La Gran Parodia de la Civilización Artificial (3ª Parte). Los Límites de la Experimentación Científica

 

El dios romano Terminus con la leyenda "No cedo ante nadie", 
de Hans Holbein el Joven.

Tras lo dicho hasta ahora, nos preguntamos si habría que aplicar todavía el término de "científico" a quienes, en general y desde el campo de la tecnología, han contribuido a crear la civilización artificial de la cibernética. Para nosotros la palabra científico tiene una nobleza que no podemos encontrar en ellos, una nobleza que le viene de origen, pues etimológicamente está relacionada con el ‘conocimiento’ (del latín scientia), pero aplicado no al conocimiento metafísico (del cual deriva, y que sería verdaderamente la Gnosis, ‘Conocimiento’ en griego), sino a las cosas relacionadas con el mundo “físico”, o sea con la naturaleza, dentro de la cual se encuentra la naturaleza humana, y en donde la experiencia es fundamental, pues gracias a ella se “incorpora” en nuestra vida la idea concebida en el Intelecto. La naturaleza considerada por tanto en un sentido amplio, como la entendían también los griegos, haciéndola sinónima de Cosmos.

Como señala a este respecto Federico González en el cap. III de Hermetismo y Masonería, la experimentación científica, en su sentido más amplio:

“no es sólo física, como podría pensarse, (...) ya que su grado más alto es la Revelación; es decir que el Conocimiento de lo Sagrado es la mayor experiencia, aunque también incluye la magia en sus dos vertientes: la que se apoya en la naturaleza de las cosas, y la que utiliza trucos que de alguna manera violentan esa naturaleza, o sea que hay una magia 'buena' y otra 'mala', o mejor, hay dos formas de actuar respecto a la naturaleza, una es lícita y la otra no lo es. Hay algo de profético en esta división, si se tiene en cuenta el posterior desarrollo de la civilización occidental, y la supremacía actual de la segunda sobre la primera, es decir del empirismo, la racionalización, el método estadístico y la falsa idea de una evolución y de un progreso indefinido, material y técnico, capaz de solucionar todos los males”.

Está claro que la civilización tecnológica, y posteriormente la cibernética, surge de esa “magia invertida” sustentada en los supuestos “cientificistas” del racionalismo y del empirismo, que encontraron en el “evolucionismo” darwiniano la confirmación de que el progreso indefinido es inherente a la naturaleza humana, y por tanto no puede haber fronteras ni límites que impidan dicho progreso. Se parte así de un presupuesto falso, pues atribuye a la humanidad en general un atributo que es propio y exclusivo del hombre actual. Se olvida que ha habido culturas que no han tenido cambios sustanciales en su modo de vida ni en su concepción del mundo (por ejemplo las culturas sin tradición escrita), mientras que en otras, sobre todo las que tomaron formas civilizadores al sedentarizarse, los cambios que pudieron haber tenido no las han transformado radicalmente como ha ocurrido con nuestra civilización, sino que permanecieron fieles a los principios que las conformaron. Sus cambios siempre han sido adaptaciones a los momentos cíclicos promovidos por la “rueda cósmica”. Por eso, a todas esas culturas y civilizaciones se les ha otorgado justamente el nombre de “tradicionales” (de traditio, tradición) porque en ellas era fundamental la idea de la “transmisión” (tradere, idéntica a traditio) ininterrumpida de la Ciencia Sagrada.

Las antiguas civilizaciones nunca traspasaron ciertos límites en la aplicación práctica de las distintas disciplinas científicas, consideradas inseparables de los principios metafísicos, no porque fueran incapaces de hacerlo, sino porque consideraban que dichos límites eran sagrados y tenían un sentido protector, y esto a varios niveles. Incluso en la Masonería existe un término, landmark (“marcas de la tierra”), para referirse a los principios inviolables de esta organización iniciática.

Y ya que hablamos de “límites terrestres” (que nos llevaría a la misma definición de la palabra geometría, “medida de la tierra”), sabido es, por ejemplo, la importancia que tenía para la antigua Roma los límites territoriales (por poner un ejemplo entre muchos), hasta el punto que existía entre ellos un dios, llamado Terminus, que estaban bajo su custodia. Especialmente sagradas eran las murallas que delimitaban la ciudad, la urbe, hecha a imagen del mundo, de ahí que como dice Ovidio en Fastos (II, 684): El espacio de la urbe romana es el mismo que el del orbe”.

Los límites de ese espacio estaban expresamente prohibidos traspasarlos durante la construcción de la ciudad (la civitas), como hizo Remo, lo cual, como es bien sabido, le costó la vida a manos de su hermano Rómulo cuando este estaba trazando con el arado los límites sagrados de lo que sería la urbe de Roma. Pero es que, según la concepción antigua de los romanos (y de todos los pueblos tradicionales en general) esos límites no sólo protegían de los ataques de los enemigos físicos, sino que también lo hacían de ciertas influencias sutiles del inframundo que aprovechan cualquier “fisura” para invadir la ciudad (la civilización, nuestro mundo) para provocar su destrucción, como afirma René Guénon en el capítulo “Las grietas de la gran muralla” de su libro El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, al que ya hemos aludido en varias ocasiones.

¿No son suficientes “fisuras” todas estas desviaciones científico-tecnológicas alimentadas por un espíritu insaciable e invasivo en cuanto a sus pretensiones de hacer tabla rasa del concepto de lo humano creado a lo largo de la historia y desde sus mismos orígenes?

El lugar del hombre en el cosmos no es el de alterar la obra de la Creación, sino el de perfeccionarla al mismo tiempo que se perfecciona a sí mismo de acuerdo a los valores emanados de los arquetipos universales, de los que nacen el propio orden cósmico, y la cultura y la civilización como sus consecuencias en el ámbito humano. Por eso mismo, adulterar dicho ámbito aplicándole los modelos tecnológicos del “transhumanismo” es destruir conscientemente el equilibrio que estructura la vida cósmica en armonía con la vida humana, siendo todo ello el resultado de una desmesura y orgullo que los griegos llamaron hybris, que no es otra cosa que la transgresión de los límites impuestos por los dioses a los hombres, límites que existían justamente para preservar ese equilibrio, el que nos fue encomendado mantener ya en el origen, como se relata sin ir más lejos en la mitología judeo-cristiana expresada en el Génesis bíblico.[1]

Arnold Toynbee atribuía a la hybris colectiva la posible causa del colapso de las civilizaciones, y esto cuadra perfectamente con lo que está pasando ahora mismo, si bien es verdad que nuestro colapso responde a unas características propias derivadas de la idea del progreso indefinido, que naciendo en la civilización occidental ha acabado por contagiar al resto de las civilizaciones del planeta, especialmente a las de Oriente (China, India y Japón), las cuales tienen un claro protagonismo en el desarrollo tecnológico impulsado por la IA.

La ética –que requiere de una cierta conciencia que impide la manifestación de la hybris- está ausente hace tiempo de los postulados de los científicos más osados que están en la vanguardia ideológica de la civilización artificial. De ahí que todo intento loable por regular el impacto que la IA puede causar sobre la vida humana, está destinado más tarde o más temprano al fracaso, precisamente por esa ausencia de conciencia ética entre quienes tienen el verdadero poder del mundo actual, que, pese a las apariencias, ya no está en los Estados nacionales, pues estos pertenecen a una etapa de la historia ya superada por los acontecimientos. 

Ese poder al que aludimos está en manos de una moderna Plutocracia encarnada en las grandes corporaciones tecnológicas, financieras y ciertos organismos transnacionales que promueven “agendas” para una “nueva civilización” levantada sobre las ruinas de las anteriores. Y es evidente el poder que esa Plutocracia ejerce sobre sobre el mundo científico y sus “experimentaciones” en materia de IA. 

¡Cómo recuerda todo esto a Mammón!, el demonio de la avaricia, que es también el de la injusticia asociada con ella. De esa entidad se decía en la Edad Media que era la que sembraba en el hombre la codicia para excavar la tierra y extraer de ella sus “tesoros”. ¿Sobre qué, si no, se ha sustentado y se sustenta todavía nuestra sociedad desde hace varios siglos sino sobre esos "tesoros ocultos" extraídos de las entrañas de Gea, y que proporcionan la "energía" que hace mover las ruedas y engranajes que impulsan el "reino de la cantidad"? Pero desconocemos que esos pretendidos "tesoros" son también vehículos de las influencias del mundo inferior, a las que antes nos hemos referido a propósito de las "grietas" por las que ellas penetran en nuestro mundo.[2]

A Mammón precisamente se refiere Jesús cuando dice que hay que elegir entre Dios y las riquezas de este mundo:

“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen y donde ladrones minan y hurtan, sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón [...] Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a Mammón”. (Mateo 6:19-21-24).

Cuando Jesús expulsa a los mercaderes del Templo (de la “casa de Dios”), está diciendo claramente a quien de los dos “señores” hemos de servir y a quien menospreciar. Nosotros pensamos que este episodio evangélico, como tantos otros, se refiere a la realidad que vivimos en nuestro tiempo, dominado por esa “raza de víboras”, a los cuales el Hijo del Hombre se dirige preguntándoles: “¿Cómo podéis escapar al fuego de la Gehena?” (Mateo 23:33).

¿Cómo no sentir que estas palabras nos interpelan a cada uno de nosotros en la medida misma en que estemos dispuestos a acumular las “riquezas” que nos ofrece Mammón (un aspecto del Adversario), confortablemente entrelazados por la World Wide Web, la "Telaraña Mundial? Francisco Ariza



[1] Diremos que romper o traspasar los límites (considerados en el sentido que aquí le estamos dando) no es entrar en lo "ilimitado", sino en lo "indefinido", que es bien distinto, aunque se lo tiende a confundir, como tantas otras cosas. Metafísicamente hablando, lo ilimitado es lo que no tiene ningún límite ni está sujeto a ningún condicionamiento, por eso se lo hace sinónimo de Infinito, concepto que coincide y tiene el mismo significado que el En Sof de la Cábala, literalmente: "Sin Límites". Al no tener límites lo contiene "Todo", o sea, no sólo la vastedad del espacio y del tiempo, sino la totalidad de lo manifestado y de lo inmanifestado, es decir tanto al Ser como al No Ser. Se debe entender bien el concepto del Infinito, que tiene su complejidad desentrañar, no por lo que es en sí mismo, sino por su confusión con lo indefinido, provocada, consciente o inconscientemente, por la filosofía y la ciencia nacidas en el siglo XVII, y que ha determinado el devenir de la historia humana a partir de él, llegando hasta la sociedad actual. Lo indefinido es aquello que por naturaleza no está definido, es decir lo confuso, vago e inconcreto, haciéndolo sinónimo de “caos”, opuesto por tanto al "orden" o cosmos, que sí tiene sus límites al estar comprendido dentro del Ser Universal, del cual es una emanación. Para conocer las diferencias entre lo Infinito y lo indefinido recomendamos el cap. I de Los estados múltiples del ser, y el cap. I de Los principios del cálculo infinitesimal, ambos de René Guénon.

[2] Recordemos que en la Edad Media el petróleo era llamado significativamente aqua infernalis. Sin embargo, entre los antiguos persas, o iranios, el petróleo ("aceite de piedra") era la substancia que alimentaba el fuego sagrado del altar perenne en honor de Ahura Mazda, el Ser Supremo. Esta es la diferencia entre una sociedad tradicional que vive de acuerdo a las correspondencias entre los tres planos cósmicos (Cielo-Tierra-Inframundo) y otra que, como la nuestra, ha profanado esa misma substancia para alimentar a su particular Moloch, el demonio que se nutría de la "materia" de este mundo.


La Gran Parodia de la Civilización Artificial (1ª Parte). Entre Escila y Caribdis

La Gran Parodia de la Civilización Artificial (2ª Parte). Los Precursores de la "Singularidad Tecnológica"

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