Una cita del "Asclepio" Hermético sobre la naturaleza del Mal y de cómo superarlo
Leyendo una
cita del Asclepio hermético sobre la
naturaleza del Mal comprobamos nuevamente que este es consubstancial al Cosmos
en tanto que constituye una fuerza activa del mismo, y ahí están para
atestiguarlo los dioses que personifican el principio tenebroso de la Creación,
como es el caso del Set egipcio, o de su análogo el Tifón griego. Pero al mismo
tiempo, la cita del Asclepio nos permite
abrigar la esperanza de que al Mal, pese a estar tan instalado en nuestro mundo
y en el alma de tantos seres humanos, es posible superarlo acudiendo a las
enseñanzas de la Tradición, pero poniéndolas en práctica, pues de nada sirve
conocer las infinitas posibilidades espirituales que contienen esas enseñanzas si después nos quedamos
pasivos y no hacemos nada por realizarlas y actualizarlas. Lo que diremos
a continuación es una reflexión nacida de la lectura de esta cita, que dice lo
siguiente:
"Así pues, Asclepio y
Hammón, yo no he dicho lo que dice la mayoría: '¿Es que Dios no es capaz de
poner término al mal y expulsarlo de la naturaleza?' No es en absoluto
necesario responderles, pero para vuestro beneficio, voy a continuar este argumento
hasta que lo haya desentrañado y os haya dado una respuesta. Estas personas
afirman que Dios tendría que haber liberado el mundo de toda clase de mal, pero
el mal se halla tan radicado en el mundo que casi parece ser un órgano suyo.
Actuando del modo más razonable posible, el Dios Supremo se preocupa de tomar
medidas contra el mal, dignándose dotar a las mentes humanas de conciencia,
aprendizaje y comprensión, porque tan sólo gracias a estos dones, por medio de
los que superamos a los demás seres vivos, somos capaces de evitar las trampas,
asechanzas y vicios del mal. Aquel que los evita a primera vista, antes de que
lo atrapen, esta persona ha sido fortificada por la comprensión y previsión
divinas, porque el principio del conocimiento radica en el más alto Bien. El
espíritu administra y vivifica todas las cosas del mundo; como un instrumento
o un mecanismo, está sujeto a la voluntad del Dios Supremo". (Asclepio 16).
Para empezar, se debe tener en cuenta que el Cosmos, la Creación, no es la obra directa del Ser, o Gran Arquitecto del Universo, sino del Demiurgo, que cuando trabaja a las órdenes de aquel realiza la obra creacional conforme al plan trazado en su Mente. Sin embargo, cuando el Demiurgo actúa por sí solo, o sea cuando corta la comunicación con el Intelecto divino, entonces la Dualidad hace su aparición, si bien no se trata de la Dualidad como un reflejo de la Unidad (la que se suma a sí misma, por así decir), sino de la Dualidad en el sentido más inferior, o sea la que se opone a la Unidad, o al Ser, aunque este en sí mismo no se vea afectado en su indiferenciación absoluta, pues como decimos el Ser “piensa” la obra creacional, no la ejecuta.[1]
En términos del
Árbol de la Vida cabalístico, la Creación original como reflejo directo del
Intelecto divino se sitúa en el mundo de Beriah, que significa justamente “Creación”, y en el cual los seres no han perdido aún la conciencia
de la Unidad, nutriéndose de las ideas que emanan del mundo más elevado, llamado Atsiluth. El mundo nacido de la Dualidad como oposición a la Unidad está en un plano inferior al de Beriah, y se denomina Yetsirah, que significa “Formación”, o “Formaciones”, pues es en él donde los seres adquieren “las
formas” individualizadas, provistas de una forma sutil y de una forma corporal,
perteneciente esta última al Mundo concreto y material de Assiah.
Todo este proceso cosmogónico se refleja en los mitos que hablan de los orígenes de la humanidad. Por ejemplo en el mito bíblico, donde se menciona el “Árbol de la Vida” y el “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal”. Pese a que ambos están plantados en medio del Paraíso, el “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal” simboliza obviamente a la Dualidad, mientras que el “Árbol de la Vida” es la representación misma de la Unidad, cuyos frutos otorgan la Vida eterna y la inmortalidad. Dichos frutos no son otros que las Ideas y los Arquetipos, que como antes hemos dicho pertenecen al Mundo de Atsiluth, que significa “Emanaciones”, pero también “Proximidad”, ya que no hay nada más próximo que Dios. En la Cábala, Atsiluth es propiamente el Espíritu, mientras que el Mundo de Beriah se corresponde con el Alma superior, y ambos, Atsiluth y Beriah, conforman lo Universal, mientras que Yetsirah y Assiah constituyen lo individual. Es en estos últimos donde está el dominio del demiurgo caído.
El Árbol de la
Vida, como Eje del Mundo que es, ensarta entre sí a todos los mundos y seres
que constituyen el conjunto de la Manifestación cósmica. Ese Eje es también
el hálito divino, y ningún ser manifestado puede existir sin que él palpite en su corazón. Pensar lo contrario es una ilusión. Y esto es lo que
hace el demiurgo: crear la ilusión de que algo puede existir sin la
participación del Espíritu. Esta es la razón de que ese “dios menor” acaba convirtiéndose en el Adversario, o sea en el más ilusionado de todos los seres, pues
no hay nada que pueda oponerse al Espíritu.
Mientras la
humanidad primordial comía de los frutos del Árbol de la Vida, su existencia
transcurría de acuerdo al Orden y Armonía que emanaba de la Unidad. Pero en el
momento que comenzó a comer del “otro” Árbol sus ojos se “abrieron” a la
Dualidad y conocieron el Bien y el Mal como dos fuerzas opuestas, cuando en
realidad esa oposición no existe en el seno de la Unidad, ya que si hubiera una
oposición dentro de la Unidad esta, obviamente, ya no sería la Unidad. Al comer
de ese fruto, el ser humano se dio cuenta que estaba “desnudo”, término que en
este contexto significa que él vivía en un estado de “infancia espiritual”, que
es la que pierde cuando come del Árbol dual. Por otro lado, la expresión “infancia espiritual”
recuerda las palabras de Jesús el Cristo: "En verdad os digo que quien
no reciba el reino de Dios como un
niño, no entrará en él" (Marcos 10,13-16).
Nada hay más
simple que la Unidad, que no está compuesta de nada, al contrario de la
Dualidad, que implica, aunque sea ilusoriamente insistimos, una división y
una fragmentación de la Unidad, dando lugar a la multiplicidad. Como decimos la
Dualidad es el principio de donde nacen “las formas individualizadas”, por eso
a quienes comieron de los frutos del Árbol de la Ciencia les dio “vergüenza” verse
en la desnudez de su inocencia espiritual, y observaron que eran “distintos” unos
de otros como consecuencia de haber perdido ese carácter universal que permite
que todos los seres sean, en esencia, uno con el Principio. La pérdida de ese
estado central es lo que motivó la “caída” en el sentido bíblico del
término.
Antes de esa
“caída”, el tiempo era todavía la imagen viva de la Eternidad, y los seres
humanos convivían con los dioses del Cielo y de la Tierra, e incluso “hablaban”
con el resto de las criaturas que conformaban su mundo. La armonía y el
equilibrio entre el Cielo, el Hombre y la Tierra presidían los días y las
noches de aquella primera humanidad, cuya existencia transcurría en una “perenne
Primavera”. Pero según las propias leyes que rigen el Cosmos, todo ha de ser
manifestado en él, y el ser humano, fuera de su estado central, comenzó a saber
de la naturaleza del Mal, que desde luego es una posibilidad de manifestación, que
se actualiza siempre que se den las condiciones propicias para ello.
El Mal se fue acrecentando con el paso de las edades cíclicas, produciéndose un alejamiento cada vez mayor de aquella simplicidad primordial. Y a más alejamiento, mayor el rigor y la dureza de la existencia humana. Una de las formas del Mal la ha formulado René Guénon al mencionar la existencia de la “contra-tradición”, o “contra-iniciación”, definida como una fuerza “adversa” y enemiga del Conocimiento y la realización espiritual. Debido al extremo alejamiento de la humanidad actual con respecto a su origen primordial, nuestra sociedad es quizás la expresión más rotunda de la contra-tradición. No se necesita ser un lince para darse cuenta que nunca ha existido a lo largo de la Historia una sociedad como la nuestra tan adversa a lo sagrado y a cualquier tipo de realización espiritual. En el mundo actual el Mal ha tomado las formas más groseras, pero también las más sutiles. Aquí nuevamente resuenan las palabras evangélicas: “Por sus frutos los conoceréis”.
Sin embargo, y
llegados a este punto, es importante señalar que en nuestro libre albedrío podemos
elegir entre las influencias de las entidades que emanan del principio
tenebroso, o bien entre las deidades que personifican el principio luminoso. O sea, elegir la vía descendente que conduce a los estados inferiores, o la
vía ascendente que nos lleva a los estados superiores. La primera nos esclaviza
en una perspectiva muy pequeña de nosotros mismos, mientras que en la segunda
esa perspectiva gana en altura, anchura y profundidad, universalizando la
conciencia y haciéndonos más libres interiormente con respecto las condiciones de la existencia. Sería como “desandar” el
camino que ha seguido la humanidad desde la caída invirtiendo la dirección que esta ha tomado de un alejamiento paulatino de los orígenes primordiales, en un intento de recuperar la plenitud y la centralidad de nuestro estado. El "Paraíso perdido" de que hablaba John Milton puede ser recuperado. Desde luego es un reto, pero es sin duda la más
importante de todas las decisiones que podamos tomar en la vida.
Hemos de ser
conscientes que si caemos en las garras del demiurgo caído, esa búsqueda de los
orígenes será una quimera y una ensoñación, y por consiguiente más indefensos
nos encontraremos ante las embestidas del Mal y sus muchas ramificaciones. No
hay que olvidar que los “demonios”, o las entidades del inframundo, se cuelan
muchas veces por entre las grietas que abre en nuestra alma la estupidez aliada
con la ignorancia, o con la soberbia, un cóctel mortal.
Como decimos,
elegir una vía u otra es una elección nuestra, y tiene algo de heroica, como
bien lo explica el mito de Hércules cuando el destino le da a elegir entre la
virtud (la vía ascendente) y el vicio (la vía descendente). Pero esto no lo
decimos en un sentido simplemente moral, sino que esa elección se nos plantea
como una forma de manifestar nuestro libre albedrío, que es un presente de la
Providencia. Por eso mismo, no podemos hacer responsable a Dios si elegimos el camino equivocado y sufrimos las consecuencias, pues Él, además del libro albedrío, nos ha dado
la conciencia y el intelecto necesario para distinguir con claridad la cizaña
del buen trigo (Mateo 13: 24-30).
También Boecio
habló del libre albedrío en La
Consolación de la Filosofía en términos que recuerdan la cita del Asclepio hermético:
“Los seres humanos son
necesariamente tanto más libres cuanto más se aplican a la contemplación de la
mente divina, y tanto menos libres cuanto más descienden a los seres
materiales. Y todavía menos cuando quedan atrapados en las redes de la tierra.
Alcanzan, por último, la máxima esclavitud cuando se entregan al vicio y
pierden la posesión de su propia razón. Sucede que cuando han apartado sus ojos
de la luz de la verdad superior para fijarlos en el mundo inferior y tenebroso,
se ven enseguida envueltos en la nube oscura de la ignorancia. Se ven turbados
por pasiones funestas y, al ceder a ellas y consentirlas, no hacen más que
fomentar la esclavitud contraída, haciéndose, por decirlo así, prisioneros de
su libertad”.
No se trata
entonces de preguntar por qué existe el Mal, sino más bien cómo librarnos
de él para "no caer en su tentación”. En realidad, el libre albedrío tiene que
ver con la voluntad, pero esta por sí misma poco puede hacer sino está en
concordancia con la Voluntad divina. Esa concordancia constituye el Bien, y el
Mal nace de su oposición. Por eso es tan importante elegir el camino del
Conocimiento, que implica una toma de conciencia no solo de nuestros estados
superiores, que es lo principal, sino también de nuestros estados inferiores,
precisamente para evitar que sus influencias determinen nuestra vida y trunquen el ascenso “hacia las estrellas”, como dice Dante en la Divina Comedia. Este es el motivo de por qué la parábola de la
cizaña y el trigo insiste en que se deje crecer juntos a ambos, pues al principio de su crecimiento son muy parecidos, y solo cuando
se hacen grandes distinguirse. Es entonces cuando podemos arrancar la cizaña (el Mal) para dejar que el trigo (el Bien) madure y
de sus frutos en abundancia. Recordemos que en esta parábola la semilla del
trigo se identifica con el mismo “Reino de los Cielos”.
En un principio, tanto los estados inferiores como los superiores están de manera potencial en nuestra conciencia, e iremos actualizando aquellos que nuestra voluntad, en su libre albedrío, haya elegido. Si ella no se une a la Voluntad del Cielo no podrá salir de la dualidad y la multiplicidad, y quedaremos encerrados en el dominio del demiurgo, perdidos indefinidamente en el mundo laberíntico de las “Formaciones” yetsiráticas. Pero si se hace una con la Voluntad del Cielo podremos escapar de ese dominio y conocer nuestros estados superiores, que no son en definitiva sino los estados más próximos al Ser Universal, o sea el Mundo beriático de la Creación prototípica, que es en el que vivía la humanidad antes de la "caída". Y parafraseando al gran Pico de la Mirandola en su Discurso sobre la Dignidad del Hombre, en ese ascenso podremos alcanzar incluso el Mundo de Atsiluth, o sea el de la Unidad propiamente dicha, libres ya de cualquier atadura y condicionamiento. Solo la "Verdad os hará libres" dice San Juan en su Evangelio, y por eso al Adversario de lo divino y de lo humano se le denomina “príncipe de la mentira”.
No hemos de olvidar que Set, el dios tenebroso y sembrador del caos, es hermano de
Osiris, el dios o el héroe civilizador que, a semejanza de muchos otros,
resucita de la muerte y gana la inmortalidad con la ayuda imprescindible de su
también hermana Isis, la Sabiduría, la que señala el camino del Bien,
pues ella es un don de Dios y solo se revela a quien la ama y la hace esposa
suya.
Ya en los textos del Corpus Hemeticum y del Asclepio al referirse al Padre, al Espíritu Supremo, al “Uno y Solo”, se lo describe como la Bondad misma, y hasta el propio Jesús ya dejó dicho: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios." (Marcos 10: 18). Francisco Ariza
[1]
Sobre el Demiurgo recomendamos el cap. I de Mélanges, de René Guénon. De este capítulo
hay traducción al castellano en la revista SYMBOLOS Nº 8 (1994).
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