Los "Nobles Viajeros"
En Las Utopías Renacentistas (cap. IX), hablando de la búsqueda del Conocimiento, la Ciudad Celeste y su ubicación en el alma humana, Federico González nos recuerda que:
El hombre lleva en sí el ansia de ampliar sus
horizontes, lo que equivale en el exterior al viaje y la novedad de otras
tierras. Arriesga su vida en ello, se juega entero. Pero no sabe que está
simbolizando lo que es la mayor apetencia del alma: el conocerse a sí misma, es
decir, la aventura del viaje interior inmensamente más rica que cualquier
Eldorado.
Sin
duda alguna no hay mayor tesoro que el Conocimiento, y tampoco mayor aventura
que la que conduce a él. En efecto, cuando por las circunstancias que fuesen
“descubrimos”, o mejor, “intuimos”, que nuestra individualidad es el reflejo de
una realidad más alta, y como consecuencia de ello se nos despierta una
irresistible curiosidad por saber qué es y de qué trata dicha realidad,
entonces, en ese preciso momento, da comienzo una búsqueda que necesariamente
se convierte para el alma en un viaje o peregrinaje, cuyos hitos o jalones son
las etapas que la van acercando a la meta y al destino deseado: la identidad
con el Ser Universal, con el Sí Mismo. La vida humana, si se quiere plena, ha
de desarrollar todas sus posibilidades y no sólo las más inferiores e
insignificantes, que son las que normalmente desarrollamos cuando no tenemos
otras referencias más elevadas y verticales, referencias que son esos mismos
principios cosmogónicos, ontológicos y metafísicos, los únicos que pueden llevarnos a la
realización integral de nuestro ser por su identificación con ellos. Por eso
mismo, empezar el viaje hacia el Conocimiento es estar ya de alguna manera en
el Conocimiento. El radio que conecta la periferia con el centro es una
irradiación o emanación del centro mismo, y es de ida, pero también de vuelta.
Todas las civilizaciones han tenido su modelo cósmico (que en esencia es el mismo para todas, pues el cosmos es uno solo), y con él han creado las estructuras que han permitido el desarrollo de su cultura. Incluso nuestra civilización moderna ha nacido de la aplicación en un contexto histórico determinado de algunas ideas sustentadas en la Tradición Unánime, que aquí en Occidente ha tomado la forma de la Tradición Hermética, si bien esas ideas se tomaron de manera fragmentaria, debido sobre todo a los condicionamientos mentales que han sido inoculados a lo largo de varios siglos por el racionalismo y sus derivados, empezando por el materialismo en todas sus vertientes (políticas, sociales, económicas, filosóficas, etc.), y cuyo punto de vista tan estrechamente limitado acabó por signar la mentalidad de los hombres y mujeres contemporáneos,[1] imposición que prácticamente ha exterminado cualquier atisbo de trascendencia y verdadera espiritualidad en sus vidas, empobreciéndolas y, lo que es peor, desarraigándolas de esa Tierra nutricia interior que desde tiempo inmemorial todas las tradiciones han llamado con distintos nombres: la Patria Celeste, la Tierra Prometida, el Palacio Interno, el Centro del Mundo, etc.
A
esa Patria alude precisamente san Pablo cuando afirma en la Epístola a los Hebreos (XI, 13-16):
En la fe murieron todos ellos,
sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde
lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen,
claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra
de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien
aspiran a una mejor, a la celeste.
O
como también dice este otro versículo del rey David en el Salmo 119:
Abre mis ojos para que
contemple las maravillas de tu ley. Soy peregrino sobre la tierra...
Quizás
más que nunca sea necesario recuperar el verdadero sentido de todas estas
expresiones, pues jamás como en la actualidad hemos vivido tan alejados de
nuestro verdadero origen. Urge pues empezar ese viaje, y saber que, como se
dice en el Tao-te-King, “mil millas
comienzan ante tus pies”. De hecho, la palabra “peregrino” significa a la vez
“viajero” y “extranjero”, lo que nos indica que ese “desarraigo” es algo
consubstancial al hombre de todas las épocas, que en definitiva los seres
humanos vivimos en esta tierra de manera provisional, lo cual es a todas luces
obvio, pues al final del viaje de la vida no nos espera otra cosa que la muerte
y el “pasaje” a otro estado del Ser.
En
efecto, vivimos en este mundo como “transeúntes”, como si se tratara de un lugar
de paso en un viaje que, sin embargo, no comenzamos con nuestro nacimiento ni
tampoco terminará con nuestra muerte, salvo para quien habiendo transmutado su
naturaleza individual y desarrollado sus posibilidades supraindividuales hasta
identificarse con su Principio o Sí Mismo, se ha liberado en vida de la
reincidencia cíclica de muertes y nacimientos (o sea del Samsara o Rueda del Devenir), “objetivo” este que es el que
persigue la plena realización espiritual.
Según
las doctrinas orientales, y también en Occidente con el pitagorismo (donde se habla
de la transmigración del alma, o metempsicosis),[2]
el estado humano es uno entre una indefinidad de otros estados, y es el alma
individual, o viviente (inmersa en el “océano de la existencia”), la que una
vez que ha comenzado a “recordar” su verdadera identidad va a la búsqueda de la
unión con su Origen, que es al mismo tiempo su Destino último. Pero mientras no
se produce esa unión, el alma individual “pasa” o “transmigra” de un estado a
otro entretejida en el velo de Maya, que la tiene atrapada en la ilusión de que
ella es diferente del Sí Mismo, y no una sola y única Realidad con Él.
Los
estados del ser son ciclos de existencia, y como todos los ciclos, grandes y
pequeños, están encadenados entre sí, conformando el conjunto indefinido de
todos ellos la “Cadena de los Mundos” (otra imagen de la Rueda del Devenir o Rota Mundi), sostenida por un eje
invisible que es el “hálito de Brahma”. El fin de un ciclo (es decir la muerte
a un estado) es el nacimiento a otro ciclo, a otro estado, siendo la vida y la
muerte las dos caras de una misma moneda. Para escapar a esa sucesión
indefinida de muertes y nacimientos el alma ha de emprender el camino hacia el
centro de esa rueda, donde todo movimiento cesa y puede ser reintegrada en su
Principio. El trayecto que va de la periferia de la rueda al centro de la
misma, constituye propiamente hablando, el “viaje iniciático”. Francisco Ariza
[1] Lo que se da de manera abrumadora a partir de los siglos XVIII-XIX culminando en nuestros días, donde además se añade otro elemento más y en concordancia con el fin de todo ciclo: la sensación vívida de la disolución, que si nos fijamos bien afecta a todos los órdenes de la existencia: en lo socio-político y económico, en la educación y la cultura, en la naturaleza y el medio ambiente, etc.
[2] En la Cábala esta doctrina se
conoce como “La Revolución de las Almas”, que es por cierto el título de una
obra de Hayim Vital, el gran cabalista de Safed y discípulo de Isaac Luria.
Asimismo, no debe confundirse en absoluto la transmigración y la metempsicosis
con lo que hoy en día se entiende por la “reencarnación”. Para aclarar este
punto importante recomendamos la lectura del capítulo VI de la II parte de L'Erreur
Spirite, de René Guénon. (Hay versión española en editorial
Ignitus).
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