INICIACIÓN A LA VÍA HERMÉTICA. Francisco Ariza (Vídeo y Texto)



INICIACIÓN A LA VÍA HERMÉTICA

A invitación de nuestro amigo Jonathan Jofré hemos realizado este vídeo en nuestro canal La Memoria de Calíope para hablar sobre algunos de los temas que forman parte de los estudios de la recién creada Academia de Alquimia Tradicional Azoth, en el querido país hermano de Chile. Agradezco desde luego esta invitación, y me honro en ser uno de los ponentes que están aportando ideas que pudieran ser válidas para una institución que quiere ser un medio de difusión de la Filosofía Hermética, y tradicional en general. En este sentido me parece muy acertado que hayáis elegido el nombre de Azoth para vuestra Academia, esa palabra tan querida a Paracelso que alude precisamente al “Mercurio de los Filósofos”, o “Mercurio Filosófico”, una expresión que indica la unión del Mercurio y del Azufre, del alma y del espíritu, unión imprescindible para efectivizar la Gran Obra hermética, de la que daremos aquí unas explicaciones introductorias que espero sean de vuestro interés.

Sabemos que quienes a lo largo del tiempo se han integrado en el Hermetismo por filiación con sus principios se daban así mismos el nombre de filósofos, es decir “amantes de la Sabiduría”, pero también poetas (Ramón Llull), artistas (Salomón Trismosin), guerreros y reyes (como Rodolfo II), científicos (Geber, Roger Bacon, Cornelio Agrippa, John Dee, Isaac Newton), médicos (Arnaldo de Vilanova, Paracelso, Michel Maier, Robert Fludd), e incluso hombres de Iglesia, desde anónimos abades y monjes como Basilio Valentino hasta cardenales como Nicolás de Cusa o Basilio Bessarión, sin olvidarnos de algún papa, como es el caso de Silvestre II. La lista de adeptos herméticos y alquimistas es interminable y cubre la historia y la cultura de Occidente desde hace más de dos mil años, siendo patente su presencia, e influencia, en el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam.

Precisamente, artistas se han autodenominado los oficiantes del Arte Real de todos los tiempos, cuyo fruto, la obtención de la Sabiduría, es el mayor tesoro que puede albergar el corazón del ser humano. Ellos practicaban y siguen practicando su trabajo en el silencio de su atanor interno con vista a su realización espiritual, que es a lo que tiende el Arte Real, que es ante todo y sobre todo un arte espiritual. “Arcana Artis”, es también una definición dada a las operaciones alquímicas. 



Por eso, sus adeptos siempre han estado y están en comunicación con el linaje de su Tradición, que debe su nombre nada menos que a Hermes Trismegisto (el “Tres Veces Grande” por su Sabiduría), el equivalente al Thot egipcio, el Hermes griego y el Mercurio romano, emparentados a su vez con otras deidades presentes en todas las culturas del mundo, como es el caso del Quetzalcóatl tolteca o el Viracocha incaico, e incluso el Fo Hi de la Antigua China, el emperador que entregó a su pueblo los libros sapienciales como el I-Ching, el “Libro de las Mutaciones”, o “Libro de los Cambios”. También profetas, como el bíblico Elías, llamado Elías Artista entre los alquimistas, o Enoch, a quien se debe el Libro de Enoch, en el que se habla del origen divino de las artes y ciencias herméticas. También entre los árabes aparece el profeta Idris, que no es otro que el propio Hermes. Todos estos son nombres de entidades que aluden y toman la forma de dioses, profetas o de héroes civilizadores que actúan de intermediarios entre el mundo superior y el mundo inferior, o dicho de otra manera: entre el Creador y la criatura que emana de su seno. Sin esa intermediación no podría realizarse la “unión” entre ambos, unión que nunca ha dejado de darse, pues nuestra existencia depende del vínculo que nos une a nuestro Principio.



El entrelazamiento de los dos triángulos del conocido “Sello de Salomón”, ilustra muy bien dicha unión. Este es además uno de los símbolos de la analogía, tan importantes en la Ciencia Hermética, el cual establece la unión entre lo superior y lo inferior, teniendo en cuenta que lo inferior es el reflejo de lo superior, es decir que existe una relación jerárquica entre ambos.

La Tradición Hermética, bajo el patrocinio de Hermes Trismegisto, codifica un saber universal que toca la esencia del ser humano, y qué duda cabe que la forma que ella tiene de transmitir ese saber es mediante el aprendizaje de la Cosmogonía, aprendizaje basado en la idea de que entre el cosmos y el hombre hay una identidad, identidad que es lo primero que se afirma en la Tabla de Esmeralda, atribuida al propio Hermes Trismegisto, cuya primer precepto constituye precisamente la fórmula de la ley de analogía: “En verdad, ciertamente y sin duda, lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como lo de abajo, para obrar el milagro de una cosa única”. A propósito de la Tabla de Esmeralda todos sabemos que sus doce principios son un vademécum o compendio de todo el proceso hermético-alquímico, cuyas etapas son idénticas a las de la iniciación propiamente dicha.

Como decimos, la Tradición Hermética transmite una Cosmogonía, y al hacerlo comunica también la idea del Ser que la hace posible, pues no existe ninguna diferencia entre el cosmos y su Creador, el Ser Universal, por lo mismo que tampoco existe, en esencia, diferencia entre este y el ser humano individual, a cuya imagen y semejanza está hecho. Esto es importante, pues es ahí, en destacar esa identidad, donde reside la función del Hermetismo como una ciencia y un arte que nos ofrece los vehículos simbólicos que permiten realizar los procesos alquímicos propiciadores de la transmutación y los cambios de estados, sin los cuales jamás nos reconoceríamos como parte integrante de ese Ser único.

Toda Tradición sapiencial tiene un origen en la historia, pero antes de que se substancie en el tiempo, ese origen es mítico y atemporal. Y ha de ser así necesariamente, pues de lo contrario no sería una Tradición, o sea no podría transmitir lo más importante, que es una influencia espiritual, o intelectual, que para nosotros es lo mismo, pues el Espíritu no es distinto del Nous, del Logos, del Verbo, o sea de la Inteligencia Universal, que se manifiesta en lo humano y que posibilita, como señala Federico González en el cap. I de su obra Hermetismo y Masonería, el surgimiento del hombre espiritual, paradigma del iniciado, que sabe leer los signos de la naturaleza y los símbolos cambiantes de su aventura cósmica, adecuándose a las circunstancias de su viaje, que asimila al Conocimiento, o sea a la Gnosis y que los textos herméticos y alquímicos en general atestiguan y transmiten. 

La Tradición Hermética apunta a lo que en nosotros existe de más universal, es decir que además de un arte alquímico, centrado en las operaciones y el proceso de regeneración de la individualidad humana, es también un arte teúrgico que pone a esa misma individualidad, el microcosmos, en el centro del Universo, el macrocosmos.   

Lo universal es por definición lo que no está condicionado ni determinado por las circunstancias existenciales, circunstancias que, sin embargo, a veces nos empujan hacia una encrucijada de la que tenemos que salir de manera imperiosa al darnos cuenta de que es eso, una encrucijada, una intersección de caminos entre los cuales debemos encontrar a quien nos lleve por “los senderos de la Sabiduría”. O sea, que de esas circunstancias emerge una necesidad, pero no cualquier necesidad, sino la Necesidad, que para los antiguos griegos era una diosa, y es ella la que nos dará el primer impulso para la búsqueda de nuestro verdadero destino, comenzando así la aventura del Conocimiento, en donde experimentaremos la calidad de otro tiempo que se revela en el alma haciéndonos vivir en el mundo mágico de los héroes mitológicos, de cuyas enseñanzas los maestros herméticos han bebido siempre. A Hermes-Mercurio se le representa con alas, atributo que le permite un movimiento rápido en la comunicación entre el Cielo y la Tierra, y viceversa; un movimiento que también es lo suficientemente audaz y enérgico como para poder despertar al hombre de su letargo y recordarle el sentido de su vida y el cumplimiento de su verdadero destino.

Hermes tú entre todos [los dioses] deseas servir de compañero a un mortal,

nos dice Homero en la Ilíada. No podía ser de otra manera, pues es Hermes el dios que más intima con el ser humano, al que seduce y conquista suscitándole la sutil belleza de las Ideas, de los arquetipos imperecederos, que una vez fecundados en su inteligencia, y fructificando en ella, le guiará por el camino de su autoconocimiento.

No es entonces por casualidad que a Hermes se le considere el “más humanitario entre los dioses”. Hermes siempre está cerca de quien lo busca y nunca lo abandona.



En esta imagen podemos ver a Hermes-Mercurio en su calidad de psicopompo, de “guía de las almas”, a las que ofrece su ayuda para rescatarlas del mundo inferior o del infierno en que se encuentra.

Hermes nunca abandona en los momentos de crisis a quien se ha iniciado en sus misterios. Pero aunque nunca lo abandone, sí puede tenderle “trampas” para provocar en ocasiones esas crisis tan necesarias en esta vía, presidida por el “secreto hermético” y articulada por el solve et coagula, esto es por la disolución y la coagulación, que representan las dos fases que van señalando el proceso de purificación del alma, fases que están simbolizadas por las dos serpientes que se enroscan en torno al caduceo (o eje) que porta Hermes como uno de sus atributos principales junto a las alas de su casco, o sombrero, y de sus pies.

Es Hermes, pues, quien nos conduce muchas veces a esas encrucijadas existenciales, y es él quien puede sacarnos también de ellas, pero no a cualquier precio, sino entregándonos totalmente a sus Enseñanzas con todas las consecuencias que esto implica, pues como leemos en los evangelios “nadie puede servir a dos señores al mismo tiempo”.

Hay un dicho hermético que dice que “cuando el discípulo está preparado aparece el maestro”. Y esto se relaciona directamente con la aparición de la energía de Hermes en aquel ser humano, hombre o mujer, que se siente extranjero en este mundo, o sea que ha dejado internamente de pertenecer a una humanidad que es la sombra invertida de aquella otra que cada vez con mayor certeza presiente como sus verdaderos ancestros, entre los que se encuentra el linaje de los “hijos de Hermes”, cuya concepción del cosmos, de la vida y del hombre ha reposado siempre en los mismos principios y expresados a través de un corpus simbólico inspirado directamente por el propio Hermes, inspiración que define a esta Tradición y a su larga cadena de testificación.



De ahí la concordancia en las interpretaciones que de esos principios y la estructura cósmica que deriva de ellos han hecho sus adeptos, asegurando así la cohesión doctrinal a lo largo de los siglos. A este respecto, en uno de los textos herméticos más conocidos de la Edad Media, la Turba Philosophorum (la “Turba o la Tropa de los Filósofos”) leemos lo siguiente:

“Notad que, cualquiera que sea la manera en que los filósofos han hablado, la naturaleza es una, y ellos se hallan de acuerdo y hablan de lo mismo. Pero los ignorantes toman las palabras tal y como las decimos, sin comprender el qué ni el por qué (...) En cualquier caso habéis de saber que nosotros estamos todos de acuerdo, digamos lo que digamos. Así pues, comparad unos con otros y estudiadnos; porque en uno está claro lo que en otro permanece oculto, y quien verdaderamente busque, encontrará.”

En toda vía iniciática, en este caso la hermética, conocer es ser, y uno es lo que conoce, y también lo que recuerda de su naturaleza primordial. Por eso sin la influencia intelectual, o espiritual, jamás saldríamos de los límites espacio-temporales en los que se encuentra encerrada nuestra individualidad cuando la consideramos erróneamente separada de su Principio trascendente.

Esto que decimos, que se sustenta en una realidad metafísica, la tradición hindú lo explica a través de la imagen del Sol reflejada en un estanque de agua, o en un espejo, que para el caso es lo mismo. Esa imagen existe únicamente porque el Sol se proyecta en ella, y lo mismo sucede con nosotros. Si existimos es porque nuestra “alma viviente”, jîvâtmâ, es un reflejo de Atmâ, del Espíritu, del cual el Sol físico es la representación simbólica. Solo desde el momento en que el “alma viviente” toma conciencia de que ella existe gracias al Espíritu es que reconocerá que no es distinta de su Ser verdadero. Por eso en otros textos hindúes se destaca precisamente la unión de jîvâtmâ y de Atmâ, que son descritos como dos pájaros que residen en un mismo árbol, el Árbol del Mundo; uno, jîvâtmâ, come el fruto del árbol y se mueve constantemente, mientras que el otro, Atmâ, lo observa sin comer en actitud plenamente contemplativa e inalterable. Si los dos están siempre unidos, es porque no son más que uno desde el punto de vista del Brahma Supremo, de la realidad absoluta, en donde jîvâtmâ no se distingue de Atmâ sino en modo ilusorio.

En el contexto en el que estamos hablando, que el alma humana reconozca que no es distinta del Espíritu, es equivalente a lo que Platón entendía por la anamnesis, por el “recuerdo de sí”, pues en toda vía iniciática “recordar es conocer”. En efecto, todo conocimiento y todo verdadero saber es el intento de recordar las realidades que el alma vivió en el Mundo de las Ideas antes de “descender” a este mundo, en donde las realidades sensibles que perciben los sentidos no son sino las copias más o menos fidedignas de los mundos superiores, que en el Árbol de la Vida cabalístico se corresponden con los planos de Beriyah y de Atsiluth, como más adelante veremos.

Si reconocemos la idea del Bien, de la Verdad, de la Belleza, de la Igualdad, de la Libertad, de la Justicia, de la Unidad, del Ser, etc., o sea de los principios que dan sentido a la existencia humana, es porque ellos ya están en nosotros, de lo contrario no podríamos reconocerlos jamás. Tal vez aquí resida la lectura más alta de esa máxima hermética que dice que “Lo semejante atrae a lo semejante.”

Los representantes de la “psicología profunda” hablarían del “inconsciente colectivo” para referirse a la existencia de esos arquetipos en nuestra psique, pero yo prefiero hablar en cualquier caso de “memoria colectiva” para evitar cualquier equívoco, pues lo inconsciente es por definición lo no consciente, y aquí se trata justamente de “tomar conciencia” de lo que ya somos en nuestra realidad más profunda, realidad que es supraconsciente y no infraconsciente. Existen los símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, que son comunes a todas las culturas tradicionales, y esos símbolos e imágenes significativas las reconoceremos como las estructuras que toman las ideas para ser transmitidas y revelarse en nuestra conciencia, formando así parte esencial de la memoria individual y colectiva, o sea del “cuerpo sutil” de una cultura y de los individuos que la integran, los que a su vez los transmiten a sus descendientes, formando así lo que se ha dado en llamar la “cadena áurea”.

Áurea porque su cometido y su destino es mantener en el ser humano esas ideas y principios inalterables que permiten que su naturaleza sea semejante a lo que representa simbólicamente en el mundo mineral el oro, que es incorruptible. De ahí el mito universal de la “Edad de Oro” para referirse a un estado central que en tiempos pretéritos pertenecía a toda la humanidad en su conjunto, estado del que según dice el texto bíblico fuimos “expulsados” por haber sido atraídos precisamente por la dualidad y la multiplicidad, que es lo que en el fondo indica Platón cuando habla del olvido que sufre el alma humana al “descender” o alejarse del Mundo de la Unidad. Esto explicaría la necesidad de la iniciación y de los símbolos que retienen en sus formas las ideas, valores y principios que pueden conducirnos a la recuperación de ese estado perdido, aunque algunos prefieren decir que se ha “ocultado” en la caverna del corazón. Por eso un hermetista y hombre de conocimiento como Jacob Böhme pudo decir que: “El Paraíso está todavía en este mundo, pero el hombre está muy lejos de él, hasta que no se regenere.”

La palabra iniciación significa “ir hacia”, pero “ir hacia” la conquista, o reconquista, de ese estado central jalonado por un proceso que es prototípico porque responde a una serie de vivencias que no se pueden soslayar, y que explicarían también la idea del laberinto, de ese “perderse para encontrarse” de que se habla en los evangelios.

Pero no se puede hablar con conocimiento de causa de la Ciencia Hermética sino se ha experimentado, en la medida que sea, ese proceso en nuestro atanor interno, un proceso vivido al ritmo del solve et coagula, de la disolución y la coagulación de nuestros estados de conciencia, del más denso al más sutil, pasando por toda la gama de los estados intermediarios representados alquímicamente por los siete metales en sus correspondencias con las siete energías planetarias, a las que más adelante nos referiremos.

De ahí que uno de los lemas principales del Arte Regia sea separar lo “espeso de lo sutil”, pero “con paciencia y perseverancia”, expresiones ambas que contiene otras de las claves del proceso alquímico. En este sentido se ha dicho que cualquier metal, léase cualquier estado de conciencia, llevado a su perfección se convierte en oro, lo que es lo mismo que alcanzar nuestra verdadera dimensión universal en consonancia con nuestra naturaleza humana regenerada. Ese sería la recuperación del estado central o paradisíaco al que se refería Jacob Böhme. Alquímicamente dicho estado se corresponde con la “quintaesencia”, simbolizada geométricamente por el centro de la cruz de los elementos, y también por la Estrella pentagramática, cuyos cincos vértices coinciden con las cinco extremidades del hombre plenamente regenerado, como puede verse en muchísimos grabados, como este de Cornelio Agrippa, en donde podemos observar asimismo los símbolos de los siete planetas.



En el proceso alquímico la experiencia es lo operativo, pues lo que se va comprendiendo y asimilando en el plano teórico y mental ha de hacerse efectivo y abarcar la totalidad de nuestro ser, en cuerpo, alma y espíritu. La Gran Obra no es ajena al discurso de la existencia humana, sino que muy por el contrario constituye su paradigma, al mismo tiempo que un permanente recordatorio de lo que esa existencia es en esencia, o sea “bajo la perspectiva de la eternidad”.

A este respecto la frase: “En verdad, ciertamente y sin duda“ con la que comienza la Tabla de Esmeralda, el término “En verdad” se refiere a la esencia de lo que revela en la conciencia, y “ciertamente y sin duda” a su experimentación y encarnación, movidas por el motor de la fe, que es lo único que poseemos y lo único que necesitamos en este camino tan lleno de paradojas y dificultades. Acerca de la fe, en su libro En el Vientre de la Ballena. Textos Alquímicos, Federico González señala lo siguiente:

“La fe no es un credo hipotético que tiene que ver con nuestra adhesión imaginaria. La fe es una realidad concreta que se vive como lo único que se posee. Un solo deseo direccionado que va fructificando. La pérdida de la fe es la exclusión de esa realidad, al condenarnos para siempre a las burdas copias disponibles. No tener fe es perder la oportunidad de ser. Nuestra fe nada tiene que ver con las fantasías de los ilusos”.

La fe, en términos herméticos e iniciáticos, es una certeza en el poder taumatúrgico de Dios que aquí, en el mundo inferior, es lo más pequeño y virtual, de ahí la comparación de la fe con el grano de mostaza que se hace en los evangelios: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible.” En otro lugar el grano de mostaza se compara también con el reino de los cielos:

“El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza,  que un hombre tomó y sembró en su campo (léase en su alma), y que de todas las semillas es la más pequeña; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas”.

La experiencia nos dice que si esto no sucede, o sea si el alma no es permeable a lo que nuestro intelecto comprende, entonces permaneceremos en ese estado que los alquimistas denominan “mixto”, donde todavía no se ha producido totalmente la separación entre lo espeso y lo sutil, o entre lo profano y lo sagrado, separación sin la cual no es posible la regeneración psicológica y el nuevo nacimiento.

La iniciación es una epifanía, “una irrupción de lo sagrado” en nuestra vida y cotidianidad, una realidad que como dijimos es mítica por atemporal y que nos comunica la certeza inefable del Misterio del mundo, que subsiste por el Misterio como leemos en el Zohar, el “Libro del Esplendor” cabalístico.

En la vía hermética se es al mismo tiempo el sujeto que conoce y el objeto por conocer. Ambos son inseparables, pues el objeto que hay que conocer es el propio conocimiento que se aloja en el corazón del sujeto, o sea de uno mismo, un conocimiento que desde luego no es el de los múltiples egos, que son como la cabeza de la hidra contra la que tuvo que luchar Hércules en uno de sus 12 trabajos, sino el del Yo, con mayúsculas, o del Sí Mismo, cuya revelación fue vivida por Moisés en el monte Sinaí cuando desde la “zarza ardiente” oyó la voz del Señor que le decía “Yo Soy el que Soy”, o “El Ser es el Ser”.

No es por casualidad que tanto Hércules como Moisés sean mencionados con cierta frecuencia en los textos herméticos junto a otros héroes y profetas de la antigüedad. Precisamente, y a propósito de la “separación” entre lo profano y lo sagrado, en dichos textos se advierte que esta, la separación, es “algo dificilísimo, un trabajo de Hércules”, comparado con el cual las demás operaciones son como un “juego de niños”. Con ello se está afirmando la importancia de esa separación, que en realidad no es otra cosa que distinguir lo “espeso de lo sutil”, “la cizaña del trigo”, liberando a nuestra alma de los lazos que la tienen ligada al aspecto más inferior y denso de sí misma, a ese psiquismo que forma parte de lo que en la Cábala se denominan las quiploth, las escorias o cortezas que impiden la realización espiritual, que es lo que persigue la iniciación hermética. Ya lo dice el VI precepto de la Tabla de Esmeralda: "Separa la Tierra del Fuego, y lo sutil de lo grueso, suavemente y con gran cuidado."

Como antes se dijo, separar lo espeso de lo sutil es en el fondo lo mismo que separar lo profano de lo sagrado, que ciertamente es la operación más difícil, ya que todas las que vienen posteriormente dependerán de su éxito. Es como una llave, o clave, que abre la puerta del templo interior, y es necesario recordar que la palabra profano quiere decir “fuera del templo”, o sea fuera del cosmos, del universo como un templo, que nace del “Hágase la Luz” (Fiat Lux) pronunciado por el Verbo divino en el origen de los tiempos, un origen que siempre “es ahora”, pues aunque no está sujeto a la sucesión temporal, sí está en el tiempo, ya que todo efecto conlleva en sí mismo su causa, su principio, que en el mundo manifestado aparece como lo más pequeño o virtual como hemos señalado antes hablando del grano de mostaza. Si no fuera así, si el Ser universal no estuviera inmanente en el ser individual, la iniciación sería una pura entelequia.

Así pues, separar lo espeso de lo sutil es intentar “regresar” a ese templo o espacio interno, que no es otro en realidad que la “casa del Padre” de la parábola evangélica. El alquimista, o el iniciado en los misterios de la Rueda del mundo, de la Cosmogonía, es ese “hijo pródigo” que de pronto “recuerda” su verdadero origen, que es el centro de esa Rueda, donde reside la esencia de su ser verdadero. Por eso, los textos explicitan claramente que la separación hay que hacerla con gran cuidado, o sea que no hay que precipitarse pues “toda precipitación procede del diablo”, entidad que cristaliza en esas escorias y cortezas a las que antes nos hemos referido, y que muchas veces surgen de las dificultades propias generadas por el medio sociocultural en que hemos nacido, que se opone frontalmente a cualquier atisbo de realización espiritual.

Lo profano es una perspectiva errónea sobre las cosas. Es una ilusión si se la compara con la “lucidez” y “certeza” que experimenta nuestra inteligencia cuando es capaz de “comprehender”, o sea de abarcar y de identificarse con las verdades que preexisten en el mundo de la ideas, verdades que la memoria conserva como potencia que es del alma humana, junto a la voluntad y la propia inteligencia. Y con esto volvemos de nuevo a la idea platónica de la anamnesis y “recuerdo de sí”. Diríamos que lo profano está movido por una energía que es adversa al conocimiento de nuestros estados superiores, energía que nos jala “hacia abajo”, hacia lo infrahumano, impidiéndonos la redención, y con ella la posibilidad de que la luz del Nous se manifieste como una potencia liberadora. Ya decía Plotino que "el camino hacia la Inteligencia es para el alma la liberación de sus cadenas."

Dante describe muy bien la naturaleza de ese psiquismo inferior cuando en la primera parte de La Divina Comedia desciende con Virgilio a los Infiernos, que pueden ser considerados como una representación muy exacta del mundo profano, por donde como dice Proclo en su Himno a las Musas, el alma “yerra en el fondo de los pozos de la vida”. Y ya que hablamos de La Divina Comedia añadiremos que las tres partes en que se divide: Infierno, Purgatorio y Paraíso, se corresponden perfectamente con las tres fases o etapas de la iniciación hermética: la Obra al Negro, la Obra al Blanco y la Obra al Rojo. En otras tradiciones como la Masonería esas tres etapas se corresponden con el grado de Aprendiz, Compañero y Maestro.

En la vía iniciática la muerte, o disolución, a un plano es siempre el nacimiento, o coagulación, a otro. Y esto se produce numerosas veces, pues en la escala que conecta el mundo inferior con el mundo superior el viajero tiene muchas caídas, muchos descensos seguidos de otros tantos ascensos, todo lo cual está relacionado lógicamente con esas disoluciones y coagulaciones por las que el alma va reconociendo la altura, amplitud y profundidad de sí misma.

Todo cambio de estado se produce en la más completa oscuridad, en el “negro más negro que el negro”, o nigredo alquímica, resultado de una concentración del ser en sí mismo, a cualquier nivel en que esto se produzca, pues efectivamente no hay transmutación sin pasar por ese otro “estado” que simboliza la nigredo, que es la auténtica “materia prima” de la Obra. En este sentido, no es extraño que los textos afirmen que el Magisterio se edifica sobre el color negro, o sobre la “tierra negra”, que lejos de ser baldía, yerma o estéril, contiene los gérmenes y nutrientes espirituales de la regeneración.[1] Esto nos evoca aquella frase de San Pablo dirigida a los Corintios: “Sembrado en la corrupción resucitará en la Gloria”.

En los textos se subraya muchas veces que la muerte iniciática es un regreso al útero materno, y así lo dice explícitamente Paracelso cuando señala que  “el que quiere entrar en el Reino de Dios, debe entrar primero con su cuerpo en su madre, y allí morir”. La madre representa aquí a la “materia prima”, al estado anterior a cualquier manifestación, o sea al caos precósmico, del que nacerá el cosmos, y análogamente el “hombre nuevo”, gracias a la acción del Fiat Lux o rayo emanado del Espíritu.

En efecto, el estado de nigredo surge como resultado de separar lo espeso de lo sutil, separación que en términos alquímicos conlleva una “muerte”, pues se experimenta como una disociación entre el alma y el cuerpo, o sea entre los entes que acogen las energías más sutiles y más densas, respectivamente, de nuestra individualidad. En este momento del proceso uno puede sentirse como suspendido “entre dos mundos”, pero con la sensación cierta de no pertenecer a ninguno de ellos. Los textos hablan de que el color negro y oscuro expresa el estado del cuerpo cuando se le ha arrebatado el alma. Como consecuencia de ello sobreviene el “caos”, la pérdida en el laberinto del mundo intermediario y del psiquismo más denso, en esa “noche oscura del alma” de que habla San Juan de la Cruz, términos que expresan en el fondo la idea de putrefacción y de “mortificación”.

Es como si el operario hubiera ingerido un veneno, que ciertamente es el efecto que produce en su psique el contacto con la Enseñanza Hermética cuando a esta se la toma realmente en serio, y cuya primera gran operación, como decimos, es disolver “la costra” mental que impide la recepción de las influencias benéficas, por liberadoras, de las realidades superiores que esa misma Enseñanza vehicula a través de su corpus doctrinal. El aspirante experimenta la disolución de su propia “historia personal” y de una descripción del mundo que ahora se le antoja completamente pueril e insignificante. Por consiguiente, la Enseñanza es al mismo tiempo el “veneno” y el “remedio”, pues como dice otra importante sentencia hermética: “la ciencia de los venenos es también la ciencia de los remedios”, palabras que sintetizan el arte de la espagiria, palabra que significa al mismo tiempo “separar y unir”, solve et coagula.

Pero además, la reiteración constante de los vehículos simbólicos y la interacción entre ellos constituye en sí mismo un rito, o sea una toma de conciencia activa de la Enseñanza, y lo que no se comprendió en x veces se comprenderá en x + cien. Por eso se aconseja volver de nuevo sobre el símbolo, o símbolos, lo ya estudiados, pues se nos revelarán otros aspectos que nos pasaron desapercibidos en la lectura anterior. Se establecerá así un vínculo secreto con el contenido del texto sapiencial, ya que este es el fruto de la experiencia de su autor, o autores, en el viaje del Conocimiento.

En la Tradición Hermética los libros son fundamentalmente el soporte de la transmisión iniciática, cuyo influjo acabaremos por incorporar a nuestro ser ordenando así nuestro propio viaje. No en vano Hermes es considerado el escriba de los dioses, y tal vez no haya una tradición más fecunda que la Hermética en cuanto a la transmisión por la escritura, complementaria lógicamente con la transmisión oral. Por otro lado, no hay que olvidar que establecer analogías y correspondencias entre los símbolos herméticos y los de otras tradiciones es otra parte fundamental del trabajo hermético, hasta el punto que hoy en día se habla de la Vía Simbólica como una forma del Hermetismo.

Pero esto lleva tiempo, y no se hace sin “sacrificio”, palabra que lleva implícita un “acto sagrado” (sacro facere) para con uno mismo, pues ser un eslabón de la “cadena de los hijos de Hermes” implica haber roto los lazos que nos unían con lo que hasta entonces era la vida del “hombre viejo”, una expresión a la que los Evangelios recurren frecuentemente, como cuando en el episodio de las bodas de Caná Jesús advierte que no puede echarse vino joven en odres viejos. Por eso, quien ha recibido la promesa de una “vida nueva” y ha comprendido lo que esto significa, surge en él la imperiosa necesidad de “morir” a sus estados inferiores, que son asimismo los estados anteriores a la aparición de la estrella interna en el horizonte de su vida.

Para ilustrar el estado de mortificación los textos herméticos se acompañan con una amplia y rica iconografía y emblemática. Pero nosotros vamos a centrarnos en el arcano XIII del Tarot, “La Muerte”.



Reparemos en que el Tarot, en sí mismo un símbolo de la Cosmogonía, es llamado el “Libro de Thot”, o de Hermes, lo cual nos indica que su didáctica tiene mucho en común con los procesos alquímicos y nada que ver con la utilización fenoménica que se hace hoy en día de él. Es interesante estudiar este arcano, término que no olvidemos se refiere a todo aquello que conserva un secreto de carácter sagrado. En él aparece un esqueleto con una guadaña que va segando cuerpos humanos y esparciendo sus restos por un campo. Se trata de una “muerte activa”, no pasiva, lo que diferencia al proceso iniciático de los estados místicos, signados por una brumosa espiritualidad, por decirlo de alguna manera. Es un “esqueleto vivo”, valga la paradoja, y lo que todo esto nos está diciendo es que en los misterios de la muerte se encuentran también los misterios de la inmortalidad.

Los huesos del arcano XIII nos recuerda aquel pasaje bíblico del libro de Ezequiel (37, 2-5) en el que se dice lo siguiente:

“Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: ‘Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?’ Yo dije: ‘Señor, tú lo sabes’. Entonces me dijo: ‘Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Jehovah. Así dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis”.

En la alquimia los huesos están asociados a los elementos terrestres y corporales más solidificados, y se identifican con el plomo, el más denso de los metales. El plomo es el equivalente de la “piedra bruta” en la Masonería, piedra en la que sin embargo se oculta la “perfección” de la “piedra cúbica”, la que permite construir tanto el templo material como el templo espiritual. Démonos cuenta que su perdurabilidad con respecto a los demás elementos orgánicos del cuerpo hace de los huesos un símbolo de la perennidad temporal, de lo que permanece, y en este sentido serían también una imagen de la divinidad. En lenguaje alquímico estaríamos bajo el “régimen de Saturno” pues el plomo es el metal de este planeta, que si bien fue el dios de la Edad de Oro, es decir de la perfección de nuestro estado humano, sin embargo tras la expulsión del Paraíso, relatado en el mito de la “caída” de Adán y Eva, Saturno también pasó a ser una “cárcel”, que no es otra que el estado corporal, en el que el alma ha quedado apresada por su identificación con el elemento “Tierra”, cuyo color negro se asocia, al comienzo del proceso alquímico, con la pesantez del plomo y de Saturno.

En la energía saturnina reside el principio de individuación, representado en su grado más extremo por el estado corporal. Pero esto es una forma de decir acorde con una visión cada más más materialista de la existencia condicionada por la entrada de la humanidad en la “Edad Oscura”, o Kali-Yuga, la más alejada de la Edad de Oro.

Sin embargo, y siendo esto así por imperativo de las leyes cíclicas, no hay que olvidar que los metales, en este caso el plomo saturnino, llevado a su perfección se transmutará en oro. Todo esto que decimos lo resume perfectamente Jacob Böhme en su obra De signatura rerum (De la signatura de las cosas): “Ved, el oro está oculto en Saturno. Así también el hombre, después de la caída, se oculta en una efigie de sí mismo, tosca, amorfa, bestial, como muerta. Es como la piedra bruta en Saturno”.

En efecto, pese a su condición caída, el cuerpo, siendo la concreción de las energías emanadas de los mundos superiores, conserva latentes los principios que hacen posible la regeneración y el nuevo nacimiento. Por eso la frase de Jacob Böhme coincide con la siguiente máxima budista, que dice: “En este cuerpo de ocho palmos de altura está comprendido el mundo, la génesis del mundo, la resolución del mundo y el sendero que conduce a la resolución del mundo”.



Esto se ve claramente en la estructura del Árbol de la Vida cabalístico, en donde Asiyah el plano o mundo más bajo de los cuatro que lo conforman, representa a la Tierra física y al plano material y por tanto al cuerpo humano, pero al mismo tiempo es el receptáculo donde se concretan y toman forma física los tres planos superiores restantes y las energías de las sefiroth respectivas de cada uno de ellos, sefiroth que son diez, el número de la totalidad ya que no existen más números que esos.

No podemos dejar de resaltar lo importante que es detenerse en la descripción del Árbol cabalístico y decir unas cuantas palabras al respecto, teniendo en cuenta que forma una parte substancial de la enseñanza hermética, como lo demuestran los numerosos maestros que han bebido de su fuente y lo han tomado como parte de su didáctica. El ejemplo más próximo para mí es Federico González, cuya obra descansa en una parte significativa de la misma en la enseñanza del Árbol de la Vida según el modelo de la Cábala Hermética o Cábala Cristiana, heredada del Renacimiento.



Existe una Cábala Hermética, nacida efectivamente en el Renacimiento como una síntesis entre el esoterismo judío y el hermetismo cristiano, el cual incluyó el simbolismo de los metales y los planetas en relación con siete de las diez sefiroth del Árbol de la Vida, como podemos ver en la imagen. La tercera sefirah, Binah, la Inteligencia divina, se corresponde con Saturno y el Plomo; Hesed, la Misericordia, o el Amor, con Júpiter y el Estaño; Gueburah, el Rigor, con Marte y el Hierro; Tifereth, la Belleza, con el Sol y el Oro; Netsah, la Victoria, con Venus y el Cobre; Hod, la Gloria, con Mercurio y el metal del mismo nombre; y Yesod, el Fundamento, con la Luna y la Plata. Finalmente aparece Malkhuth, que es la Tierra, signada por los cuatro elementos.

Precisamente, en la Alquimia se habla de los “cuatro en el hombre”, siendo esos cuatro los distintos entes que se manifiestan a través de los cuatro elementos, en donde solo uno es visible, la tierra, mientras que los tres restantes, el agua, el aire y el fuego pertenecen a estados o mundos del ámbito sutil y espiritual, tanto humano como cósmico.



Esos cuatro elementos se corresponderían entonces con los cuatro planos en que se divide el Árbol de la Vida, en donde el elemento tierra como hemos dicho se identifica con el plano de Asiyah, mientras que el elemento agua se corresponde con el mundo de Yetsirah, al que pertenecen las fuerzas y energías anímicas que otorgan la vida al cuerpo terrestre. Además, Yetsirah quiere decir “Formaciones” pues en él toman forma sutil y psíquica los principios que pertenecen al plano inmediatamente superior, llamado de Beriyah, donde domina el elemento aire, ligado con el alma superior y el mundo prototípico de la Creación. Por último está el plano más alto, Atsiluth, donde el fuego del Espíritu, que es el fuego que no quema, es el que domina y le da su intrínseca cualidad. De hecho, el mundo angélico de los Serafines, descritos como llamas de amor ardiente, es el más cercano a Atsiluth, donde residen las tres primeras sefiroth, Binah (Inteligencia), Hokhmah (Sabiduría) y la sefiroth suprema, Kether, la “Corona”, a la que nos referiremos más adelante. Atsiluth quiere decir “emanaciones”, pues de él nacen las esencias de todas las cosas. Por eso también significa “proximidad”, pues en todo ser manifestado nada hay más próximo a él que su propia esencia espiritual.

Pues bien, si todos esos mundos están aquí, en la Tierra y en el cuerpo, esto nos lleva a considerar el simbolismo que subyace en el conocido acróstico alquímico VITRIOL, que es un ácido sulfúrico altamente corrosivo (o sea un veneno) que antiguamente servía, entre otras cosas, para la limpieza de los metales. Pero en la Alquimia las letras de este acróstico significan “Visita Interiora Terrae, Rectificando Invenies Occultum Lapidem, o sea “Visita el Interior de la Tierra (del cuerpo) y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta”.


Fijémonos que VITRIOL está formado por siete letras, número que coincide con el de los siete planetas, o con los siete metales con los que los planetas están vinculados, y esta correspondencia nos permite entender que esa Visita al Interior de la Tierra, de nuestro cuerpo como símbolo vivo del cosmos, es en realidad un viaje por el mundo subterráneo pero también por el mundo intermediario dominado por las energías planetarias, y ello con el fin de hallar esa “piedra” que es en realidad la “Piedra Filosofal”, o el “Elixir de la Larga Vida”, siendo dicho elixir la esencia misma de la planta, pues evidentemente también existe una Alquimia vegetal, que es en todo complementaria con la Alquimia mineral y metálica, y ambas se entreveran para conformar un solo Arte y una sola Ciencia. Por eso, a ese acróstico se le añaden a veces dos palabras más: "Verdadera Medicina", leyéndose entonces VITRIOLVM. Por consiguiente la "Piedra Filosofal" es la "verdadera medicina", la que aporta ese "elixir", también llamado de la "eterna juventud" pues tiene la propiedad de hacernos vivir cada nuevo día como el primero de la creación. 

De hecho, la cosmogonía hermética comprende tanto la alquimia como la astrología, o la astronomía, pues ambas son una sola ciencia en nuestra tradición. Los metales, o minerales, en el interior de la Tierra son las condensaciones de las luminarias celestes y planetarias. Y esas cristalizaciones están igualmente presentes en el ser humano bajo la forma de sus estados de conciencia, en donde habitan los grandes arquetipos de la Creación. Solo que en el estado ordinario esos arquetipos y principios los vivimos de forma confusa y caótica.

Por eso es importante reparar en la palabra “rectificación” de las siglas VITRIOLUM, que indican tanto la idea de "corrección" como de "rectitud", un término que evoca la recta, o el eje, pero en sentido vertical, puesto que se trata de un descenso en el interior de la Tierra, pero también de un ascenso hacia otros espacios más sutiles, pues de no ser así no habría nada que rectificar, y por tanto la idea alquímica de la iniciación y de la transmutación del plomo en oro a través de toda la gama de energías intermediarias representadas por el resto de los planetas-metales, carecería de sentido.

En la enseñanza hermética toda idea de rectificación supone un "enderezamiento" espiritual, un pasar de un estado caído, propio del que está abatido, a un estado a través del cual el ser puede elevarse por encima de sus condicionamientos. Podríamos decir que el Mercurio, o sea el conjunto psíquico que constituye el alma individual, es animado por el fuego del Azufre, por el principio divino que se expresa en nosotros a través de la voluntad de ser aquello que nuestra conciencia reconoce como una verdad o certeza que al comprenderse se hace una con ella, lo que supone una regeneración, o mejor autogeneración, ya que esas certezas y pequeñas iluminaciones son como la “materia prima”, o “piedras cúbicas”, que contribuyen a la edificación de nuestro templo interior.

En términos iniciáticos esto supone una gradual universalización de esa misma conciencia, que forma parte de un Todo que es al mismo tiempo la Unidad del Ser, de ahí la expresión En To Pan (“Uno el Todo”) que aparece inscrita en algunos grabados alquímicos en el interior de la serpiente Uroboros, un símbolo de la Rueda Cósmica. 



Recordemos que la palabra Azufre procede del griego zeión, que quiere decir tanto azufre como divino. Por eso son muy reveladoras estas palabras que encontramos en los textos:

"Sin el fuego la Materia de obra es algo inútil y el Mercurio Filosófico es una quimera que solo vive en la imaginación. Todo depende del régimen de Fuego".

El propio símbolo del Azufre ya indica ese poder de atracción ascendente de la Voluntad del Cielo, pues como sabemos su símbolo es un triángulo recto debajo del cual aparece la cruz de los cuatro elementos terrestres y de los estados psíquicos asociados a ellos. El fuego divino, inherente al Azufre, impulsa hacia arriba las fuerzas dinámicas que mueven el mundo psicosomático. 



Es gracias al fuego donde se cuece la “materia prima” depositada en la parte inferior del atanor hermético, separando lo sutil de lo espeso, desechando esto último y sublimando los elementos de naturaleza más aérea y transparente.

La pasión por el Conocimiento es una forma de expresar cómo se manifiesta ese fuego sutil, similar a un “furor” o amor por lo más alto capaz de atraer toda nuestra atención intelectual y nuestra emotividad anímica hacia un solo objetivo: la “unión de los contrarios”, una unión que el hermetista rosa-cruz Valentín Andrae denominó “las bodas químicas” del Rey y de la Reina, del Azufre y del Mercurio. El fuego espiritual del Azufre, la voluntad de ser, “fija lo volátil” del Mercurio-alma, que ha devenido receptivo a las influencias celestes tras las sucesivas purificaciones en el interior del atanor.

Y si hablamos ahora de los planetas en su doble condición de metales y dioses, nada mejor que mencionar a Johann Gichtel, un discípulo de Jacob Boehme que elaboró un esquema, que sin duda conoceréis, en el que los siete planetas aparecen inscritos en distintas partes del cuerpo humano, exactamente en la misma posición que los siete chakras hindúes, situados simbólicamente a lo largo de la columna vertebral, que es también un eje análogo al Eje del Mundo.



Nos resulta interesante esta imagen porque, entre otras cosas, demostraría que los maestros herméticos tenían una misma concepción del ser humano en relación con el cosmos idéntica a la del hinduismo, en donde también se practica una alquimia que esencialmente utilizaba los mismos métodos de la alquimia occidental, a los que habría que incluir las técnicas de respiración propias del hatha-yoga. Lo mismo podemos decir de la alquimia china, que sin duda tampoco era desconocida por los hermetistas de esas épocas.

El objetivo, si así pudiera decirse, es despertar de su letargo a ese Azufre o fuego divino que mora en lo más profundo de nuestra conciencia, como duerme la serpiente kundalini en la base de la columna vertebral, donde se sitúa el primer chakra, muladhara. Huelga decir que Kundalini es la fuerza cósmica vital individualizada en el ser humano.

Aunque lógicamente no podemos desarrollar aquí el tema de los chakras en relación con la Alquimia, tampoco podemos dejar de señalarlos, máxime cuando, además de esas correspondencias con la jerarquía planetaria, también existe una concordancia con las sefiroth del Árbol cabalístico, una cuestión ya señalada por René Guénon al final del capítulo III de su libro Estudios sobre el Hinduismo, capítulo llamado justamente “Kundalini- Yoga”.



  


Asimismo, en Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, de Federico González y Colaboradores también se trató de estas concordancias. Concretamente en el Módulo III, acápite 79. Las dos imágenes que estamos viendo pertenecen a este acápite, donde se visualiza perfectamente lo que decimos.

Volviendo nuevamente al grabado de Gichtel el hecho de que los planetas-metales estén representados dentro de una espiral nos sugiere la idea de un proceso a través del cual el ser viaja por los estados que ellos representan, coagulando, sutilizando y purificando su naturaleza hasta alcanzar el verdaderamente central, simbolizado por el Sol y el Oro, que en el Árbol de la Vida se corresponde con Tifereth.



Las múltiples coagulaciones y disoluciones son necesarias para que nuestra alma se purifique y concentre en sí misma lo de abajo y lo de arriba, pues no puede haber separación alguna, y de hecho no la hay, entre uno y otro mundo, entre lo de abajo y lo de arriba, entre la Tierra y el Cielo, el Microcosmos y el Macrocosmos.

Es interesante observar que los planetas que están por encima del Sol (Marte, Júpiter y Saturno) representan a dioses masculinos, y los que están por debajo de él (Luna, Mercurio y Venus) a divinidades femeninas. Mercurio no es exactamente una divinidad femenina, sino más bien andrógina. Pero el caso es que tenemos tres parejas de dioses. Los primeros son activos y tienden a la fijación y la coagulación, mientras que los segundos son pasivos, receptivos y disolventes, necesarios para dar lugar a nuevas coagulaciones y a un nivel superior de conciencia. Saturno se disuelve en la Luna, para coagular en Júpiter, que se disuelve en Mercurio, para coagular en Marte, que se disuelve en Venus, que finalmente coagula en el Sol, en el Oro.

Hemos de fijarnos bien que estos dioses-planetas-metales pertenecen a signos zodiacales opuestos entre sí. Saturno pertenece a Capricornio, que está opuesto a Cáncer, residencia de la Luna; Júpiter a Sagitario, opuesto a Géminis, residencia de Mercurio; Marte a Escorpio, opuesto a Tauro, residencia de Venus. Estas tensiones provocan también una “atracción” mutua, o sea una necesidad de “unirse” para encontrar su equilibrio y complementariedad, lo que conlleva una transmutación de sus naturalezas respectivas hasta alcanzar efectivamente el estado solar y central, que es el estado verdaderamente humano, con todas sus prerrogativas y privilegios.

A ese estado se refieren las siguientes palabras del Corpus Hermeticum (XIII, 3):

“¿Qué más puedo decirte, hijo mío? Sólo esto: una visión simple se ha producido en mí (…) He salido de mí mismo y me he revestido con un cuerpo que no muere. Ya no soy el mismo, porque he renacido intelectualmente (…) Ya no tengo color, ni soy tangible ni mensurable. Todo eso me es ahora extraño (…) y ya no se me puede ver con los ojos físicos”.

Esta cita describe en realidad el nacimiento del “Niño alquímico”, que como su nombre indica es el estado de “infancia espiritual”, un término que se utiliza en el sufismo islámico y también en los evangelios, como cuando se dice: “Dejad que los niños se acerquen a mí. No se lo impidan, porque el reino de los cielos es de los que son como ellos”. Por su parte Federico González en su Diccionario de Símbolos y temas Misteriosos dice lo siguiente:

“Cada regeneración que sufren los adeptos es un nuevo nacimiento de Dios, que se va abriendo paso en las aguas; se trata de un acontecimiento solemne, es la aparición de la criatura llamada Niño alquímico, el Niño dios, en el interior de una individualidad, que lo autogenera –en la Tradición Taoísta llamada La Endogenia del Inmortal. Siendo esa aparición majestuosa el inicio de un camino –es un niño– hasta la coronación de la ‘Gran Obra. Eso es lo extraordinario, que es una autogeneración, lo que es evidente en cualquier proceso creativo, especialmente en la planta que es el ejemplo más notorio y sencillo (...). Incluso el que ha realizado esta Obra, tal vez no lo sabe del todo, o no lo sabe, y lo más probable es que le de otro nombre, pero el numen [la potencia divina] sigue siendo el mismo. De hecho, todos los dioses, coinciden en el Dios Inmanifestado”.

Es importante retener estas últimas palabras, que “todos los dioses coinciden en el Dios Inmanifestado”, para entender lo que diremos al final de nuestra disertación.

Por el momento nos quedamos con lo siguiente: que el estado solar y central no representa la consumación de la “Gran Obra” sino el inicio de otro viaje, el que nos conducirá “allende las estrellas”, como dice Dante en La Divina Comedia. En la iniciación hermética se habla de los “viajes terrestres” y los “viajes celestes”. Los primeros están más relacionados con la Alquimia propiamente dicha, o sea con la transmutación de los estados inferiores simbolizados por los metales en el interior de la Tierra, mientras que los segundos, los “viajes celestes”, lo están con la Astrología-Astronomía, y ponen al adepto en relación con ciclos de tiempo medidos no en términos humanos, sino cósmicos. El tiempo experimentado como una imagen de la eternidad, y por consiguiente como un soporte de liberación del propio tiempo considerado como una fuerza que comprime y agota las posibilidades de vivir emanadas de los arquetipos intemporales, o espirituales. En términos mitológicos podríamos decir que Saturno ya no devora a sus hijos sino a sí mismo, para transformarse en el Ser del Tiempo, el que nos da la posibilidad de liberarnos del devenir temporal y conocer nuestros estados inmanifestados y metafísicos.



Por eso, el viaje por la espiral planetaria es doble. Por un lado, de ad extra a ad intra, de Saturno al Sol, y posteriormente de ad intra a ad extra, del Sol a Saturno, pasando por el resto de la gama planetaria. Después de haber espiritualizado lo más denso y llegado al centro del estado humano, de su Yo verdadero representado por el Sol (o por Tifereth, la sexta sefirah y corazón del Árbol de la Vida, representado a veces como el “Niño alquímico”), el iniciado en los misterios herméticos tiene ante sí la posibilidad real de emprender otro viaje, durante el cual ha de recorrer nuevamente los mismos planetas, pero en el sentido inverso al anterior, o sea del Sol a Venus, de Venus a Marte, de Marte a Júpiter, de Júpiter a la Luna y de la Luna a Saturno.

Sin embargo, en este caso, al haber sido rectificadas y purificadas en las operaciones anteriores, las energías planetarias mostrarán ahora no los aspectos psíquicos en relación con la parte inferior del alma humana (que en el Árbol de la Vida se corresponde con el plano o mundo de Yetsirah), sino sus aspectos más elevados y espirituales. La primera parte el viaje se realiza por lo que la tradición gnóstica denominó el Heimarmene, el “hado del destino”, concebido como una rueda en torno a la cual giran las siete esferas planetarias consideradas como las “hijas de la Necesidad”, las que determinan, en efecto, nuestro destino individual, sometido al encadenamiento de las causas y efectos que constituyen el mundo del samsâra, o sea la “rueda del devenir”, descrita simbólicamente como una serpiente, hija del demiurgo creador del mundo material, donde el alma ha quedado prisionera en su “caída”. Anteriormente hablamos de la Necesidad como una diosa, o sea que esta palabra tiene también un doble sentido, o una doble lectura, pues precisamente el alma prisionera comienza a liberarse de las cadenas que la atan al mundo material cuando en ella nace la necesidad de esa liberación al hacerse plenamente consciente de que está prisionera. Esa necesidad es el comienzo del “despertar” del sueño, que se produce tras beber las aguas del río de la Memoria.

Resumiendo: existen dos septenarios planetarios, o mejor dicho un solo septenario pero que se recorre en dos sentidos: descendente y ascendente. En consecuencia, si los estados experimentados en el descenso por el septenario planetario inferior pertenecen a la individualidad y a la regeneración de la misma, los que se recorren en el ascenso por el septenario superior, “más allá de la esfera de la necesidad”, pertenecen a los cielos planetarios considerados como los estados espirituales o supraindividuales, que no niegan los estados individuales, sino que estos están plenamente realizados dentro de aquellos, ya que desde la perspectiva cosmológica y metafísica decir espiritual o supraindividual es decir universal.



Como vemos en esta otra imagen, Dante, en la tercera parte de La Divina Comedia, nos da un buen ejemplo de lo que estamos diciendo cuando tras recorrer el Inframundo y el Purgatorio, o sea el Mundo Intermediario, llega al Jardín del Edén, al centro del estado humano (situado simbólicamente en la sumidad de la montaña del Purgatorio), emprendiendo a partir de él su subida por la jerarquía planetaria que, volvemos a repetir, personifican ahora los estados supraindividuales o espirituales, el más elevado de los cuales se corresponde con el cielo de Saturno en el esquema de Gichtel.

Más allá de Saturno se encuentra el Octavo y el Noveno Cielo, que los maestros herméticos identifican con la Jerusalén Celeste, antesala del Empíreo, donde mora, solitario, el Ser Universal, que como ya sabemos por el esquema del Árbol de la Vida se corresponde con el mundo de Atsiluth.

En la jerarquía planetaria, el lugar que ocupa Saturno es el mismo que ocupa el séptimo chakra, sahasrara: en la sumidad de la cabeza, y más concretamente en la coronilla craneana, donde también se ubicaría la piedra angular dentro del simbolismo constructivo, que tanto tiene que ver con el proceso hermético-alquímico.

Parecería que esto entra en contradicción con lo que acabamos de decir con respecto a la ubicación de Saturno antes del Octavo y del Noveno Cielo y por tanto antes del Empíreo, con el que se correspondería también el chakra sahasrara y la piedra angular. Sin embargo, recordemos que en el Árbol de la Vida Saturno se identifica con Binah, que siendo la tercera sefirah pertenece al mundo de Atsiluth, en donde las tres primeras sefiroth conforman la Tri-unidad de los principios ontológicos, que pertenecen al ámbito del Ser Universal, que no es otro en realidad que el Empíreo.




En los ritos de los antiguos constructores, quitar la piedra angular que tapona el centro de la bóveda significa abrir la última abertura por la que el ser toma contacto con sus estados supracósmicos y metafísicos. Esto es lo que significa también la abertura del atanor, que como vemos en esta imagen es una construcción análoga a la del cosmos y a la del cuerpo humano, y ciertamente a la del Árbol de la Vida cabalístico.

Por eso, y por lo que hemos dicho anteriormente acerca de la Tri-unidad del plano de Atsiluth, podríamos hacer una transposición simbólica entre Kether y Saturno.




Si en el ascenso por el Árbol de la Vida Kether es la última puerta a abrir antes de acceder al ámbito metafísico del En Sof, que quiere decir “Infinito”, o “Sin límites”, Saturno sería el último grado del Arte Regia, y sin duda en este caso también la Astrología tradicional nos ofrece esa clave necesaria para entender por qué Saturno es precisamente el planeta cuyo domicilio está en el signo de Capricornio, donde se sitúa, en el simbolismo solsticial, la “Puerta de los dioses” (la que da acceso igualmente al ámbito metafísico), la cual está opuesta a la “Puerta de los hombres”, ubicada en Cáncer, que es el domicilio de la Luna, el primer cielo de la jerarquía hermética. La “Puerta de los dioses” tiene entonces el mismo significado que la “piedra angular”, el séptimo chakra y la “piedra filosofal”. Son símbolos que representan la misma realidad.

En Saturno se consuma la “Gran Obra”, y esa “Piedra Oculta, que es la Verdadera Medicina” de las siglas VITRIOLVM, no es otra que el propio Saturno, o el plomo, una vez depurado, o rectificado, de sus impurezas. Es lo que nos dice el siguiente texto alquímico que Isaac el Holandés escribió en su libro La Obra de Saturno. En él podemos leer:

“De Saturno procede y se hace la piedra filosofal (...) No hay secreto mayor que este: que ésta se encuentre en Saturno, ya que en el Sol no hallamos la perfección que se encuentra en Saturno. En su interior, y en ello convienen todos los Filósofos, el Sol es óptimo (...) En verdad, Saturno es la piedra que los Filósofos antiguos no quisieron nombrar (...) No le falta nada, sino que se le depure de su impureza; hay que purificarlo y luego dejar fuera su interior, es decir, su Rojo, y entonces será el Sol óptimo”.

Ese Sol óptimo no es otro que el Sol espiritual, y el hecho de “dejar fuera su interior”, quiere decir que lo que estaba oculto, el Espíritu, se ha hecho visible y aparente, o sea se ha corporeizado, lo que sugiere también que los cuerpos se han espiritualizado. “Espiritualizar la materia, y materializar el espíritu”, es finalmente la máxima hermética que mejor define la efectivización de su Enseñanza.

Por eso, en los textos encontramos afirmaciones tales como: “Si declaramos espiritual nuestra materia, es verdad; si la declaramos corporal, no mentimos. Si la llamamos celeste, es su verdadero nombre. Si la denominamos terrestre, hablamos con propiedad”. 

Cuando se ha llegado a un cierto nivel de comprensión y de realización en el Arte Hermético, nace una certeza: que solo existe una única Realidad, un solo Misterio cuya clave, o llave, es la “Piedra Filosofal”, que es al mismo tiempo aparente e inaparente, cuerpo y espíritu, ser y no ser, sin que en ello haya contradicción alguna, en primer lugar porque si la hubiera pondríamos un límite conceptual, un condicionamiento mental, a lo que en verdad no lo tiene. Es el Misterium Magnun (el Gran Misterio) de que se habla en los textos herméticos. Y si el mundo subsiste por el Misterio es porque el mundo es ese Misterio. Un asombro permanente. Aunque se concreta en los átomos para formar la materia cambiante de la realidad corporal, no por ello su Esencia eterna se altera en lo más mínimo. A ese Misterio que no tiene ser ni nombre, y sin embargo es todos los seres y todos los nombres, se refiere precisamente el primer versículo del Tao Te King, y con el cual finalizamos:

“Sin nombre es el principio del universo; / y con nombre, es la madre de todas las cosas. / Desde el no-ser comprendemos su esencia; / y desde el ser, sólo vemos su apariencia. /Ambas cosas, ser y no-ser, tienen el mismo / origen, aunque distinto nombre. / Su identidad es el Misterio. / Y en este Misterio se halla la puerta de toda maravilla”. Francisco Ariza


Notas

*Las imágenes del Árbol de la Vida cabalístico pertenecen a Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, de Federico González y Colaboradores. La del atanor con los cuatro planos al libro El Tarot de los Cabalistas. Vehículo Mágico, de Federico González.

[1] Haciendo un inciso, debemos recordar que “tierra negra” es el nombre que recibía antiguamente Egipto, Kemi, al que los árabes añadieron el artículo al, Al Kemi, de ahí Alquimia, lo que demuestra el origen ancestral de este Arte, y de que no resulte extraño que históricamente la Tradición Hermética naciera precisamente en Egipto bajo el patrocinio de Hermes Trismegisto. El negro expresa, por un lado, el aspecto “oscuro” que revisten muchas veces las operaciones del Arte Real, pero en otra lectura más elevada ese color alude al “secreto hermético”, que en última instancia es haber concebido la idea de lo inmanifestado, del Dios “oculto”, aquel al que Dionisio Areopagita denominó las “Tinieblas más que luminosas”. 


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