Los "Nobles Viajeros"

Peregrino medieval. Alberto Durero.

En Las Utopías Renacentistas (cap. IX), hablando de la búsqueda del Conocimiento, la Ciudad Celeste y su ubicación en el alma humana, Federico González nos recuerda que:

El hombre lleva en sí el ansia de ampliar sus horizontes, lo que equivale en el exterior al viaje y la novedad de otras tierras. Arriesga su vida en ello, se juega entero. Pero no sabe que está simbolizando lo que es la mayor apetencia del alma: el conocerse a sí misma, es decir, la aventura del viaje interior inmensamente más rica que cualquier Eldorado.

Sin duda alguna no hay mayor tesoro que el Conocimiento, y tampoco mayor aventura que la que conduce a él. En efecto, cuando por las circunstancias que fuesen “descubrimos”, o mejor, “intuimos”, que nuestra individualidad es el reflejo de una realidad más alta, y como consecuencia de ello se nos despierta una irresistible curiosidad por saber qué es y de qué trata dicha realidad, entonces, en ese preciso momento, da comienzo una búsqueda que necesariamente se convierte para el alma en un viaje o peregrinaje, cuyos hitos o jalones son las etapas que la van acercando a la meta y al destino deseado: la identidad con el Ser Universal, con el Sí Mismo. La vida humana, si se quiere plena, ha de desarrollar todas sus posibilidades y no sólo las más inferiores e insignificantes, que son las que normalmente desarrollamos cuando no tenemos otras referencias más elevadas y verticales, referencias que son esos mismos principios cosmogónicos,  ontológicos y metafísicos, los únicos que pueden llevarnos a la realización integral de nuestro ser por su identificación con ellos. Por eso mismo, empezar el viaje hacia el Conocimiento es estar ya de alguna manera en el Conocimiento. El radio que conecta la periferia con el centro es una irradiación o emanación del centro mismo, y es de ida, pero también de vuelta.

Todas las civilizaciones han tenido su modelo cósmico (que en esencia es el mismo para todas, pues el cosmos es uno solo), y con él han creado las estructuras que han permitido el desarrollo de su cultura. Incluso nuestra civilización moderna ha nacido de la aplicación en un contexto histórico determinado de algunas ideas sustentadas en la Tradición Unánime, que aquí en Occidente ha tomado la forma de la Tradición Hermética, si bien esas ideas se tomaron de manera fragmentaria, debido sobre todo a los condicionamientos mentales que han sido inoculados a lo largo de varios siglos por el racionalismo y sus derivados, empezando por el materialismo en todas sus vertientes (políticas, sociales, económicas, filosóficas, etc.), y cuyo punto de vista tan estrechamente limitado acabó por signar la mentalidad de los hombres y mujeres contemporáneos,[1] imposición que prácticamente ha exterminado cualquier atisbo de trascendencia y verdadera espiritualidad en sus vidas, empobreciéndolas y, lo que es peor, desarraigándolas de esa Tierra nutricia interior que desde tiempo inmemorial todas las tradiciones han llamado con distintos nombres: la Patria Celeste, la Tierra Prometida, el Palacio Interno, el Centro del Mundo, etc.

A esa Patria alude precisamente san Pablo cuando afirma en la Epístola a los Hebreos (XI, 13-16):

En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celeste.

O como también dice este otro versículo del rey David en el Salmo 119:

Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley. Soy peregrino sobre la tierra...

Quizás más que nunca sea necesario recuperar el verdadero sentido de todas estas expresiones, pues jamás como en la actualidad hemos vivido tan alejados de nuestro verdadero origen. Urge pues empezar ese viaje, y saber que, como se dice en el Tao-te-King, “mil millas comienzan ante tus pies”. De hecho, la palabra “peregrino” significa a la vez “viajero” y “extranjero”, lo que nos indica que ese “desarraigo” es algo consubstancial al hombre de todas las épocas, que en definitiva los seres humanos vivimos en esta tierra de manera provisional, lo cual es a todas luces obvio, pues al final del viaje de la vida no nos espera otra cosa que la muerte y el “pasaje” a otro estado del Ser.

En efecto, vivimos en este mundo como “transeúntes”, como si se tratara de un lugar de paso en un viaje que, sin embargo, no comenzamos con nuestro nacimiento ni tampoco terminará con nuestra muerte, salvo para quien habiendo transmutado su naturaleza individual y desarrollado sus posibilidades supraindividuales hasta identificarse con su Principio o Sí Mismo, se ha liberado en vida de la reincidencia cíclica de muertes y nacimientos (o sea del Samsara o Rueda del Devenir), “objetivo” este que es el que persigue la plena realización espiritual.

Según las doctrinas orientales, y también en Occidente con el pitagorismo (donde se habla de la transmigración del alma, o metempsicosis),[2] el estado humano es uno entre una indefinidad de otros estados, y es el alma individual, o viviente (inmersa en el “océano de la existencia”), la que una vez que ha comenzado a “recordar” su verdadera identidad va a la búsqueda de la unión con su Origen, que es al mismo tiempo su Destino último. Pero mientras no se produce esa unión, el alma individual “pasa” o “transmigra” de un estado a otro entretejida en el velo de Maya, que la tiene atrapada en la ilusión de que ella es diferente del Sí Mismo, y no una sola y única Realidad con Él. 

Los estados del ser son ciclos de existencia, y como todos los ciclos, grandes y pequeños, están encadenados entre sí, conformando el conjunto indefinido de todos ellos la “Cadena de los Mundos” (otra imagen de la Rueda del Devenir o Rota Mundi), sostenida por un eje invisible que es el “hálito de Brahma”. El fin de un ciclo (es decir la muerte a un estado) es el nacimiento a otro ciclo, a otro estado, siendo la vida y la muerte las dos caras de una misma moneda. Para escapar a esa sucesión indefinida de muertes y nacimientos el alma ha de emprender el camino hacia el centro de esa rueda, donde todo movimiento cesa y puede ser reintegrada en su Principio. El trayecto que va de la periferia de la rueda al centro de la misma, constituye propiamente hablando, el “viaje iniciático”. Francisco Ariza

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[1] Lo que se da de manera abrumadora a partir de los siglos XVIII-XIX culminando en nuestros días, donde además se añade otro elemento más y en concordancia con el fin de todo ciclo: la sensación vívida de la disolución, que si nos fijamos bien afecta a todos los órdenes de la existencia: en lo socio-político y económico, en la educación y la cultura, en la naturaleza y el medio ambiente, etc.

[2] En la Cábala esta doctrina se conoce como “La Revolución de las Almas”, que es por cierto el título de una obra de Hayim Vital, el gran cabalista de Safed y discípulo de Isaac Luria. Asimismo, no debe confundirse en absoluto la transmigración y la metempsicosis con lo que hoy en día se entiende por la “reencarnación”. Para aclarar este punto importante recomendamos la lectura del capítulo VI de la II parte de L'Erreur Spirite, de René Guénon. (Hay versión española en editorial Ignitus).


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