FILÓSOFOS Y POETAS HISPANO-HEBREOS EN LOS ORÍGENES DE LA CÁBALA (I). El Marco Histórico y Geográfico (Vídeo y Texto)
Rito judío de los sefardíes medievales. British Library
I
El presente estudio quiere
adentrarse en un tema que pertenece a la Historia de España, y por tanto de
Occidente. De hecho ha de verse como complementario a otro estudio que
escribí para la colección “Cuadernos de la Gnosis” de la revista Symbolos en el
año 1993 titulado Las Corrientes
Hispánicas de la Cábala. Como hemos dicho en diversas oportunidades, la
Historia es para nosotros parte esencial en la transmisión de la memoria de un
pueblo y de los individuos que lo conforman, y esto es así muy
especialmente cuando esa memoria ha sido forjada por la acción de
ideas-fuerza y corrientes de pensamiento que, como es el caso de la cultura
judía, cristiana e islámica han vehiculado la revelación de una Sabiduría
Perenne con sus distintos acentos y formas de expresión. Además, las tres
tienen un origen histórico común que parte de Abraham, el “padre de la
generaciones”, y asimismo es innegable la presencia en todas ellas de la
herencia clásica grecorromana.
Hubo un tiempo en que las tres
culturas cohabitaron en el solar hispano. Decimos “cohabitaron”, o
“coexistieron”, que es a nuestro entender el término que mejor se adapta a la
realidad que se vivió entre todas ellas, más que el de “tolerancia”, que es el que se utiliza normalmente hoy en día para referirse a esa coexistencia.
Pero en cualquier caso la idea de "expulsión", o de "exterminio
cultural", todavía no había sido incubada en ninguna de las dos comunidades
que se repartían políticamente dicho territorio: la cristiana y la musulmana.
Recordemos que la
Reconquista comienza realmente en el siglo XI con la toma de Toledo
por Alfonso VI (lo cual ocurrió pocos años después de desaparecer el
Califato omeya de Córdoba), pero no existía en el ánimo de este gran rey
-contemporáneo del Cid Campeador- ni tampoco en el de los reyes de los
distintos reinos cristianos anteriores y posteriores a él, la idea de
"expulsar" a los musulmanes, y menos aún a los judíos, que ocupaban
cargos de alta responsabilidad en los asuntos del reino.[1]
Estos reyes (Alfonso III de
Asturias, Sancho el Mayor de Navarra, Alfonso el Batallador de Aragón, Alfonso
VI de León y Castilla, Fernando I y
Alfonso VII de León, Fernando III el Santo y su hijo Alfonso X el Sabio)
sentían como propia la presencia y el legado de judíos y musulmanes, con todos
los matices que queramos añadir al respecto. La idea de un
"Imperio Hispánico", fundamentalmente cristiano, englobaba a las tres
comunidades, y no solo a una de ellas. El hecho nada anecdótico de que sobre la
tumba de Fernando III el Santo los epitafios estuvieran escritos en castellano,
judío, árabe y latín, manifestaba la voluntad de “integración” expresamente
buscada por esos reyes cristianos. El modelo que tenían en mente no era otro que
el Imperio Carolingio, heredero de Roma no solo en la forma de organización
territorial sino también en el espíritu. La idea central consistía no en el
rechazo sino precisamente en la "integración" de aquellas otras
culturas que seguían manteniendo su especificidad dentro de un todo más
amplio, permitiendo así un equilibrio imprescindible para la convivencia entre
las distintas partes de ese todo.[2]
Al igual que los reyes-emperadores
cristianos, los emires y califas de Córdoba también tenían una "idea"
de España que no incluía la negación del "otro", o de los
"otros", de los religiosa y culturalmente distintos, sino que estos
convivían con su idiosincrasia propia.[3] De
no haber sido así, en la España musulmana no se hubiera dado el fenómeno de los
cristianos mozárabes, es decir “arabizados”, ni tampoco el de los mudéjares en
la España cristiana. Tanto los mozárabes como los mudéjares desarrollaron un
arte en el que podemos observar una síntesis de conceptos que fueron propios y
característicos de la España medieval y de ningún otro lugar.
En la arquitectura mozárabe, por
ejemplo, es notoria la presencia del arte hispano-visigodo, el cual inspiró
notoriamente las construcciones islámicas de al-Ándalus, caso de la Mezquita de
Córdoba sin ir más lejos, cuyo “arco de herradura” es originalmente visigodo,
como puede apreciarse igualmente en las iglesias asturianas y del Norte de
España durante el período anterior e inmediatamente posterior a la invasión
islámica, pues su vigencia en la arquitectura cristiana en ese territorio
norteño permanecerá hasta la irrupción del románico venido de Francia (vía el
Camino de Santiago), y de la Lombardía italiana, cuyos arquitectos fueron
especialmente fecundos en el Pirineo catalán y aragonés. En el caso de la
arquitectura mudéjar esta abundó sobre todo en Toledo, el Centro-Sur, Aragón y
Reino de Valencia, y continuaría formando parte del paisaje urbano de muchísimas ciudades y pueblos de España (y
de Hispano-América como parte de su arquitectura colonial) prácticamente hasta
nuestros días.[4]
Así pues, y a partir de un momento determinado, la invasión islámica
ocurrida en las costas de Cádiz durante la noche de 27 al
28 de abril del año 711 quedaba ya tan lejana en la memoria que no
pudo tenerse por totalmente "extraños" a aquellos invasores, que
llegaron con el ímpetu de una civilización recién nacida, la islámica, pese a
ser tan milenaria la raza árabe que la sustentaba. Tengamos en cuenta que el
tiempo es el "gran cohesionador de lo creado" en palabras de
Federico González, y esto ha de entenderse a todos los niveles, y sin duda
en ello contribuyó el origen común de las tres culturas, las llamadas
“religiones del Libro”.
La “realidad histórica” acabó
imponiéndose, dicho de otra manera, y en esa realidad el Judaísmo desempeñaría
un papel de primer orden. No en vano los judíos españoles, o sea los
sefarditas, llevaban ya muchos siglos en España, antes incluso de la llegada del
Islam e incluso del Cristianismo, como veremos en la segunda parte de este
estudio. Ellos desempeñaron un papel fundamental en la cohesión de la
España cristiana y la musulmana, estando como estaban por todo el territorio
peninsular, y también insular (las Baleares).[5]
Pero el genio sefardita más genuino, ya que está en la raíz misma del Judaísmo
desde los tiempos de Moisés, se dejó sentir especialmente en el terreno de la
teosofía, la filosofía y la literatura, especialmente la poesía como forma de
comunicación con el mundo espiritual.
Es en estos ámbitos donde el
sefardita dejó su huella más profunda, y donde más fácilmente se producía el
intercambio de pensamientos con aquellos que en el mundo cristiano y musulmán
participaban de los mismos intereses culturales. La Escuela de Traductores de
Toledo bajo distintos reyes cristianos es un buen ejemplo de ello. Asimismo las
corrientes neoplatónicas estaban presentes por igual entre muchos de los
filósofos y poetas judíos, musulmanes y cristianos. Oigamos a uno de esos
poetas y filósofos neoplatónicos sefarditas, el malagueño-cordobés Salomón ibn
Gabirol, que dejó escrito:
“Me preguntaron mis pensamientos
asombrados: / ¿Hacia quien corres como las órbitas de las alturas? / Hacia el
Dios de mi vida, anhelo de mis aspiraciones, / y mi alma junto con mi cuerpo de
Él están ansiosos”.
“¿Acaso no escondo en mi corazón el
nombre de tu gloria / y ha crecido el deseo que siento por Ti hasta atravesar
la linde de mi boca? / Yo, por tanto, alabaré el nombre de Dios / mientras
permanezca el aliento del Dios vivo en mi nariz”.
Este es un dato importante, pues
dichas corrientes hicieron de argamasa intelectual entre las tres culturas por
encima de las diferencias existentes en otros niveles más consuetudinarios. Así
pues, es en el ámbito del pensamiento donde la comunicación era constante y
cualitativamente más enriquecedora. En él esas diferencias se diluían, y más
aún en la medida en que las “formas religiosas” no intervenían como un
condicionante, sino más bien como un estímulo para ir “más allá” de esas mismas
formas, pues en el fondo permanecía la idea de un Dios único que se manifiesta
a través una pluralidad de nombres y atributos, descritos como una escala que
permitía establecer el vínculo del hombre con el mundo divino.
Esto, que es propio también de los
musulmanes y los cristianos, resulta además vital para el judío, que es un
pueblo cuya existencia se ha sostenido en los momentos más difíciles gracias al
sentido tan elevado que otorgaron a la Palabra divina, revelada en la Torá,
vivida de dos formas distintas pero complementarias: como la Torá invisible
(puramente teosófica y revelada en secreto a Moisés durante los cuarenta días
que pasó en el monte Sinaí), y la Torá escrita, emanada de aquella, y de cuya
interpretación derivaron a lo largo de los siglos los textos canónicos que
conformaron el Talmud.
Manuscrito sefardí. Biblia de Burgos realizada
por Menahen bar Abraham ibn Malik, 1260.
II
Dicho esto, que nos ha parecido
conveniente a modo de introducción, el tema que vamos tratar en estas páginas
no es otro que la contribución de la cultura judeo-andaluza en el
renacimiento de las distintas formas de expresión del esoterismo judío,
que bajo el nombre de Cábala (Tradición) eclosionó al comienzo del siglo XII y
durante todo el siglo XIII en el Mediodía francés y en España, extendiéndose
posteriormente por gran parte de Europa, especialmente la Europa meridional y
Palestina.[6]
En concreto, lo que intentamos explicar en estas páginas de manera muy sucinta es en qué medida las obras y el pensamiento de los filósofos, poetas, lingüistas, científicos, astrónomos, talmudistas judeo-andaluces contribuyeron en el resurgir de su “Tradición interior"; de cuál fue, en definitiva, la aportación de todos ellos en el cumplimiento de ese milagro que iba a nutrir y a dotar de un sentido superior y trascendente la vida de tantas y tantas personas a lo largo del tiempo, y no sólo judías, pues ya sabemos que la Cábala ha sido permeable a las distintas corrientes herméticas, gnósticas, neoplatónicas y neopitagóricas (como por cierto también lo fue el sufismo islámico), y por consiguiente es también el patrimonio espiritual e intelectual de todos los que han nacido y tienen la impronta de la cultura de Occidente. Sin olvidarnos naturalmente del Cristianismo, nacido en el seno del Judaísmo, y que recibió también la herencia de todas esas corrientes, que cristalizaron en el Renacimiento europeo a través de la Cábala Cristiana, en la que los judíos sefarditas repartidos por toda Europa tras la diáspora de 1492 -aunque también antes- tuvieron un papel determinante.
En concreto, lo que intentamos explicar en estas páginas de manera muy sucinta es en qué medida las obras y el pensamiento de los filósofos, poetas, lingüistas, científicos, astrónomos, talmudistas judeo-andaluces contribuyeron en el resurgir de su “Tradición interior"; de cuál fue, en definitiva, la aportación de todos ellos en el cumplimiento de ese milagro que iba a nutrir y a dotar de un sentido superior y trascendente la vida de tantas y tantas personas a lo largo del tiempo, y no sólo judías, pues ya sabemos que la Cábala ha sido permeable a las distintas corrientes herméticas, gnósticas, neoplatónicas y neopitagóricas (como por cierto también lo fue el sufismo islámico), y por consiguiente es también el patrimonio espiritual e intelectual de todos los que han nacido y tienen la impronta de la cultura de Occidente. Sin olvidarnos naturalmente del Cristianismo, nacido en el seno del Judaísmo, y que recibió también la herencia de todas esas corrientes, que cristalizaron en el Renacimiento europeo a través de la Cábala Cristiana, en la que los judíos sefarditas repartidos por toda Europa tras la diáspora de 1492 -aunque también antes- tuvieron un papel determinante.
Lo primero que llama nuestra
atención es el hecho de por qué en la Andalucía medieval (la antigua
Bética romana), que casi siempre se distinguió, ya fuese bajo dominio musulmán
o cristiano, por un fervor hacia todas las manifestaciones de la cultura en
sentido amplio, es decir hacia la filosofía, la mística, la poesía, la ciencia
y las diversas artes y artesanías, y donde además existía una fuerte comunidad
judía ya anterior en muchos siglos a la llegada del cristianismo y del islam, y
que en muchos aspectos había desarrollado su propia visión del mundo y renovado
ciertas estructuras de su tradición milenaria, no acabara, decimos, por
arraigar uno de los pilares esenciales, por no decir el más esencial, de la
cultura judía. Esto contrasta con su arraigo y extraordinaria pujanza en otras
regiones de España, especialmente Castilla, Aragón y Cataluña. Es cierto que se
conoce la existencia de algunos cabalistas andaluces, como Abraham ben Isaac de
Granada, David ha-Levi de Sevilla y Abraham Asbili, entre otros, pero su
presencia es puramente testimonial.
Pero ese no arraigo de la Cábala en
la Andalucía medieval no debe resultarnos tan extraño si reparamos en dos datos
bastante significativos, que por lo demás están estrechamente ligados entre sí.
El primero de ellos alude al hecho de que en la época del surgimiento de la
Cábala (siglos XII y XIII) tanto Castilla como Aragón y Cataluña (y en esta
especialmente Gerona) estaban gobernadas por monarcas cristianos (entre los que
hay que destacar especialmente a Alfonso VIII, Fernando III, Alfonso X el Sabio
y Jaime I) bastante proclives, por su interés personal en ello, a fomentar en
sus respectivos reinos el entendimiento entre las tres tradiciones abrahámicas,
creando un clima favorable para el patrocinio y difusión del saber en todas sus
expresiones, y en este sentido era perfectamente natural que los cabalistas
castellanos, aragoneses y catalanes pudieran propagar en esos territorios sus
enseñanzas sin encontrar apenas obstáculo.
Al mismo tiempo esto les permitía
también la comunicación con los cabalistas de la Provenza, el Rosellón y el
Languedoc, donde prendió primero la llama de esa renovación de la Cábala, la
metafísica judía, y sin duda ese trasvase continuo de ideas de un lado a otro
de los Pirineos venía facilitado también por el hecho de que en aquel tiempo
estas regiones del Mediodía francés, y más concretamente el Rosellón y parte
del Languedoc, pertenecían a la Corona de Aragón, que abarcaba también al
Principado de Cataluña y los Reinos de Valencia y Baleares.
El segundo dato, condicionado
asimismo por el contexto histórico pero de signo contrario, se refiere a la
situación que durante la misma época ocurría en el sur peninsular,
gobernado desde comienzos del siglo XII por los almorávides y
posteriormente los almohades, originarios ambos del Norte de África, los cuales
tenían una concepción extremadamente rigurosa del islam, concepción que
contrastaba con la política mucho más integradora de los emires y califas de Córdoba
así como los primeros reinos de taifas que surgieron tras la desaparición del
Califato omeya.
En efecto, antes de la llegada de
los fundamentalistas norteafricanos, y a lo largo de las tres centurias
anteriores (siglos IX, X y XI) se favoreció la convivencia (bien es cierto que
con altibajos) entre las tres comunidades en todo al-Andalus,[7] nombre que como es sabido correspondía al territorio
hispano bajo dominio musulmán, pero que finalmente se circunscribió a la actual
Andalucía. Durante esos tres siglos se mantuvo un cierto equilibrio con
los reinos cristianos, e incluso durante los cien años que duró el Califato
propiamente dicho hubo serios intentos de establecer relaciones con la dinastía
otónida del Sacro Imperio Romano Germánico, y asimismo con los basileos o
emperadores cristianos de Bizancio.
Naturalmente
no somos tan ingenuos de pensar que todo fue armonía y entendimiento durante
esos tres siglos, pues como señalamos anteriormente también existieron momentos
difíciles y de represión por parte de las autoridades islámicas sobre los
judíos y los cristianos que vivían en al-Ándalus, pero especialmente sobre
estos últimos, pues hacia ellos se trasladaba de tanto en tanto la tensión
provocada por la guerra intermitente entre los reinos cristianos y musulmanes
en pugna por el predominio del territorio hispano. Pero en cualquier caso
no se llegó ni mucho menos a los niveles de represión alcanzados con los
almorávides y almohades, que obligaban de forma sistemática a la población
cristiana y judía a convertirse al credo islámico so pena de la represión o el
exilio.[8]
Como hemos dicho en varias
ocasiones no existía entre los emires y posteriormente califas de al-Ándalus la
conciencia de ese exclusivismo intolerante en lo religioso (tanto como lo pueda
ser el propio “integrismo” cristiano y judío), lo cual es claramente contrario
al auténtico espíritu del Islam (como al del Cristianismo y el Judaísmo), como
queda reflejado en las obras de muchos de sus filósofos (por ejemplo Averroes,
contemporáneo de Maimónides) y por supuesto de sus místicos y metafísicos,
nutridos igualmente de otras influencias no islámicas, caso de ibn Arabí,
nacido en Murcia y que se autodenominó a sí mismo “hijo de Platón”, y que dejó
escrito en un célebre poema que: “mi corazón es ya capaz de albergar cualquier
credo”. Como tantos otros, ibn Arabí tuvo que abandonar su tierra de origen
debido a la presión de los fundamentalistas. Por lo tanto, no sólo fueron
cristianos y judíos los que tuvieron que abandonar Andalucía y emigrar hacia
otras regiones españolas y de otros países, tanto de Occidente como de Oriente,
sino que también se vieron obligadas a ello las mentes más lúcidas del Islam.
Así pues, es todo este conjunto de
factores interrelacionados entre sí lo que a nuestro entender impidió en gran
medida que las corrientes cabalísticas no arraigaran en el Sur peninsular en
ese preciso momento histórico, pues de alguna manera brillaba por su ausencia
el “fermento” intelectual-espiritual necesario para abonar esa posibilidad. En
definitiva, no se daban las condiciones favorables para ello.
[9]
Esas condiciones, por el contrario, sí existian en los lugares hacia donde se dirigían todos aquellos judíos que huían de la represión. Ellos portaban consigo el tesoro de su tradición y de su cultura, que en muchos aspectos se había visto enriquecida por el intenso y fecundo contacto habido con las dos ramas restantes del tronco abrahámico, favorecido todo ello, volvemos a repetir, por esa convivencia propiciada por los gobernantes del Califato cordobés, en lo que sin duda alguna constituyó una de las épocas de mayor esplendor de la civilización islámica en toda su historia.
Esas condiciones, por el contrario, sí existian en los lugares hacia donde se dirigían todos aquellos judíos que huían de la represión. Ellos portaban consigo el tesoro de su tradición y de su cultura, que en muchos aspectos se había visto enriquecida por el intenso y fecundo contacto habido con las dos ramas restantes del tronco abrahámico, favorecido todo ello, volvemos a repetir, por esa convivencia propiciada por los gobernantes del Califato cordobés, en lo que sin duda alguna constituyó una de las épocas de mayor esplendor de la civilización islámica en toda su historia.
Estamos, pues, ante lo que podríamos
considerar el fin de un ciclo en lo que respecta a un período que toca
especialmente a la cultura hispano-hebrea tal cual ésta se manifestó, con
muchas más luces que sombras, en el marco geográfico de Andalucía hasta la
llegada de las tribus bereberes anteriormente nombradas. Ese período sobresale
por su enorme riqueza en todos los campos del saber y la cultura, lo cual no es
un tópico sino que responde a una realidad muy concreta, y tan sólo hay que
sumergirse un poco en el espíritu que conformó aquella época para darse cuenta
de la fuerza y el poder que puede llegar a tener la realización de una Idea
cuando ésta encuentra el terreno fértil para manifestarse. Y qué duda cabe que
Córdoba, aquella “Corduba Colonia Patricia” romana cuya deidad protectora
no era otra que la diosa Fortuna revestida con los atributos alados de Amor,
contenía ya desde antiguo en el alma de su geografía sutil los gérmenes
espirituales latentes que activados por una conjunción favorable de los astros
(emisarios de los dioses) propiciarían lo que algunos han llamado el primer
Renacimiento de Occidente tras la desaparición del Imperio romano, y que Toledo
iba a heredar después de su “reconquista” por Alfonso VI.
Sefardíes
jugando al ajedrez. Libro de Juegos, de Alfonso X, siglo XIII.
En efecto, ese período de esplendor
se vio notablemente favorecido por la relación constante que Córdoba primero, y
posteriormente Toledo y también Zaragoza, mantuvieron con Oriente (Bizancio,
Egipto, Líbano, Siria, Palestina, Babilonia, Persia, etc.), de donde llegaba
gran parte del inmenso legado sapiencial que allí había pervivido del Mundo
Antiguo, y en primer lugar la filosofía y la ciencia desarrolladas por la
cultura greco-latina, traduciéndose prácticamente toda la obra de Aristóteles y
cuantos tratados sobre astronomía, matemáticas, medicina, etc., pudieron recuperarse,
y asimismo algunas partes de la obra de Platón (el Timeo sobre
todo), y las de los neoplatónicos, como Filón de Alejandría, Plotino y Proclo,
entre tantos y tantos otros. La lista sería larguísima, y no es desde luego
este el momento ni el lugar de hablar extensamente sobre el tema.
Sin embargo, y refiriéndonos más
concretamente al Toledo de los siglos XII-XIII, sí nos gustaría añadir que él
sería en centro intelectual y espiritual de la península, y a él acudieron los
filósofos y científicos europeos en busca del saber allí acumulado tras varios
siglos de comunicación con Oriente. Las ciencias herméticas, como la Alquimia,
alcanzaron un amplio desarrollo hasta el punto que España fue llamada la “Puerta
Real de la Alquimia”, pues a través de ella el Arte Regia se difundía por el
resto de la Cristiandad. Era una época en que existía en Occidente un fervor y
un interés extraordinario por recuperar la herencia cultural de la Antigüedad
Clásica.
La famosa “Escuela de Traductores”
de Toledo, fundada bajo el reinado de Fernando III el Santo y ampliada y
desarrollada por su hijo Alfonso X el Sabio, sería un modelo para todas las que
se fundaron en el resto de la España cristiana, y entre las que debemos
destacar por su importancia Murcia, Sevilla y Zaragoza, ciudad esta que siempre
sobresalió por la riqueza de su desarrollo cultural, tanto cuando dependía del
Califato de Córdoba como cuando era una taifa musulmana independiente, y por
supuesto cuando pasó a ser durante un largo período el centro neurálgico de la
Monarquía cristiana encarnada en la Corona de Aragón, junto con la Corona de
Castilla.
Haciendo un inciso, no debemos
olvidar que ya desde los tiempos de Roma, Zaragoza estaba volcada al Mediterráneo,
bien por el conducto del río Ebro que desemboca en sus aguas en la provincia de
Tarragona, bien por las propias calzadas trazadas por los romanos y que la
comunicaban directamente con Barcelona. Esta apertura hacia el “Mare Nostrum”
favoreció que Zaragoza mantuviera una comunicación constante con las corrientes
de pensamiento que venían de Oriente a través de las vías marítimas. Por
ejemplo, a Zaragoza llega por el conducto del médico cordobés al-Kirmani
la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, la cual se
convertiría en uno de los vehículos que transmitirían las ideas platónicas y
pitagóricas en la península.
“Los Hermanos de la Pureza”
constituyeron una organización del sufismo chií surgida en Babilonia,
concretamente en la actual Basora, y en efecto estuvo muy influida por el
pitagorismo y el neoplatonismo. Sus concepciones cosmogónicas influyeron
notablemente en algunos filósofos y poetas sefarditas como Salomón Ibn
Gabirol, que escribió el poema Kether-Malkhuth (“La Corona-el
Reino”) y el diálogo de corte neoplatónico La Fuente de la
Vida, entre otras obras. Ibn Gabirol vivió largo tiempo en Zaragoza, donde
brillaba la figura de su contemporáneo y también poeta y filósofo neoplatónico
Ibn Paquda. De ambos hablaremos más adelante. Señalar asimismo la similitud
existente entre estos Hermanos de la Pureza y los Cabalistas en lo tocante a la
estructura del Cosmos, ya que ambos lo dividían en cuatro planos o mundos, como
se puede apreciar en el símbolo del Árbol Sefirótico.[10] Francisco Ariza
Primera Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/04/filosofos-y-poetas-hebreo-andaluces-en.html
Segunda Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/05/filosofos-y-poetas-hebreo-andaluces-en.html
Tercera Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/05/filosofos-y-poetas-hebreo-andaluces-en_13.html
Cuarta Parte: https://franciscoariza.blogspot.com/2019/05/la-influencia-de-maimonides-en-abraham.html
[1] Tal es el caso del judío Hasday ibn Saprut, del que más
adelante hablaremos, el cual era médico personal del califa Abderramán III, además
de primer ministro, tesorero y embajador.
[2] A esto hay que añadir los matrimonios mixtos y los vínculos
de sangre, que fueron más numerosos de lo que se piensa. El propio Alfonso VI
de Castilla y León tuvo como concubina a la árabe Zoida, nuera del rey de la
taifa de Sevilla al-Mutamid. Una vez cristianizada tomó el nombre de Isabel, o
Helysabeth, según las crónicas. De ella tuvo Alfonso VI a su hijo heredero
Sancho Alfónsez, quien murió prematuramente en la batalla de Uclés.
[3] Aunque existieron episodios puntuales de intolerancia
religiosa y de persecución sangrienta contra los cristianos mozárabes por parte
de las autoridades islámicas, especialmente el episodio llamado “Mártires de
Córdoba” entre los años 850 y 859. Bien es cierto que en esos años todavía no
se había implantado el Califato (equivalente al Imperio cristiano), que brilló
precisamente por su permisividad hacia las otras dos confesiones.
[4] Recordemos que
en el siglo XIX y principios del XX, hubo un renacimiento del mudéjar, conocido
como el “neo-mudéjar”, en paralelo a otros movimientos artísticos y
arquitectónicos inspirados por la ola del romanticismo que invadió Europa.
[5] Ese papel “cohesionador” de los judíos
españoles hubiera seguido siendo así si en la España ya completamente reconquistada
por los Reyes Católicos no se les hubiera expulsado, una medida que vista con
la perspectiva del tiempo repercutiría negativamente en el destino histórico de
España, y posteriormente de Hispano-América, entidad que estaba naciendo al mismo tiempo que se pretendía borrar de
la memoria y del territorio peninsular una parte de su identidad, producto de
esa interrelación cultural de tantos siglos y que estaba más allá de lo
religioso y sus inevitables diferencias. En un momento decisivo de la historia
no prevaleció la idea del “Imperio integrador” de los antiguos reyes
cristianos. Pudiera entenderse, desde un punto de vista “geopolítico”, la
expulsión de los musulmanes, pues la presencia del Imperio turco otomano era
cada vez más amenazante para la Cristiandad. Pero ¿qué amenaza representaban
los sefarditas? La expulsión de los judíos fue un grave error (achacable a la
poderosa influencia de la Iglesia), y no solo en lo humano por la tragedia que
trajo consigo para los sefarditas, sino también porque con ello se privaba al
naciente Imperio español de una parte de la población que, y ciñéndonos
solamente al aspecto más “externo”, había formado parte muy importante durante
toda la Edad Media de la estructura económico-política de la España cristiana y
de la musulmana.
[6] En el Norte, Centro
y Este de Europa la otra forma de la espiritualidad judía, el Hassidismo (de
hassid, piadoso) dominaba enteramente. Hablamos de los judíos askhenazíes, la
otra gran rama del pueblo judío.
[7] Un solo dato significativo: en el 863 el
emir Muhammad I convoca en Córdoba un concilio ecuménico al que asisten
cristianos, judíos y musulmanes.
[8] Entre los filósofos judíos que tuvieron que exiliarse
encontramos a Moisés Maimónides, que acabó recalando en Egipto, donde pasó el
resto de su vida. Otros, como Salomón Ibn Gabirol se trasladó a la taifa
de Zaragoza, mucho más tolerante que las gobernadas por los almorávides y
almohades en el sur peninsular.
[9] Como tampoco se dieron cuando, sobre todo
a partir del siglo XIV, la Inquisición católica comenzara su hostigamiento, en
ocasiones sangriento, contra la comunidad judía, como por ejemplo los sucesos
de Sevilla de 1391, justo un siglo antes de la expulsión de 1492.
[10] Ver a este respecto el capítulo “La
Tetraktys y el cuadrado de cuatro” que aparece en Símbolos
Fundamentales de la Ciencia Sagrada, de René Guénon.
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