Gueburah, el Rigor, con Marte y el Hierro; Tifereth, la Belleza, con el Sol y el Oro; Netsah, la Victoria, con Venus y el Cobre; Hod, la Gloria, con Mercurio y el metal del mismo nombre; y Yesod, el Fundamento, con la Luna y la Plata. Finalmente aparece Malkhuth, que es la Tierra, signada por los cuatro elementos.
Precisamente,
en la Alquimia se habla de los “cuatro en el hombre”, siendo esos cuatro los
distintos entes que se manifiestan a través de los cuatro elementos, en donde
solo uno es visible, la tierra, mientras que los tres restantes, el agua, el
aire y el fuego pertenecen a estados o mundos del ámbito sutil y espiritual,
tanto humano como cósmico.
Esos cuatro
elementos se corresponderían entonces con los cuatro planos en que se divide el
Árbol de la Vida, en donde el elemento tierra como hemos dicho se identifica
con el plano de Asiyah, mientras que el elemento agua se corresponde con
el mundo de Yetsirah, al que pertenecen las fuerzas y energías anímicas
que otorgan la vida al cuerpo terrestre. Además, Yetsirah quiere decir
“Formaciones” pues en él toman forma sutil y psíquica los principios que
pertenecen al plano inmediatamente superior, llamado de Beriyah, donde
domina el elemento aire, ligado con el alma superior y el mundo prototípico de
la Creación. Por último está el plano más alto, Atsiluth, donde el fuego
del Espíritu, que es el fuego que no quema, es el que domina y le da su
intrínseca cualidad. De hecho, el mundo angélico de los Serafines, descritos
como llamas de amor ardiente, es el más cercano a Atsiluth, donde residen
las tres primeras sefiroth, Binah (Inteligencia), Hokhmah
(Sabiduría) y la sefiroth suprema, Kether, la “Corona”, a la que
nos referiremos más adelante. Atsiluth quiere decir “emanaciones”, pues
de él nacen las esencias de todas las cosas. Por eso también significa
“proximidad”, pues en todo ser manifestado nada hay más próximo a él que su
propia esencia espiritual.
Pues bien, si todos esos mundos están
aquí, en la Tierra y en el cuerpo, esto nos lleva a considerar el simbolismo
que subyace en el conocido acróstico alquímico VITRIOL, que es un ácido
sulfúrico altamente corrosivo (o sea un veneno) que antiguamente servía, entre
otras cosas, para la limpieza de los metales. Pero en la Alquimia las letras de
este acróstico significan “Visita Interiora Terrae, Rectificando Invenies
Occultum Lapidem, o sea “Visita el
Interior de la Tierra (del cuerpo) y Rectificando Encontrarás la Piedra
Oculta”.
Fijémonos que VITRIOL está formado por siete letras, número que coincide con el de los siete planetas, o con los siete metales con los que los planetas están vinculados, y esta correspondencia nos permite entender que esa Visita al Interior de la Tierra, de nuestro cuerpo como símbolo vivo del cosmos, es en realidad un viaje por el mundo subterráneo pero también por el mundo intermediario dominado por las energías planetarias, y ello con el fin de hallar esa “piedra” que es en realidad la “Piedra Filosofal”, o el “Elixir de la Larga Vida”, siendo dicho elixir la esencia misma de la planta, pues evidentemente también existe una Alquimia vegetal, que es en todo complementaria con la Alquimia mineral y metálica, y ambas se entreveran para conformar un solo Arte y una sola Ciencia. Por eso, a ese acróstico se le añaden a veces dos palabras más: "Verdadera Medicina", leyéndose entonces VITRIOLVM. Por consiguiente la "Piedra Filosofal" es la "verdadera medicina", la que aporta ese "elixir", también llamado de la "eterna juventud" pues tiene la propiedad de hacernos vivir cada nuevo día como el primero de la creación.
De hecho, la
cosmogonía hermética comprende tanto la alquimia como la astrología, o la
astronomía, pues ambas son una sola ciencia en nuestra tradición. Los metales,
o minerales, en el interior de la Tierra son las condensaciones de las
luminarias celestes y planetarias. Y esas cristalizaciones están igualmente
presentes en el ser humano bajo la forma de sus estados de conciencia, en donde
habitan los grandes arquetipos de la Creación. Solo que en el estado ordinario
esos arquetipos y principios los vivimos de forma confusa y caótica.
Por eso es
importante reparar en la palabra “rectificación” de las siglas VITRIOLUM, que
indican tanto la idea de "corrección" como de "rectitud",
un término que evoca la recta, o el eje, pero en sentido vertical, puesto que se trata de un
descenso en el interior de la Tierra, pero también de un ascenso hacia otros
espacios más sutiles, pues de no ser así no habría nada que rectificar, y por
tanto la idea alquímica de la iniciación y de la transmutación del plomo en oro
a través de toda la gama de energías intermediarias representadas por el resto
de los planetas-metales, carecería de sentido.
En la enseñanza
hermética toda idea de rectificación supone un "enderezamiento"
espiritual, un pasar de un estado caído, propio del que está abatido, a un
estado a través del cual el ser puede elevarse por encima de sus condicionamientos.
Podríamos decir que el Mercurio, o sea el conjunto psíquico
que constituye el alma individual, es animado por el fuego del Azufre, por el
principio divino que se expresa en nosotros a través de la voluntad de ser
aquello que nuestra conciencia reconoce como una verdad o certeza que al
comprenderse se hace una con ella, lo que supone una regeneración, o mejor
autogeneración, ya que esas certezas y pequeñas iluminaciones son como la
“materia prima”, o “piedras cúbicas”, que contribuyen a la edificación de
nuestro templo interior.
En términos iniciáticos esto supone una gradual universalización de esa misma conciencia, que forma parte de un Todo que es al mismo tiempo la Unidad del Ser, de ahí la expresión En To Pan (“Uno el Todo”) que aparece inscrita en algunos grabados alquímicos en el interior de la serpiente Uroboros, un símbolo de la Rueda Cósmica.
Recordemos que la palabra Azufre
procede del griego zeión, que quiere decir tanto azufre como divino. Por
eso son muy reveladoras estas palabras que encontramos en los textos:
"Sin el fuego la Materia de obra es algo inútil y el Mercurio Filosófico es una quimera que solo vive en la imaginación. Todo depende del régimen de Fuego".
El propio símbolo del Azufre ya indica ese poder de atracción ascendente de la Voluntad del Cielo, pues como sabemos su símbolo es un triángulo recto debajo del cual aparece la cruz de los cuatro elementos terrestres y de los estados psíquicos asociados a ellos. El fuego divino, inherente al Azufre, impulsa hacia arriba las fuerzas dinámicas que mueven el mundo psicosomático.
Es gracias al fuego donde se cuece la “materia
prima” depositada en la parte inferior del atanor hermético, separando lo sutil
de lo espeso, desechando esto último y sublimando los elementos de naturaleza
más aérea y transparente.
La pasión por
el Conocimiento es una forma de expresar cómo se manifiesta ese fuego sutil, similar
a un “furor” o amor por lo más alto capaz de atraer toda nuestra atención
intelectual y nuestra emotividad anímica hacia un solo objetivo: la “unión de
los contrarios”, una unión que el hermetista rosa-cruz Valentín Andrae denominó
“las bodas químicas” del Rey y de la Reina, del Azufre y del Mercurio. El fuego
espiritual del Azufre, la voluntad de ser, “fija lo volátil” del Mercurio-alma,
que ha devenido receptivo a las influencias celestes tras las sucesivas
purificaciones en el interior del atanor.
Y si hablamos
ahora de los planetas en su doble condición de metales y dioses, nada mejor que
mencionar a Johann Gichtel, un discípulo de Jacob Boehme que elaboró un esquema,
que sin duda conoceréis, en el que los siete planetas aparecen inscritos en
distintas partes del cuerpo humano, exactamente en la misma posición que los
siete chakras hindúes, situados simbólicamente a lo largo de la columna
vertebral, que es también un eje análogo al Eje del Mundo.
Nos resulta interesante esta imagen porque, entre otras cosas, demostraría que los maestros herméticos tenían una misma concepción del ser humano en relación con el cosmos idéntica a la del hinduismo, en donde también se practica una alquimia que esencialmente utilizaba los mismos métodos de la alquimia occidental, a los que habría que incluir las técnicas de respiración propias del hatha-yoga. Lo mismo podemos decir de la alquimia china, que sin duda tampoco era desconocida por los hermetistas de esas épocas.
El objetivo, si así pudiera decirse, es despertar
de su letargo a ese Azufre o fuego divino que mora en lo más profundo de
nuestra conciencia, como duerme la serpiente kundalini en la base de la
columna vertebral, donde se sitúa el primer chakra, muladhara. Huelga
decir que Kundalini es la fuerza cósmica vital individualizada en el ser
humano.
Aunque lógicamente no podemos desarrollar aquí el tema de los chakras en relación con la Alquimia, tampoco podemos dejar de señalarlos, máxime cuando, además de esas correspondencias con la jerarquía planetaria, también existe una concordancia con las sefiroth del Árbol cabalístico, una cuestión ya señalada por René Guénon al final del capítulo III de su libro Estudios sobre el Hinduismo, capítulo llamado justamente “Kundalini- Yoga”.
Asimismo, en Introducción a la Ciencia Sagrada.
Programa Agartha, de Federico González y Colaboradores también se trató de
estas concordancias. Concretamente en el Módulo III, acápite 79. Las dos
imágenes que estamos viendo pertenecen a este acápite, donde se visualiza
perfectamente lo que decimos.
Volviendo nuevamente al grabado de Gichtel el hecho
de que los planetas-metales estén representados dentro de una espiral nos
sugiere la idea de un proceso a través del cual el ser viaja por los estados
que ellos representan, coagulando, sutilizando y purificando su naturaleza
hasta alcanzar el verdaderamente central, simbolizado por el Sol y el Oro, que
en el Árbol de la Vida se corresponde con Tifereth.
Las múltiples coagulaciones y disoluciones son
necesarias para que nuestra alma se purifique y concentre en sí misma lo de
abajo y lo de arriba, pues no puede haber separación alguna, y de hecho no la
hay, entre uno y otro mundo, entre lo de abajo y lo de arriba, entre la Tierra
y el Cielo, el Microcosmos y el Macrocosmos.
Es interesante observar que los planetas que están
por encima del Sol (Marte, Júpiter y Saturno) representan a dioses masculinos,
y los que están por debajo de él (Luna, Mercurio y Venus) a divinidades
femeninas. Mercurio no es exactamente una divinidad femenina, sino más bien
andrógina. Pero el caso es que tenemos tres parejas de dioses. Los primeros son
activos y tienden a la fijación y la coagulación, mientras que los segundos son
pasivos, receptivos y disolventes, necesarios para dar lugar a nuevas
coagulaciones y a un nivel superior de conciencia. Saturno se disuelve en la
Luna, para coagular en Júpiter, que se disuelve en Mercurio, para coagular en
Marte, que se disuelve en Venus, que finalmente coagula en el Sol, en el Oro.
Hemos de fijarnos bien que estos
dioses-planetas-metales pertenecen a signos zodiacales opuestos entre sí. Saturno
pertenece a Capricornio, que está opuesto a Cáncer, residencia de la Luna;
Júpiter a Sagitario, opuesto a Géminis, residencia de Mercurio; Marte a
Escorpio, opuesto a Tauro, residencia de Venus. Estas tensiones provocan
también una “atracción” mutua, o sea una necesidad de “unirse” para encontrar
su equilibrio y complementariedad, lo que conlleva una transmutación de sus
naturalezas respectivas hasta alcanzar efectivamente el estado solar y central,
que es el estado verdaderamente humano, con todas sus prerrogativas y
privilegios.
A ese estado se refieren las siguientes palabras del
Corpus Hermeticum (XIII, 3):
“¿Qué más puedo decirte, hijo mío? Sólo esto: una
visión simple se ha producido en mí (…) He salido de mí mismo y me he revestido
con un cuerpo que no muere. Ya no soy el mismo, porque he renacido
intelectualmente (…) Ya no tengo color, ni soy tangible ni mensurable. Todo eso
me es ahora extraño (…) y ya no se me puede ver con los ojos físicos”.
Esta cita describe en realidad el nacimiento del “Niño
alquímico”, que como su nombre indica es el estado de “infancia espiritual”, un
término que se utiliza en el sufismo islámico y también en los evangelios, como
cuando se dice: “Dejad que los niños se
acerquen a mí. No se lo impidan, porque el reino de los cielos es de los
que son como ellos”. Por su parte Federico González en su Diccionario de
Símbolos y temas Misteriosos dice lo siguiente:
“Cada regeneración que sufren los adeptos es un
nuevo nacimiento de Dios, que se va abriendo paso en las aguas; se trata de un
acontecimiento solemne, es la aparición de la criatura llamada ‘Niño alquímico’, el Niño dios, en
el interior de una individualidad, que lo autogenera –en la Tradición Taoísta
llamada ‘La Endogenia del Inmortal’. Siendo esa aparición majestuosa el inicio de un
camino –es un niño– hasta la coronación de la ‘Gran Obra’. Eso es lo extraordinario, que es una
autogeneración, lo que es evidente en cualquier proceso creativo, especialmente
en la planta que es el ejemplo más notorio y sencillo (...). Incluso el que ha
realizado esta Obra, tal vez no lo sabe del todo, o no lo sabe, y lo más
probable es que le de otro nombre, pero el numen [la potencia divina] sigue
siendo el mismo. De hecho, todos los dioses, coinciden en el Dios
Inmanifestado”.
Es importante retener estas últimas palabras, que
“todos los dioses coinciden en el Dios Inmanifestado”, para entender lo que
diremos al final de nuestra disertación.
Por el momento nos quedamos con lo siguiente: que el
estado solar y central no representa la consumación de la “Gran Obra” sino el
inicio de otro viaje, el que nos conducirá “allende las estrellas”, como dice
Dante en La Divina Comedia. En la iniciación hermética se habla de los
“viajes terrestres” y los “viajes celestes”. Los primeros están más
relacionados con la Alquimia propiamente dicha, o sea con la transmutación de
los estados inferiores simbolizados por los metales en el interior de la
Tierra, mientras que los segundos, los “viajes celestes”, lo están con la
Astrología-Astronomía, y ponen al adepto en relación con ciclos de tiempo
medidos no en términos humanos, sino cósmicos. El tiempo experimentado como una
imagen de la eternidad, y por consiguiente como un soporte de liberación del
propio tiempo considerado como una fuerza que comprime y agota las
posibilidades de vivir emanadas de los arquetipos intemporales, o espirituales.
En términos mitológicos podríamos decir que Saturno ya no devora a sus hijos
sino a sí mismo, para transformarse en el Ser del Tiempo, el que nos da la
posibilidad de liberarnos del devenir temporal y conocer nuestros estados inmanifestados
y metafísicos.
Por eso, el viaje por la espiral planetaria es
doble. Por un lado, de ad extra a ad intra, de Saturno al Sol, y
posteriormente de ad intra a ad extra, del Sol a Saturno, pasando
por el resto de la gama planetaria. Después de haber espiritualizado lo más
denso y llegado al centro del estado humano, de su Yo verdadero representado
por el Sol (o por Tifereth, la sexta sefirah y corazón del Árbol
de la Vida, representado a veces como el “Niño alquímico”), el iniciado en los
misterios herméticos tiene ante sí la posibilidad real de emprender otro viaje,
durante el cual ha de recorrer nuevamente los mismos planetas, pero en el
sentido inverso al anterior, o sea del Sol a Venus, de Venus a Marte, de Marte
a Júpiter, de Júpiter a la Luna y de la Luna a Saturno.
Sin embargo, en este caso, al haber sido
rectificadas y purificadas en las operaciones anteriores, las energías planetarias
mostrarán ahora no los aspectos psíquicos en relación con la parte inferior del
alma humana (que en el Árbol de la Vida se corresponde con el plano o mundo de Yetsirah),
sino sus aspectos más elevados y espirituales. La primera parte el viaje se realiza
por lo que la tradición gnóstica denominó el Heimarmene, el “hado del
destino”, concebido como una rueda en torno a la cual giran las siete esferas
planetarias consideradas como las “hijas de la Necesidad”, las que determinan,
en efecto, nuestro destino individual, sometido al encadenamiento de las causas
y efectos que constituyen el mundo del samsâra, o sea la “rueda del
devenir”, descrita simbólicamente como una serpiente, hija del demiurgo creador
del mundo material, donde el alma ha quedado prisionera en su “caída”.
Anteriormente hablamos de la Necesidad como una diosa, o sea que esta palabra
tiene también un doble sentido, o una doble lectura, pues precisamente el alma
prisionera comienza a liberarse de las cadenas que la atan al mundo material
cuando en ella nace la necesidad de esa liberación al hacerse plenamente
consciente de que está prisionera. Esa necesidad es el comienzo del “despertar”
del sueño, que se produce tras beber las aguas del río de la Memoria.
Resumiendo: existen dos septenarios planetarios, o
mejor dicho un solo septenario pero que se recorre en dos sentidos: descendente
y ascendente. En consecuencia, si los estados experimentados en el descenso por
el septenario planetario inferior pertenecen a la individualidad y a la
regeneración de la misma, los que se recorren en el ascenso por el septenario
superior, “más allá de la esfera de la necesidad”, pertenecen a los cielos
planetarios considerados como los estados espirituales o supraindividuales, que
no niegan los estados individuales, sino que estos están plenamente realizados
dentro de aquellos, ya que desde la perspectiva cosmológica y metafísica decir
espiritual o supraindividual es decir universal.
Como vemos en esta otra imagen, Dante, en la tercera parte de La Divina Comedia, nos da un buen ejemplo de lo que estamos diciendo cuando tras recorrer el Inframundo y el Purgatorio, o sea el Mundo Intermediario, llega al Jardín del Edén, al centro del estado humano (situado simbólicamente en la sumidad de la montaña del Purgatorio), emprendiendo a partir de él su subida por la jerarquía planetaria que, volvemos a repetir, personifican ahora los estados supraindividuales o espirituales, el más elevado de los cuales se corresponde con el cielo de Saturno en el esquema de Gichtel.
Más allá de Saturno se encuentra el Octavo y el
Noveno Cielo, que los maestros herméticos identifican con la Jerusalén Celeste,
antesala del Empíreo, donde mora, solitario, el Ser Universal, que como ya
sabemos por el esquema del Árbol de la Vida se corresponde con el mundo de Atsiluth.
En la jerarquía planetaria, el lugar que ocupa
Saturno es el mismo que ocupa el séptimo chakra, sahasrara: en la
sumidad de la cabeza, y más concretamente en la coronilla craneana, donde
también se ubicaría la piedra angular dentro del simbolismo constructivo, que
tanto tiene que ver con el proceso hermético-alquímico.
Parecería que esto entra en contradicción con lo que acabamos de decir con respecto a la ubicación de Saturno antes del Octavo y del Noveno Cielo y por tanto antes del Empíreo, con el que se correspondería también el chakra sahasrara y la piedra angular. Sin embargo, recordemos que en el Árbol de la Vida Saturno se identifica con Binah, que siendo la tercera sefirah pertenece al mundo de Atsiluth, en donde las tres primeras sefiroth conforman la Tri-unidad de los principios ontológicos, que pertenecen al ámbito del Ser Universal, que no es otro en realidad que el Empíreo.
En los ritos de los antiguos constructores, quitar
la piedra angular que tapona el centro de la bóveda significa abrir la última
abertura por la que el ser toma contacto con sus estados supracósmicos y
metafísicos. Esto es lo que significa también la abertura del atanor, que como
vemos en esta imagen es una construcción análoga a la del cosmos y a la del
cuerpo humano, y ciertamente a la del Árbol de la Vida cabalístico.
Por eso, y por lo que hemos dicho anteriormente acerca de la Tri-unidad del plano de Atsiluth, podríamos hacer una transposición simbólica entre Kether y Saturno.
Si en el ascenso por el Árbol de la Vida Kether
es la última puerta a abrir antes de acceder al ámbito metafísico del En Sof,
que quiere decir “Infinito”, o “Sin límites”, Saturno sería el último grado del
Arte Regia, y sin duda en este caso también la Astrología tradicional nos
ofrece esa clave necesaria para entender por qué Saturno es precisamente el
planeta cuyo domicilio está en el signo de Capricornio, donde se sitúa, en el
simbolismo solsticial, la “Puerta de los dioses” (la que da acceso igualmente
al ámbito metafísico), la cual está opuesta a la “Puerta de los hombres”, ubicada
en Cáncer, que es el domicilio de la Luna, el primer cielo de la jerarquía
hermética. La “Puerta de los dioses” tiene entonces el mismo significado que la
“piedra angular”, el séptimo chakra y la “piedra filosofal”. Son símbolos que
representan la misma realidad.
En Saturno se consuma la “Gran Obra”, y esa “Piedra
Oculta, que es la Verdadera Medicina” de las siglas VITRIOLVM, no es otra que
el propio Saturno, o el plomo, una vez depurado, o rectificado, de sus
impurezas. Es lo que nos dice el siguiente texto alquímico que Isaac el
Holandés escribió en su libro La Obra de Saturno. En él podemos leer:
“De Saturno procede y se hace la piedra filosofal
(...) No hay secreto mayor que este: que ésta se encuentre en Saturno, ya que
en el Sol no hallamos la perfección que se encuentra en Saturno. En su
interior, y en ello convienen todos los Filósofos, el Sol es óptimo (...) En
verdad, Saturno es la piedra que los Filósofos antiguos no quisieron nombrar
(...) No le falta nada, sino que se le depure de su impureza; hay que purificarlo
y luego dejar fuera su interior, es decir, su Rojo, y entonces
será el Sol óptimo”.
Ese Sol óptimo no es otro que el Sol espiritual, y
el hecho de “dejar fuera su interior”, quiere decir que lo que estaba oculto,
el Espíritu, se ha hecho visible y aparente, o sea se ha corporeizado, lo que
sugiere también que los cuerpos se han espiritualizado. “Espiritualizar la
materia, y materializar el espíritu”, es finalmente la máxima hermética que
mejor define la efectivización de su Enseñanza.
Por eso, en los textos encontramos afirmaciones tales
como: “Si declaramos espiritual nuestra materia, es
verdad; si la declaramos corporal, no mentimos. Si la llamamos celeste, es su
verdadero nombre. Si la denominamos terrestre, hablamos con propiedad”.
Cuando se ha llegado a un cierto nivel de
comprensión y de realización en el Arte Hermético, nace una certeza: que solo
existe una única Realidad, un solo Misterio cuya clave, o llave, es la “Piedra
Filosofal”, que es al mismo tiempo aparente e inaparente, cuerpo y espíritu,
ser y no ser, sin que en ello haya contradicción alguna, en primer lugar porque
si la hubiera pondríamos un límite conceptual, un condicionamiento mental, a lo
que en verdad no lo tiene. Es el Misterium Magnun (el Gran Misterio) de
que se habla en los textos herméticos. Y si el mundo subsiste por el Misterio
es porque el mundo es ese Misterio. Un asombro permanente. Aunque se concreta
en los átomos para formar la materia cambiante de la realidad corporal, no por
ello su Esencia eterna se altera en lo más mínimo. A ese Misterio que no tiene
ser ni nombre, y sin embargo es todos los seres y todos los nombres, se refiere
precisamente el primer versículo del Tao Te King, y con el cual finalizamos:
“Sin
nombre es el principio del universo; / y con nombre, es la madre de todas las
cosas. / Desde el no-ser comprendemos su esencia; / y desde el ser, sólo vemos
su apariencia. /Ambas cosas, ser y no-ser, tienen el mismo / origen, aunque
distinto nombre. / Su identidad es el Misterio. / Y en este Misterio se halla
la puerta de toda maravilla”. Francisco Ariza
Notas
*Las imágenes del Árbol de la Vida cabalístico pertenecen a Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, de Federico González y Colaboradores. La del atanor con los cuatro planos al libro El Tarot de los Cabalistas. Vehículo Mágico, de Federico González.
[1] Haciendo un inciso, debemos recordar que “tierra negra” es el nombre que recibía antiguamente Egipto, Kemi, al que los árabes añadieron el artículo al, Al Kemi, de ahí Alquimia, lo que demuestra el origen ancestral de este Arte, y de que no resulte extraño que históricamente la Tradición Hermética naciera precisamente en Egipto bajo el patrocinio de Hermes Trismegisto. El negro expresa, por un lado, el aspecto “oscuro” que revisten muchas veces las operaciones del Arte Real, pero en otra lectura más elevada ese color alude al “secreto hermético”, que en última instancia es haber concebido la idea de lo inmanifestado, del Dios “oculto”, aquel al que Dionisio Areopagita denominó las “Tinieblas más que luminosas”.
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